lunes, 29 de diciembre de 2008

GRACIAS GRIBALFARO

N.º 58
NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2008
2






DECIR CÓMO, DECIR QUÉ
Por Mercedes Sáenz


Atendía su consultorio con esmero y un cierto grado de alegría. Era psicóloga y se llamaba Andrea..
Por las noches, se sentaba sola en una silla frente a un público numeroso y esperaba que creciera el silencio absoluto y entonces, desde esa silla, iluminada por una lámpara derecho a su cabeza, separaba su pelo en hermosas colinas y descendía sobre su cara como un torrente de agua incierta, y se convertía en la imagen de lo que estaba dispuesta a contar.




Si se ponía de pie, podía ser una estatua perfecta. Si osaba mover los brazos, era como un flamenco sobre el agua plateada.


Música, sonido del viento, olores, tristeza y alegría, cabían debajo de sus párpados, al cerrarse o al abrirse o al dejarlos quietos como dos mariposas de arena.
En sus narraciones podía llevarte a un pequeño pueblo de Turquía, descalza, por el sur argentino o marearte en un barco holandés.
Desde la misma silla podía ser una inmigrante con un vestido gris esperando en Retiro que la pasen a buscar, las piernas cruzadas y las manos escondiendo todas las expectativas sobre sus faldas.
Si se ponía de pie, podía ser una estatua perfecta. Si osaba mover los brazos, era como un flamenco sobre el agua plateada. Tremenda la dignidad de su cuello, para ser un perfil que duraba sólo unos segundos.
Algunas de sus historias eran de autores famosos o no, de Las Mil y una noches, de gente que esperaba en el subte o de amores que volaban y morían.
Una noche, yo estaba sola. Tenía ante mí una copa de buen vino que convidaba la casa. No la toqué por no romper el juego de luces que había sobre ella. Siempre pensé en el vino tinto como la sangre y el en vino blanco, lágrimas.
Esa noche, Andrea, con una copa de vidrio en la mano, contó una historia árabe de las más sugestivas que oí en mi vida, y un aplauso insistente y continuo provocó que algunos reflectores se prendieran.
Ella no se movió agradeciendo al público, que estaba casi todo de pie. Giró lentamente su cabeza hacia la izquierda y una luz indecisa la iluminó levemente amarilla. Brillaba su pelo, pero, sobre nosotros, el silencio negro. Su cara, mezcla de cera e incienso, como una virgen legendaria.
—Viene a cuento —dijo lentamente. Levantó las manos y las cruzó como una paloma sobre su pecho. No movió sus párpados y dos lágrimas gruesas le cayeron de los ojos. Miró fijamente un sólo lugar y dijo con ternura:
—Yo tenía un amor que se llamaba Javier…
Sólo de una de sus manos salía sangre cada vez más roja, que entraba por la manga negra de su vestido y se deslizaba por sus dedos con una lenta velocidad maldita.
—Estoy muriendo por la mitad —dijo sin bajar la cabeza.
Nadie se movió.
Era una estatua doblada en dos como un libro, la curva de su espalda una línea recta y ahora la sangre corría por sus piernas.
La cara de Andrea desaparecía en capas transparentes. Y sus ojos cerrados.
Su brazo, el del tajo alevosamente abierto, quedó suspendido en el aire como un adiós imperceptible, como si desde la borda de un bote tocara el agua con la punta de los dedos. Con algún Javier, supongo, salieron de la luz y de mí para siempre.
No me moví ni tomé la copa de vino. Cuando pude levantarme supe que como un ciego para siempre llevaría esas voces conmigo.



Mercedes Sáenz (Buenos Aires, 1952). Ha cursado estudios de filosofía. En su haber literario cuenta con pequeñas publicaciones para las editoriales Atlántida y VYR y diversas colaboraciones para revistas virtuales, especialmente para Artesanías Literarias, del editor Andrés Aldao. No participa en concursos. Es autora del libro Filos de Lata, publicado por la Editorial Vela al Viento, del editor Eduardo Gómez. Actualmente está preparando un segundo libro.


GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VII. Número 58. Noviembre-Diciembre 2008. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2008 Mercedes Sáenz. © 2002-2008 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.


Gracias a GRIBALFARO por haber incluído este texto de "filos de lata" en su última publicación.
Un afectuoso saludo

Mercedes Sáenz

viernes, 26 de diciembre de 2008

CUANDO SE CIERRA LA ÚLTIMA HOJA


CUANDO SE CIERRA LA ÚLTIMA HOJA






Por ahí anda vestida de pollera ancha, siempre con bolsillos para poner la navaja. Con zapatos bajos y si el espesor del pelo molesta, se hace una trenza sin atar, se queda sola sin que ni el viento se la mueva. Sale en general de día y vuelve a la tardecita la cazadora de posibilidades.
Salio de colegio bueno, bueno para algunos porque no siempre lo que establecen que es portarse bien deja buenas marcas. Dicen que se debe hacer y poco para el razonamiento, estonces al alma le echan una medida que da miedo discutirle cuándo las edades son tempranas.
Empezaban a olvidarse las luces del día y las pupilas ya no distinguen dónde los amarillos no van a quedarse. Empezó a subir la barranca que la llevaba a su casa, en medio de una villa de emergencia. Entro en su cuarto de lata, la chapa no era otra cosa para ella que algo metálico, decirle de una forma u otra no cambiaba el frío.
En su cuarto de una sola cama y varios colchones apilados, existían sábanas, mejor usarlas poco, la puerta quedaba abierta, nada había para sacar con excepción de algunas velas y unos fósforos.
Un solo episodio pasó para que al lugar dónde ella vivía no entrara nadie.
Hay cosas que son más fuertes que lo que pueden soportar los más guapos, cuándo las posibilidades de maldiciones pueden extenderse a las madres, a las niñas, a las viudas,
Lo supo un día después de haber llorado toda una noche, todo un día, de haberle quedado los ojos flaquitos y turbios, Ni de resfrío parecían. La nariz aguileña se había ensanchado y no se acordaba cómo tenía normalmente su pelo que para ella era un símbolo importante
Se acuerda porque lloró, no la causa.
Llegó un día hasta la villa con un bebe alzado, ni dos años tenía, lo levantó sin poner la conciencia dónde se debe y a pedido de los gritos de la madre lo llevó en su propio auto hasta dónde vivían. Toda la educación que había cabido en su cabeza de llevarlo a un hospital, de no complicarse con accidente de terceros desapareció ante los gritos desesperados de una madre muy joven, de una belleza casi de cuadro. Pedía a los gritos que a ningún médico por favor. Parecía tener más miedo por ella que por su propio hijo.
Llegó con la madre y con el hijo ensangrentados a un cuarto de lata. El auto bastante nuevo que dejó en la puerta nunca más volvió a encontrarlo.




Dos días encerrada estuvo con ese hijo en los brazos.
Algunas mujeres le traían cosas, inclusive algunos trapos limpios y pañales. Se los tiraban por las ventanas que la podían abrir desde afuera y volver a cerrarla Se sorprendió un día que le limpió la frente con un paño de hilo bordado con unas iniciales también blancas y fue el único minuto que su pensamiento se distrajo de pensar de dónde había salido.
La madre nunca se movió de ahí. No comió. Parece no haber ido nunca al baño. Salvo que se corriera la pollera y haciendo a un costado la bombacha hiciera pis sobre la tierra del cuarto.
El bebe estuvo inconciente dos días con un tajo en la cabeza que la cazadora fue curando con agua traída de escaleras arriba. Una sola vez a las tres de la mañana le abrieron la ventana intentando en vano no hacer ruido y le dejaron una bolsa con toda clase de remedios sacados probablemente a punta de pistola y pidiendo a los gritos cualquier clase de drogas para un bebe herido.
Nunca se supo quién lo hizo, supuso que era un adolescente por la largura de la pierna que vio a media luz.
La madre siempre sentada en el suelo arropaba un poco mejor sus propias mantas. En dos días no emitió palabra.
Cada tanto la miraba a la cazadora que en posición de india, con las piernas cruzadas tenia al bebe cómo si fuera una cuna, desde ahí apenas lo movía para cambiarlo un poco, limpiar la herida y acomodar las mantas y su pollera que también en este caso hacían de abrigo.
Después del segundo día abrió los ojos, no buscó los de la madre. La madre no se movió del suelo. Una de las manos del chiquito primero reconoció la herida del lado izquierdo de la cabeza, con el mismo gesto de aplastar el arena jugando, la lengua salió de su boca no en llanto, el labio de color mejor ahora era mojado apenas. De un cuenco de lata abollada y chata la cazadora sacó con su mano en forma de canasta un poco de agua fresca, la poca cayó sobre el labio que alivió lo que fuera.
Se abrió la puerta y una luz tan clara y celeste iluminó por un ratito hasta que la madre saltó como si la hubiera mordido la rata que anoche le pasó cerca sin que cuenta se diera.
Salió con la cara hundida en los hombros intentando agrandar los ojos lo más posible-encanto de un antes que ahora probablemente no tuvieran efecto.
En cuánto salió, le dio un cachetazo que además de marcarle la cara la tiro al piso.
- ¿Está bien el pibe? Dijo, con un tamaño que cualquiera temblaría, con la camisa abierta, dos tatuajes que no se inmutaban con el frío y unos dientes tan sanos y blancos que muchos decían que se los habían puesto los espíritus.
Dicen que una vez un policía lo soltó solamente porque a una amenaza le contestó con una media sonrisa irónica y en esa boca no podían estar esos dientes.
- ¿Qué dice? Le preguntó a la del suelo.
- Nada, nunca dijo nada, pero nada malo tampoco. ´
- ¿Podré entrar? Y se abotonó la camisa.
Desde el suelo la voz llorosa dijo que ella nunca había salido que no sabía que hacer ahora.
Por las dudas él tiró una patada hacia la mujer del suelo pero sólo levanto un polvo sonso.
Se paró con su mejor elegancia debajo del marco de la puerta. Arqueó un poco la espalda y casi sumisión de gato en sus movimientos torpes.
Entró despacio cómo si todo el respeto no aprendido en ningún lado tuviera ahí sin saber siquiera por qué.
La mujer que tenía al hijo de este hombre acostado en sus piernas cruzadas en el suelo, no levantó la mirada.
El hombre grande se agachó, en su tamaño, quedó a unos treinta centímetros de ella, no se le vieron los dientes y preguntó
- Con su permiso, ¿está bien el pibe?
Ella giró la cintura levantó al bebe y en sobrada agilidad se puso de pie y sin articular palabra lo depositó tiernamente en esos otros brazos que solos parecían formar un bote.
El niño empezó a llorar y el padre cómo chúcaro en el palenque lo devolvió enseguida a la mujer que no había emitido palabra. Y entonces del llanto fuerte pasó a un gemido de gato pequeño hasta emitir un sonido casi de contento.
Ella lo miró a los ojos, esta vez el no los bajó y desarrepolló la bravura igual que un animal que ya no tiene que hacer alarde de nada cuándo anda suelto porque solo va a ejercer los movimientos que le tienen permitidos.
- Dos días más y lo lleva nomás. ¿Está de acuerdo?
Si, sí contestó el hombre grande sintiendo en el pecho que en cierta forma en ese acuerdo le estaban pidiendo permiso.
Se hizo en la cabeza de pelo negro un gesto como si se tocara una boina, -ninguna puesta-pero era su forma de hacer una reverencia. Y salió del cuarto de lata.
Parecía que por ahí no había pasado nadie.
Era una tarde de esas grises medias plomizas, cuándo la tarde intentó pararse sobre los cables robados de luz y algunas casillas se iluminaban cómo si fueran mágicas y lo más fácil del mundo.
Se oían el chillar de las cacerolas y no se oían los pies chiquitos que buscaban agua en las canillas de afuera.
Los perros empezaron a quedarse quietos y sólo alguno que otro molestaba con ladridos de perro aguado.
La ropa ya no quedaba colgada y los pocos que habían comido lo habían hecho temprano y con mate, dispuestos a levantarse temprano para ir a trabajar.
La mujer que no hablaba casi, se llamaba Leila, pero con esa cosa muy del barrio de cambiarse los nombres le decían Lashira, así todo junto. La palabra la trajo uno del norte y junto dos, algo que era una mezcla del cielo y la tierra. No supo explicarlo, tal vez solamente porque estaba parada sobre ella y debajo del universo como todos.
Lashira tenía una casa de lata en la que todo se oía, una ventana que cerraba tan mal cómo el baño de un subte y las temperaturas jugaban a los extremos más duros sin importar quien estuviera adentro.
Había que acercarse con cuidado porque nadie sabía de qué manera arreglaba las cosas. Le traían personas después de pasar por el consenso de los más fuertes del caserío y sólo algunos podían ir a verla.
El miedo colectivo era que Lashira un día se fuera, o un día fallara, o un día dijera que no, o un día roto ese misticismo alguien la matara.
Sucedió una vez con una madre de cuarenta años- doscientos sobre la espalda, mil quinientos sobe los dientes y ovarios de mil guerreras- más o menos que parecía tener un ataque de locura, de epilepsia o algo así. Se la llevaron que casi no pasaba por la puerta y desparramaba castañazos a cualquiera que intentara sujetarla. La metieron en el cuarto y cerraron la puerta. Alguien quiso quedarse cerca, creo que era un hijo, pero el más guapote turno porque había el que más, pero ausente éste, había postas con sólo apoyarle una mano en la espalda lo alejó del lugar. La mujer entró a los tumbos, mucho no había para llevarse por delante.
Lashira solo la sujetó del pelo, oscuro y largo y la locura bailó a los gritos hasta cansarse. Sus manos en un intento de agarrar cualquier cosa se desesperaban peleando con el aire, pero no llegaban hasta ella.
Seis horas la tuvo encerrada. De afuera se sentían los gritos hasta que levemente empezaron a oírse unos gemidos. Después la dejó dormir sobre unos de los colchones viejos.
Cuando salió sus ojos estaban cansados, el color de su piel algo transparente y los kilos de más de su cuerpo parecían pesar poco. La esperaban dos comadres afuera y su diálogo además de fluido fue terriblemente mentiroso creyendo que contaba la verdad.
- Me dijo palabras indias, no sé a que dioses invocó, me hizo dar un montón de vueltas para un lado y para el otro cómo las agujas del reloj, después me tiró en un colchón y me hipnotizó. Le hizo prometer a mi cabeza que jamás, nadie sabría quien es el padre de Kevin. Así que en eso estoy salvada si me vuelve a hipnotizar, ya sé que no se lo digo a nadie.
- ¿y te puso alguna pasta porque ahí adentro parece no tener nada?
- Y dormida no lo sé y enfiló instintivamente por las calles finitas que llevaban a la propia.




Tal vez volver atrás a una noche de Callao y Alvear, en pleno centro de Buenos Aires con una llovizna que empinaba la barranca de Callao más hacia la derecha porque los edificios reflejaban unas paredes extrañas a los costados. Leila venía con unos de esos autos nuevos de luces amarillentas y ellos, la madre de anchas polleras y un chico cruzaban la calle con un carro de supermercado con las ruedas tan poco dóciles cómo suelen serlo.
Los cartones venían mojándose, de ahí el apuro y el choque. Todo saltó por el aire menos los cartones que ordenados y apretados ofrecieron una resistencia de quedarse como estaban.
La frenada fue rápida, el coche quedó torcido y la mujer de afuera en el suelo sin quebrarse las piernas, al menos una, por la cantidad de género que tenía su pollera. El bebe, con un llanto muy fuerte seguía dentro del carro del supermercado
La llovizna era lo que estaba por encima de todo pero no parecía. Todo se deslizaba bajo su matiz y la tragedia hacía otro dibujo, fue así que el niño fue levantado en un ataque de confusión y locura, en el medio de los gritos de la madre que decía que a un médico no por favor.
La mujer que manejaba abrió su impermeable como dos puertas y apretó contra su pecho al niño que sangraba sin parar, como si esa fuera la primer entrada a una posible mejoría.
La mujer de impermeable y pavor las subió al auto temblando invisiblemente.¨
- ¿A dónde quiere que la lleve?... el chiquito sangra mucho.
- A la treinta y uno. Y allí se dirigieron. El auto chocado anduvo cómo pudo pero la mejor hizo el camino hasta la villa de emergencia cómo si lo conociera.
Llegaron hasta una casilla de lata empinada un poco por la barranca.
En muy pocos minutos después del choque media villa sabía que el niño había tenido un accidente.
Una noche loba acostumbrada, con olor animal en el aire, turbio se respiraba y la figura hacía una silueta extraña en el equilibrio al bajar las barrancas en el apuro con el impermeable abierto. La sangre de la cabeza del chiquito nada se veía. Era demasiada grande la oscuridad para distinguir colores, más que ver había que tener apuro.
Desde el día que llegó supo que de ahí jamás se movería, aunque la dejaran irse.
Las posibilidades venían solas. No hay depredadora que busque.
Mercedes Sáenz

jueves, 18 de diciembre de 2008

QUIÉN SOLO DE NOCHE



No se despidió de su mujer después de cenar Tomó un sombrero y se tapò hasta la frente cómo si eso le permitiera pensar un poco menos. No hacía frío pero se puso lo más parecido sobre los hombros cómo si fuera una capa. Miraba su sombra por las calles vacías. Cómo un fantasma empecinado en encontrar a quién poder asustar para sacarse su propio miedoUn pueblo dormía con las cosas casi todas en su mismo lugar. Sombras y lunas no competían con nadie. Algún par de enamorados que ya se sabía jugaba al escondite de no ser descubiertos. Las voces de los animales, que a esa hora tienen voces, se oían de tanto en tanto.Sólo cuatro mil habitantes. No es número tan chquito para decir que en su estadística tenía el cero por ciento de desocupación.Su intendente salía de noche vestido de cuento y espanto.Sólo su mujer lo sabía que algo de televisión veía, tejía un poco y casi sin darse cuenta se quedaba dormida.Cero desocupación en un pueblo. Robar desde su intendencia no se robaba y mirar las alcantarillas y el titilar de amarillo los semáforos todas las noches cansa un poco.Es que duermen en paz.El miedo del hombre fantasma es que la única fábrica de maní que le había dado trabajo a todo el pueblo una noche desapareciera.Es que sucede en un pueblo de Córdoba dónde parece otra Argentina.¿Será por qué los santos más grandes, más hermosos, con el cincel más esmerado, hermosamente vestidos a los costados del altar se llaman cómo los que donaron una bellísima capilla? Para la iglesia no existen. Parece que sí para un pueblo que puede dormir en paz.
Mercedes SÁENZ

jueves, 11 de diciembre de 2008

RINCON DE PIEDRA



RINCÓN DE PIEDRA








Viene el viento tocando el hombro, empujando apenas con el aliento que no alcanza ni a moverle el pelo. Susurra palabras de algún coreuta desprevenido en un teatro primero mientras oye instrumentos que no conoce.
El aire baja por la cabeza cómo un manto sutil que nadie sostiene pero acompaña el paso de apuro hasta llegar.
Bordea la costa del río dónde Buenos Aires se pierda en pleno día.
Baja hasta las piedras gigantes que alguien ordenó con esmero, y se sienta a mirar dibujos parecidos a los laberintos de un mandala. Tapitas de gaseosa y de cerveza levantados de la desidia y del suelo en terminables caminos de colores aferrados a la muda y milenaria resistencia de la piedra.
Septiembre empuja hacia el río, involuntario, inocente. Y el día, todavía pleno día, estalla placenteramente hasta los ojos.
Un fuego prendido tal vez desde la noche, para asegurarse un lugar.
La mano tantea el recorrido del dibujo haciendo memoria y no es el mismo de ayer, ni la curva hacia la izquierda ni los últimos destiñes.
Parecen sin dueño mutar los dibujos por las noches.
Alguien le pide un cigarrillo y no sabe cómo hacer para decirle al cuidador del fuego y del rincón de piedra que quiere quedarse. Y mira el paquete y alcanzan.
Es que septiembre empuja hacia el río y alcanza sólo con quedarse, sentada, feliz sobre alguna parte del rincón de piedra.

Mercedes Sáenz

lunes, 8 de diciembre de 2008

ERAN PERSONAS


ERAN PERSONAS





Mi abuelo tenía una biblioteca importante, hombre del mil ochocientos, sus libros eran más antiguos todavía. Jamás pude tocar ninguno. Las tapas de cuero, los lomos en letras doradas y varios en idiomas que con el tiempo supe al menos distinguir. Dos cuartos de bibliotecas y un solo santuario prohibido para niños más que obedientes pero con la posibilidad de que algún resquicio de chocolate o de tierra de la que simplemente vuela pudiera existir en las uñas. Había una escalera enorme para llegar a los estantes. Jamás pisamos un escalón. Dicen los hijos de mi abuelo que todo lo había leído. Yo los miraba sin decir una palabra, pensando que ahí adentro, en esos volúmenes había personas, que eran ellos, los que por expresa orden de mi abuelo no podían salir de su lugar, como palomas obedientes en una pajarera. Que tenían mil voces repletas de alas para salir a volar y no lo hacían.
Imaginaba que cuándo quedaban solos conversaban entre si, cómo un irónico cuarto de Babel, entendiéndose, diciéndose cosas que sus lectores no se habían percatado. Hablaban de sus autores, de sus inmensas genialidades en sus oscuras debilidades. Algunos compadreaban por ser ejemplares únicos. Otros habían viajado kilómetros en demorados tiempos de la época para caer en los ojos ávidos del entendedor y después a un prolijo estante cómo un sarcófago de pie. Después de morir mi abuelo se donó intacta a un lugar que la mereciera. Pareciera que la familia no era acreedora de semejante maravilla.
¿Dónde pongo este texto ahora? ¿Asesinatos de papel? ¿dictadura de no poder elegir ? La familia estaba llena de lectores y de escritores y nadie hizo nada. Los dejaron ir, tal vez fue una manera de liberarlos, castigarlos cómo a personas por una obediencia ciega y debida a una cierta rigidez. Horarios de biblioteca en que a los libros les permiten las visitas casi cómo a los presos. Deje su documento por acá por favor, no entre con bolsas, haga silencio por favor. Nunca supe si ese silencio era para que los libros pudieran abrir sus voces para que la democrática invasión de los asistentes no hablaran de las peluquerías o de los pelos que perdió el perro mientras tenían abierto ante sus ojos palabras con sentidos maravillosos.
Más grande ya las bibliotecas en casa eran lugares desmembrados, libres tal vez, por semejante dictadura. Había libros por todos lados, sin orden alguno. Mamá en esas centenarias formas de paciencia nos daba para leer de acuerdo a la edad lo que creía que era bueno, ella nunca estaba sin leer, pasara lo que pasara, tejía sin mirar en sus pocos ratos libre con un libro abierto en alguna posición extraña sobre sus faldas.
Mi primera biblioteca fue ambulante. En las pocas oportunidades de quedarme sola, mi plaza era el piso de un cuarto muy grande, me sentaba en el suelo, rodeada por algunos especialmente no muy grandes. Algunos ya los había leído, otros no. Pero los hacía conversar cómo en pequeñas piezas de teatro. Abría alguno en una página y le contestaba con la de otro. Me sentía en una isla en que los mares eran sólo personas, personas con palabras que tenían para contarme los secretos propios y los del infinito A veces hacía trampa, los hacía dialogar en textos que conocía casi de memoria.
Un día crecí y las bibliotecas públicas llegaron a tenerme hasta cuatro horas seguidas sólo por placer.
En la mañana leve de vigilia y susurros, algunos elegidos están conmigo.
Son personas que tienen la virtud de saberme decir justo lo que quiero escuchar y eso no lo encontré en ningún otro lugar del mundo.
Después leer, cómo adulta, fue otra cosa, autor por autor, análisis de las textos, doble lectura, opiniones, preferencias.
Ningún autor, hasta ahora, me ha contado algún secreto al oído. Parece que ellos también crecieron y se olvidaron de nuestra complicidad.
Todavía los espero disfrazados de duendes y de música.

Mercedes Sáenz

lunes, 1 de diciembre de 2008

UNOS MATES A LA TARDE


UNOS MATES A LA TARDE




La ayudaron a levantarse del piso, cómo a una herida que no sabe en que parte del cuerpo la tiene. La ayudaron a caminar sin que abriera la boca ni los ojos. Una vez adentro la acostaron en una cama, se dejó atender sin decir una palabra por una mujer que después confirmaría que era tan dulce cómo ancha y por una chica apenas pasada la adolescencia que parecía manejarse con mucha soltura y decisión. La lavaron cómo a un Cristo, pasando trapos limpios y tibios por sus heridas. Con una suavidad puntillosa, cirujana, sin presionar fuerte sobre las heridas.
Le pusieron una almohada en la espalda para levantarla levemente. Unas manos le sacaron la tierra pegada de los ojos y en la contractura de la cara se notó que intentaba abrirlos. Logró abrirlos ante unas caras que le parecieron llenas de amor.
Le acercaron algo tibio con gusto a casi nada por miedo a que su estómago no resistiera. Lo bebió despacio pasando suavemente por la garganta el primer alivio que caminaba por dentro.
Primero dijo “gracias” cómo pudo y después en un hilo de voz pidió mate.
Una de las mujeres se apuró en prepararlo y después de meter la bombilla de metal se acordó que en alguna parte tenía las de plástico descartable. La cambió por una de ellas pensando que la boca herida la recibiría con mayor facilidad.
Le pusieron otra almohada debajo del brazo y fue tomando uno a uno sin decir una palabra.
Se sucedieron así en el más absoluto silencio. No sabe cuántos mates se tomó. La largura de esta mujer despistaba y su color gris en tremenda largura.
Se advertía en la cara una sensación de paz y la creyeron dormida.
La dejaron sola en el cuarto sin ponerle nombre a su anonimato.
Ella había salido a tomar unos mates a otro lado, pero la violencia del conurbano abre más sucursales que los monopolios.
La dejaron dormir, era demasiado linda para soportar las preguntas sobre una violación masacre de la policía.
Cuándo despierte tal vez, cuando despierte. Cuándo la luna vuelva a hacerse paloma.

Mercedes Sáenz