jueves, 28 de febrero de 2008

DECIR CÓMO, DECIR QUÉ





DECIR CÓMO, DECIR QUÉ





Atendía su consultorio con esmero y un cierto grado de alegría. Era psicóloga y se llamaba Andrea.
Por las noches se sentaba en una silla sola frente a un público numeroso y esperaba que creciera el silencio absoluto y entonces desde esa silla, iluminada por una lámpara derecho a su cabeza, se separaba el pelo en hermosas colinas que descendían sobre su cara como un torrente de agua incierta, y se convertía en la imagen de lo que estaba dispuesta a contar.
Música, sonido del viento, olores, tristeza y alegría, cabían debajo de sus párpados, al cerrarse o al abrirse o al dejarlos quietos como dos mariposas de arena.
En sus narraciones podía llevarte a un pequeño pueblo de Turquía, descalza por el sur argentino o marearte en un barco holandés,
Desde la misma silla podía ser una inmigrante con un vestido gris esperando en Retiro que la pasen a buscar, las piernas cruzadas y las manos escondiendo todas las expectativas sobre sus faldas.
Si se ponía de pié podía ser una estatua perfecta. Si osaba mover los brazos, era como un flamenco sobre el agua plateada. Tremenda la dignidad de su cuello, para ser un perfil que duraba sólo unos segundos.
Algunas de sus historias eran de autores famosos o no, de las Mil y una Noches, de gente que esperaba en el subte o de amores que volaban y morían.
Una noche yo fui sola. Tenía ante mí una copa de buen vino que convidaba la casa. No la toque por no romper el juego de luces que había sobre ella, siempre pensé en el vino tinto cómo la sangre y el en vino blanco, lágrimas.
Esa noche, Andrea con una copa de vidrio en la mano contó una historia árabe de las más sugestivas que oí en mi vida y un aplauso insistente y continuo provocó que algunos reflectores se prendieran.
Ella no se movió agradeciendo al público que estaba casi todo de pié. Giró lentamente su cabeza hacia la izquierda y una luz indecisa la iluminó levemente amarilla. Brillaba su pelo pero sobre nosotros el silencio negro.
Su cara, mezcla de cera e incienso, como una virgen legendaria.
-Viene a cuento- dijo lentamente, levantó las manos y las cruzó como una paloma sobre su pecho. No movió sus párpados y dos lágrimas gruesas le cayeron de los ojos. Miró fijamente un sólo lugar y dijo con ternura-
- Yo tenía un amor que se llamaba Javier…

Sólo de unas de sus manos salía sangre cada vez más roja que entraba por la manga negra de su vestido y se deslizaba por sus dedos con una lenta velocidad maldita.
Estoy muriendo por la mitad- dijo sin bajar la cabeza.
Nadie se movió.
Era una estatua doblada en dos cómo un libro, la curva de su espalda una línea recta y ahora la sangre corría por sus piernas.
La cara de Andrea desaparecía en capas transparentes. Y sus ojos cerrados. Su brazo, el del tajo alevosamente abierto, quedó suspendido en el aire como un adiós imperceptible, como si de un bote tocara el agua con la punta de los dedos. Con algún Javier, supongo, salieron de la luz y de mí para siempre.
No me moví ni tomé la copa de vino. Cuándo pude levantarme supe que cómo un ciego para siempre llevaría esas voces conmigo.
Mercedes Sáenz

lunes, 25 de febrero de 2008

EN ESA HORA


EN ESA HORA




Cuándo la luz tiene abrazados los secretos la noche quedará por un segundo. No se oye quién despide los últimos silencios.
Es la hora en que las hadas indias ven dormir a su hombre bajo lo que queda de luna cubierto por sus tejidos.
El hada india no sabe de la vigilia y del sueño, se acerca despacio y suspiro y se mete en su cama, sin tocarlo, como bordeando un río.
Invoca primero a sus dioses, sopla su cuerpo y recorre sus hombros viento y su abrazo en llamarada. Rocío después la piel. Asoma oro luz sobre lo que ya no se mueve.
Debía dejar las alas cuándo amara por primera vez.
Es esa hora. India para su tierra y diosa si está en la cama.

Mercedes Sáenz

jueves, 21 de febrero de 2008

MENSAJES DE MADERA

MENSAJES DE MADERA




Vendía muebles usados sobre la costa dónde el río se afinaba y pegaba la vuelta, a cuarenta pasos del asfalto. Levantaba en un lanchón viejo mesitas de luz con pintura seca cómo una capa de amnesia con algo de mármol, roble la mayoría, pino-tea si la veta podía adivinarse, pedazos de durmientes abandonados antes que se los llevara el agua.
Los amontonaba en un galpón de techo precario junto con los que juntaba en una camioneta que él le decía la chata.
Después de terminar el recorrido los miraba amontonados a pocos metros de su casa ya parecida al galpón como a forasteros, cómo a los viejos inmigrantes que alguna vez se atropellaban silenciosos por cansancio en las madrugadas por entrar a una fábrica.
En ciertas horas de la luna oía lamentar a la madera fragmentos de monólogos de sus propias biografías, y hacer silencio cuándo un secreto nuevo dejaba de serlo y parecía que toda la luna se desplomaba cómo si hubiera llovido toda su luz urbana sobre un trigo de roble colorado.
- Hoy hay eclipse de luna les dijo ¿van a hablar todos al mismo tiempo? Voy a buscar la de vino y algo para quemar. No murmuren que la soplona de fórmica después me canta la justa. Ella no habla, pero oye a pesar de tener quemada a planchazos torpes su mesada.
Volvió con algunas maderas sueltas sostenidas hasta el antebrazo y sola y abierta la botella en la otra mano.
Se sentó en el suelo y prendió un fuego empardando los colorados. Estiró las piernas y se apoyó sobre un árbol grande que no era roble pero en secreto también le tenía miedo.
- Ahora si, de a uno, no atropellen, primero las historias de amor, las de olvido, las de escape. Me dejan para cuándo entre el sueño las de cuentas de almacén, el listado de la mercería, hoy, ninguna de asesinatos.
El espiral de humo se llevó el silencio y la luna tan lejos empezaba a rodar su eclipse.
Mercedes Sáenz

sábado, 9 de febrero de 2008

UNA HISTORIA CUALQUIERA





UNA HISTORIA CUALQUIERA





Por una historia cualquiera voy a llorar un día, sólo una vez. Le pondré primero tibieza, después ojos en otras partes además de en la cara, después un amor. Tendré que imaginarme cómo hubiera sido tu voz conmigo y si la mía se hubiera quedado callada. Si atropella en remolino ante manos que imagino. Soñarte en la mitad de una vida, en el medio de la tierra, entendiendo palabras que invento. Amando esto de escribir cuando la luz no aparece. Escribir da un amor tan inmenso que tengo que ponerte en el medio de una historia. Cualquiera. Sin nombre ni apellido. Y hacerte desaparecer después no como los desaparecidos.
Escribir cartas sobre papel rescatando del aire letras. En un tren que va a ninguna parte, que se detiene en estaciones cuando mi cabeza se da vuelta, imaginando, cómo será el andar de tu paso. Creerte frente a un vaso de vino, una ginebra o tomando un helado en algún desganado del piso. Entrando a una cocina, arquitectura de alquimia, donde tus olores gravitan más que los míos. Poner tus ojos en la pantalla de un cine y esperar en qué parte habrán de derramarse. Peleando por lo que crees y compartiendo una lucha. Barriendo migas de cotidianos que no levantan inspiración del suelo. Leyendo con ansiedad qué libros.
El amor me hace tan feliz. Todas las historias se lloran alguna vez. Prefiero inventar las mías. Protegen del amor inesperado, del llanto que estalla en panal de abejas, hacen miel y en su defensa, trizas. Es más fácil pensar en lo que se acaba cuando no se ha tenido. Entrenamiento del sufrir de uno. Cuotas de este mundo en globo al que no puedo acostumbrarme.
Pongo que te conocí en alguna tarde de mi memoria, que te senté al lado mío para leer, escribir, respirar. Sin eso el día no empieza más que en el almanaque. Te invento un espacio y un cuerpo que se acomodan al mío. Cómo llorar por una historia cualquiera, aunque la invente, ya te has ido.
Mercedes Sáenz

viernes, 8 de febrero de 2008

Los mestizos del rojo antes




No se ven ya,
aparecen
cuadros estancos en blanco y negro
no llegan los grises
nada se ve hoy como los rojos de antes.

Te has convertido en agua sobre mi cuerpo
y has tomado la mejor forma,
la que bien venía para no ser territorio de nadie.

No se ven ya
particulas sagradas sobre los cuerpos.
Ni Grecia ni Roma.

Sólo y esporádicamente
son mías las pupilas
las que se vuelven rojo sangre.

Desconcierto en las voces quebradas
que no entienden
cómo llega el último suspiro si es el primero.

La mano viaja por la memoria y se detiene allí
dónde el vino se hace fuego,
vino
y difuso.
Los matices del rojo antes no se ven ya.

No se ven ya
yo los veo.


Mercedes Sáenz

miércoles, 6 de febrero de 2008

LA BOCA SECA

Perfilaba de atrás un rumor amargo, antes de darse vuelta. Los dientes blancos, bordeaban la inocencia del reflejo de sonreir por imprevistos.
Estaba sentado en el quinto banco a la espera de que el mundo se abriera cuando pasara entre los otros, cómo alguna vez se había divido un mar, sólo que negro en vez de rojo.
A los doce años, el colegio no alcanza para entender. Era su último día en el medio del mes de junio. En su latitud las clases terminaban a fin de año.
Le había escrito a Diego durante dos años, no por Internet sino poniendo en cada letra un sueño que venía desde los pies y se encerraba en su mano, por las noches, cuando golpeaba la mesa de la cocina haciendo deberes.
En el obligado acto de homenaje a la bandera argentina, el director del colegio anunció que el club de fútbol más popular lo “tomaba prestado” por un año para jugar en las inferiores. El momento se cerró con un aplauso tan fuerte que se destiñeron los colores de su bandera. El azul y oro de la camiseta que llevaba puesta contra su piel eran más fuertes que todo el cielo que conocía y el oro no era plata sino un sol que jamás desaparecía. Ni aún ya, conociéndolo a Galileo.
Pensó en los barcos de su puerto. En el Riachuelo tan denso, tan espeso, podía encontrar los encabezados de cada carta, las que empezaban casi siempre con el querido Diego.
Natalia, de trece, la de dos filas más atrás, la de los pequeños momentos del recreo, era más fuerte que cualquier boca que hablara. La boca seca, después del primer beso.
Mercedes Sáenz

martes, 5 de febrero de 2008

8 VOS 9 NOS

Era la época de un presidente riojano. Algún cono de la provincia. El asfalto rodea el lugar, como un río bordeando la villa. Villa brava. Cómo si no fuera brava cualquiera. Para el que no está adentro el corazón se destroza, la conciencia estalla. Y por ese río, autos de todos los tamaños que buscan las autopistas. Frontera de choripán y chicos descalzos, en el invierno. Una curva me puso un cartel de frente. Alto, blanco, sobre una colina, final de otro lado urbano que se llama “Las Lomas de San Isidro”. Escudos y sellos hasta llegar a su texto. Grande, en letras negras, abarcando en sus colores dos extremos. “8 VOS 9 NOS”, con mayúsculas.
Salté del asiento de ese cofre que nos lleva guardados en cuatro ruedas para algún lugar de la autopista.
- ¿Ves?- señalé ¡Están educando!
- ¿Educando? Voz de generaciones posteriores y del asiento de atrás.
- ¿No ves?- Señalo nuevamente eufórica el cartel- Es brillante, brillante!. Ocho es lo que piden a los que vienen y el Estado pone un nueve. Es bueno no salir con diez. Es importante tener siempre espacio para mejorar con decisión propia y libertad.
- Vieja, ahí dice octavos y novenos. Escuela General Básica. Están educando, pero no como vos pensás.
Casi me trago mis palabras. Ceguera de parte de mi. Presbicia de pensamientos, también.

MERCEDES SAENZ

domingo, 3 de febrero de 2008

LAS ESES DE LOS DOMINGOS




Imaginé la foto que hubieran querido mis ojos. Se dispersaron en armoniosas líneas cómo si las hubiera puesto con las manos de una experta pintora. Se movían al compás de una música que en alguna parte de mi memoria bailaban. En el medio de las letras que sumisas como rebaños sureños respondían a mis pensamientos y no había perro pastor que las ordenara. Sólo quería nombrarte porque es domingo a la tarde. Y tarde me di cuenta que ya no sos mi amigo, que no estas en ninguna parte de las usuales en las que solía encontrarte. Sólo en las eses del silencio. Esas que van haciendo callar todo cómo el silbido de un tren que se aleja, simplemente silenciando sonidos sutiles, suaves, solos. Cómo la sinfonía sola de los domingos.
Mercedes Sáenz

SI VIERA USTE…

La tierra extiende la sombra en sus pliegues con alguno de sus secretos y el agua hasta las últimas tardes. Octubre se quedó más en la orilla del río rendido ya de volver todos los años a conmover la primavera. Y el calor clausura de día todas las épocas del año.

Los últimos, los últimos hasta mañana, tambalean de luz en las copas de los únicos diez álamos que venían a ser estudiados por un hombre de ciudad.

Cómo juega coqueteando la luna espiando de abanico y perfil porque ya no quedan mujeres. La única yegua es de barro cuándo llega el sombrero negro de la noche.

El hombre de visita lo vió llegar al enorme indio sin necesidad de urgencia, a pasos de monte y espesor de montaña, con un solo brazo en su cuerpo y el otro que apenas pasaba el hombro. Y cuándo sonrió al acercarse, los pocos dientes cómo flecos blandos de haber mordido en las edades de su tierra el peregrinaje y el desamparo, la oblicua idea de España, la vertical argentina. Vió llegar en ese hombre rudo las semanas de marcha y los lapachos que no se movían. Los gritos de los cañones y las lenguas cortadas. Desbastados y a veces salvados por el olvido de no valer la pena.
El de traje de ciudad vio a ese otro montón de hombre ponerse alpargatas en el trayecto hasta saludarse. Y el único brazo que traía con un pulgar como un pichón aplastado por la puntería de una piedra, de color oscuro feo cómo una cueva y tropezones de piel atropellados.
-Disculpe, -señaló el indio con los ojos-, se tajéo alambrando. Se puso feo y por acá no pasa nadie. El barro no anduvo, tampoco el orin. Le tuve que sacar el pedazo. Y caminaron hasta el borde del río a ver los diez álamos.

Nueve verde nuevo de seis metros de alto. El hombre monte y piedra se acercó al más chiquito, le acarició el tronco y apoyó su cara.

- Si lo viera uste… queriendo alcanzar a los otros se disparaban pa`ariba y yo por más que empujara y le viniera más que al día… pero andaba enfermito… y se largó a llorar cómo un chico mirando al cielo.


© Mercedes Sáenz














Revista Literaria Remolinos

CALLES DE CUADROS

Sólo las once de la mañana y el sol aprieta en la cintura. No sé cuanto hace que pasó por mis zapatos, pero prefiero andar descalza. Las veredas están limpias, algunas quebradas por el espanto del agua cuando ya no es bendito el cielo, otras por el cansancio del tiempo.
Están abiertas las puertas, algunas con cortinas de colores, porque la mosca también es vecina de las parras, que se cosechan en abril y marzo.
La mano en mi frente impide que la luz se lleve mis pupilas hacia las montañas, se ocupa de no quede de espaldas al pueblo que sólo tiene dos calles.
Como en el cauce de un río, me bordean las casas. Blancas, bajas, con los brazos extendidos hacia mí, porque estoy perdida en un paraje que no conozco.
La primera que sale a la puerta, con sonrisa mendocina y tonada de provincia. Suave, de uva dulce, las chiquitas, las que no salen de la parra. Y los pies de vino patero, de planta ancha. La pollera es más grande que ella y la escoba, un tercer brazo que a esta hora la acompaña, a limpiar las veredas, a asomarse a las otras casas.
Me ofrece agua. Gira su pelo negro, se deshace su atado y le cae por la espalda. Y adentro, la cacerola que no oigo que cocina, pero ella sí sabe, porque los borbotones del agua hirviendo los conoce mejor que nadie. Por un segundo se queda quieta y con vergüenza, pensé en mi cámara. El cuadro en el que estaba, se movía y me hablaba. Sobre su piso de tierra, lisito, casi planchado.
Pero todo lo que veo parece haberse amado tanto…
Tomo su agua, fresca, de las acequias, la misma que divide en nada o en todo, su vida y la de todo el pueblo, a pesar de tener tan cerca la ruta.
Quisiera ser india, de cualquier lugar de esta tierra, aunque la Argentina tenga forma de pistola invertida. Apuntando al sur.
La de al lado, entra con un mocoso envuelto en nada, dándole lecha tibia, la que sale de su cuerpo, la que no se acaba. Con el otro brazo revuelve la cacerola que no entiendo y pregunta por mí.
Dios, si existís, quiero esa cara, ese perfil inclinado sobre algo. Se leen todos los sentidos y ella apenas se mueve para hamacar un poco a quién mama…
Como el sol entra sin permiso, las sombras se dibujan en el suelo y leo sus cuerpos que brillan más en el piso, porque acarician la tierra madre y están descalzas.
Yo también, pero no tengo, esos silencios largos en las miradas.
No hay foto que valga lo que ven mis ojos, cuando entra el compadre, de facón y rastra deshilachada. Palito de árbol en la boca, hacia un costado y me pregunta si necesito que me acompañe.
Nadie se pierde en un pueblo, que tiene sólo dos cuadras.
Yo me he perdido compadre, por haber vivido lejos, de dónde tengo el alma.
Si quisiera prestarme un rato, parte de su tarde, ver cómo cambian los cuadros, que en cada puerta se enmarcan, le cambio mi cansancio por su pausa necesaria.



MERCEDES SAENZ