miércoles, 24 de noviembre de 2010

A PENAS YA, APENAS UNA IDEA



MUCHAS SON LAS SOMBRAS, MUCHAS LAS IDEAS, A TODAS MIS SOMBRAS Y A TODAS MIS IDEAS, POR AL SÓLO HECHO DE HABER SIDO, LES DESEO LA MEJOR VIDA QUE PUEDAN TENER.
HASTA OTRO PRONTO.


APENAS UNA IDEA

demorarte duele,
pensarte allí, después de volver la hora,
la misma de ayer, quieta y ambigua.

otra vez el cuándo
mi tierra tiembla
y después esa meseta,
ese campo raso en dónde los pies inmóviles
quedan solos arriba del pasto
sin mi.


me hace bien pensarte
aunque no sepa qué hacer con vos.
ignorar siempre antes que todo
pero me hace estar viva,
saberme.


juega la luz y te hacés mármol
piedra y barro,
hilitos

y no aprendí a conjugarte
y vos menos un tampoco.

Mercedes Sáenz

lunes, 22 de noviembre de 2010

DESCONOCER



DESCONOCER

Estoy aquí, invocando a los dioses que aún permanecen debajo de la tierra, imaginando un azul maya, más profundo que los mayas todavía.
Por unos días los poetas de mis amores han quedado en los costados oscuros de mi cama,
Un leve movimiento diario, caricia imperceptible de la punta de los dedos en los libros… están allí, siempre, dónde nos abandonamos.
Se han detenido mis guerras, los amores no pueden hablarse, Kayyam ha vuelto a su siglo, los latinos hablan otros idiomas, un efímero soplido intenta volarme parada en la curva de un junco más liviana que una libélula.
Es una defensa contra el dolor dice Biön y dibuja mi arquetipo invocando imágenes de la infancia … una conducta de orden
silenciosa que no siempre se advierte.
El sentido de la palabra de Heráclito, verdad, ser, realidad.
En el medio del silencio de un libro que no puedo soltar y del que no entiendo nada, desmenuzo a Jung y con el aliento tibio de Freud desde su contratapa.
Estoy aquí, como un pan de avena olvidado en la mesada, oscureciendo de a poco, precipitándose a toda esa geografía molecular que ni siquiera conozco.
Estoy aquí, prisionera de la avidez de saber, saber… sin entender.
Estoy aquí, dónde danzan los átomos detrás de la negrura de lo que ignoro, estoy aquí, parcela de mí o toda.
Aprendiendo a desconocer. Pero la palabra de tantos autores me hace feliz, aunque igual desconozco.


Mercedes Sáenz

sábado, 20 de noviembre de 2010

LA TORTUGA ESCOCESA

PARA MI HERMANA DOLORES SÁENZ


LA TORTUGA ESCOCESA


Era la menor de cinco mujeres,flanquada por nueve hermanos,el mayor hombre, también los últimos tres.
A las mujeres nos vestían de escocés y por ser la menor, se ligaba todas las polleras que por tamaño venían del resto de nosotras. Le costaba caminar porque su tierna redondez la hacía girar más por el mundo que sostenerse sobre sus propios pies.
Cuando intentó dar sus primeros pasos, se caía al suelo, le costaba darse vuelta, pararse y volver a empezar como si nada hubiese pasado. Decíamos jugando, igual a las tortugas. Le decíamos Lola y pocas veces por su nombre verdadero.
Teníamos un perro ovejero alemán adiestrado y buenísimo, casi daba pena el concepto de obediencia debida que le había sido incorporado. Sabíamos que sobre él había caído porque volvía de sus recorridos, de un pasillo que entonces nos parecía largo, con las mangas mojadas. Jamás la mordió. Solamente le avisaba que en determinado rincón debía pegar la vuelta, porque el tamaño del perro para Lola era como caerse en la mitad de la popular de la Cancha de Boca.
Y es a propósito que escribo la palabra Cancha y la palabra Boca.
En esa selva inmensa que era nuestra vida, empezó bastante silenciosamente a abrirse paso y su cuerpo y su cara, tal vez la convirtieron en la más linda de todas nosotras.
No existía el azul en nuestros escoceses sin embargo con una letra bastante particular, escribió una simple composición para el colegio, que se llamaba Azul.
Ojalá yo la tuviera. Y por sobre todo, haber tenido esa facilidad para describir con tanta sencillez e inteligencia algo tan infinito e inatrapable como el Azul.
La vida la atrapó en un cuerpo fuerte y menudo, le dio la boca más linda que hayas conocido y un cerebro que no puedo definirlo con la exactitud que quisiera porque aún no deja de sorprenderme.
Un día volvió de colegio, esta vez con una obligatoria pollera gris y dijo que quería ser psiquiatra. Después de haber sido una buena alumna y de haber hecho las averiguaciones que la facultad le exigía, volvió a casa diciendo que para ser psiquiatra, primero debía recibirse de Médica.
Con la misma simpleza que describió el color Azul, dijo, estudiaré primero Medicina, tan luego. Y lo hizo, acompañada de un mate y de noches eternas con poca luz, y libros que eran más grandes que sus antebrazos.
Poco daba el sol en esa cara porque las horas de estudio se lo llevaban todo.
Yo no entendía como hacía cuando tenía un casamiento o algún evento especial con el que siempre fue su novio en esa época, porque salía de ese cuarto, toda vestida de negro, a veces, con pañuelos de lentejuelas en la cabeza, igual que una diosa chiquita y menuda, con una fuerza y una luz que no coincidían con el encierro de las horas de estudio. Sólo decía: “de negro y algo de pintura no se nota que el sol no ha pasado por mi cuerpo”. Decía que habría tiempo. Y se lo tomó.
No conocí a nadie que recorriera las letras de los libros de cualquier tema, con la misma facilidad que discurría y analizaba los idiomas del cerebro.




No conocí a nadie que tuviera tanta fuerza en un envase tan pequeño, ni que en esa fuerza pusiera tanta ternura cuando indefectiblemente toda esta gigante familia de enredos, la consultaba por los temas más difíciles o más triviales.
Cambiaba el tono de voz, se inclinaba si hacía falta hacia el problema o se montaba en un ejército de elefantes orientales para ponerse a la altura de las circunstancias.
Nunca supe si usó la sabiduría de las tortugas o le llegó desde el universo una caparazón transparente que la hizo convertirse en la mujer que es hoy.
No sé si esa caparazón le pesa o simplemente ya la lleva puesta como la capa de una imaginaria heroína, ya que cualquier cosa que pasa, valga la rima, en casa se dice “preguntale a Lola”.
No sé si pertenece del todo a este planeta porque cuando dice o hace cosas geniales, y uno le pregunta quién lo dijo, de dónde lo sacó, en que libro lo leíste, cómo lo conociste o un complicado por qué, simplemente dice “no sé”, alguien me lo debe de haber soplado, como de banco a banco, a escondidas de un gran maestro.
Yo tengo la suerte de tenerla de hermana.
Mercedes Sáenz.

sábado, 13 de noviembre de 2010

POR AHORA




Se bajó del colectivo, arrastrando un poco los pies cansados.
Por las bolsas que llevaba se le juntaban las rodillas al caminar. El peso se desplazó hasta los codos y con ninguna mano libre se corrió el pelo de la cara, que le llegaba a los ojos.
Terminaba el día sin su propia sombra, y los ojos veían ese minuto sagrado en donde todo enmudece y pareciera que se perdiera el aliento, que todo va a respirar por última vez porque la luz se escapa en ese minuto de silencio, ese, que concede la luz antes de llevarse lo que toca en honor a la cosas que van muriendo, después de recorrer su inventario. Les deja apenas un contorno difuso, hilvanado contra la oscuridad.
No podía volver a casa después de haber sacado un billete de seis números del tercer cajón del escritorio de la que le dicen Cuqui, la del escritorio del fondo, la que la otra semana −ella sabía− había salido a escondidas con su jefe.
Ella también había salido con él, no hace mucho, de vestido blanco y tacos altos, con el pelo rubio recién estrenado, con la mejor sonrisa colgada de su brazo, con velas de colores y manteles lacios. (El esmalte de sus uñas color claro, era lo más oscuro entre su hombre, su noche y su vaso).
La noche llegó y, como una isla tosca, la plaza. Se sentó en un banco negro de cuatro patas, de acero trenzado y un respaldo blando. La luz alta de un farol francés dibujaba en el piso una lívida rayuela donde los pies, alguna vez chiquitos, bajo el sol, jugaban a llegar al cielo.
Se fue la luz pero quedaba el viento, a soplidos tartamudos sobre su cuerpo, como la mano distraída de su hombre, que dibujaba letras y bailaba geometrías con índices y pulgares sobre su piel de colores.
Por primera vez levantó la cabeza y quedó por ahi su perfil sin que lo viera nadie. Un árbol amable desde su enorme estura le tocó la frente, despeinó claridad, y el llanto bajó sin apuro por sus pómulos sin pintura. ( Cuqui, despacio, la descascaraba)
Se guardó un billete de seis números que ahora tenía en su mano, y gritaba por encima del mundo un oscuro 23 entre otros que nada decían, del mismo color y del mismo tamaño. (Cuqui debía cobrarlo al día diguiente)
Se acomodó en el banco; ese número era su aniversario. De noches de promesas, de juegos de amor y de labios temblando. (Cuqui ahora tenía su propia fecha. No sabía si estaba escrita en ese papel). (Cuqui sabía que ella era la única que la había visto guardarlo)
La noche enmudece flores y arbustos y la fuente salpica no sabe qué colores sobre el corazón incienso, plata, rosado.
Un hombre cualquiera se acercó.
- No puede dormir aquí −le dijo sin ver su cara.
Para atrás calló el pelo rubio y la dignidad. Sólo las pupilas plateadas. Lo miró fijo, le dio el billete y dijo:
-Por ahora, no puedo volver a casa. (Por ahora dijo, sabiendo que jamás lo haría)

Mercedes Sáenz