jueves, 24 de diciembre de 2020

MULA POR CABALLO

 MULA POR CABALLO

CUADRO DE MARCELA BAUBEAU DE SECONDIGNÉ


Le converso Tata cómo todas las navidades, cambiando un poco a veces el tono, porque después del seis de enero es para empezar si usted lo dispone, otra vez la vida de vuelta.

Yo sé que Usted anda por tantas partes con tanto por hacer especialmente en estos pagos, que creo que si le hablo también es una manera de que se acuerde, que se le haga más fácil.

Eran tiempos en que los colores de las montañas aún no se habían bajado de mis ojos, muy al sur desde dónde usted mira el mundo. Era nómade en ese entonces. Supe de tener familia pero la tierra brava suele llevarse hasta eso. Y ha quedado arropada cómo se pudo con una cruz hecha de piedra. La piedra que usted hizo no suele moverse, salvo que el golpazo venga desde muy abajo y todo tiemble. Las piedras le hacen caso… sólo a Usted le tienen miedo.

Es cuándo solo uno se siente bastardo, cómo si no lo hubiera parido esta tierra. Me sobra espacio para escapar, pero ya debe de saber usted que no son mis ganas.

-¿Se acuerda de mi rancho Santo Dios? Es sólo un cuadrado pero con la modernidad de que el baño hace ya dos años que lo hice adentro.

El piso es de tierra, pero no es por no haber querido ponerle piedras. Cuándo  estiro las piernas porque empieza a endurecerse mi espalda (no ensucio las alpargatas), es la forma que tengo en estos fríos de poder estar descalzo.

Voy a pedirle lo mismo que todos los años, que los álamos no se caigan, que no se me nublen los ojos cuándo esquilo las ovejas, que no me enoje tanto cuándo el viento me envuelve cómo si fuera a llevarme para los cielos suyos, porque creo que todavía tengo mi cielo acá mientras pueda mirarlo.

Que la próxima vez que vaya hasta el pueblo estén los que estaban y si usted puede, que a ninguno le falte nadie.

Hoy hice todo temprano. ¿Me vio cortando la leña mucho antes del sol? Traje el agua para el baño y preparé la comida.

Elegí quedarme en un rancho al borde de un río color pupila, que toma con los ojos todos los colores que conozco, y así cerquita del suelo puedo verlo, amable y caprichoso, no se va de dónde lo pusieron.

Sé que está soplando el viento, pasa por debajo de la línea de mi puerta. Mueve apenas la tierra del piso.

 Como todos los años voy a empezar a empilcharme para su fiesta. La camisa blanca no envejece porque suele tener siempre alguna prenda encima. Las alpargatas recién lavaditas… Los pantalones que son mi lujo, renegridos de un principio, sí van goteando tiempo. Sabía vestirme en la época de los ingleses pero ahora alrededor del cuello uso algo más tibio, que lo sienta más tibio.

En mis épocas de ayudante en los ferrocarriles,  estudiaba pero aprendía poco, no pasé ni el yes, que se los decía con la cabeza, para arriba o para los costados.

Ya pasé por muchos años y nunca me amigó la política, ni las componendas y más de una vez me han hecho pasar por zonzo, decían que ni amigos tenía, pero yo sabía, que Usted estaba.

Acepté siempre lo que me dio cómo lo da un amigo y lo que no me ha venido sabrá usted de sabio nomás.

La cacerola de hierro pesado está quieta sobre un enrejado, tapada cómo si guardara secretos... como si otras manos la hubieran llenado.

Solía tirar arriba del fuego alguna que otra cosa de carne pero mi perro hasta sabe llevarse el pescado. Nunca pude pegarle porque es en lo único que no obedece

Me han quedado pocas cosas de mis otras vidas, de las que alguna vez me hicieron estudiar casi a los golpes. Pero el catecismo me lo enseñaba mi vieja en unos libros chiquitos de colores y dibujos, más dibujos que letras y ella decía siempre que cada navidad uno nacía de nuevo para volverse más bueno.

Ya se hace la nochecita.

Me voy entonces a buscarlos, al chiflido nomás me siguen a paso corto. La más difícil de entrar es la mula, que siempre desconfía al pasar por mi puerta y algún par de pataditas tira, casi de saludo nomás, porque no le pega ni al barro de las paredes. La vaca y la oveja son dos niñas parecidas a las que alguna vez vi en alguna estación de tren, caminan pegaditas ignorando sus ancas cómo las niñas que tapan sus caderas con vestidos de telas generosas.

Mucho tiempo me llevó acostumbrarlas para no pasar la noche de Navidad solo.

Tata, acá no puedo armar un árbol.

A cuarenta leguas tengo el pueblo más cercano y el carro cuándo me lleva si usted viera la cara al caballo… Parece que no me mirara por dos días después.

En estos tiempos más se enoja porque hago entrar a los otros animales dentro del rancho pero en su pesebre me dijeron que no había caballos.

La mula anda media vieja ya, quería preguntarle si en caso de que el año que viene me faltara, usted me daría permiso para que entre el caballo. Lo empiezo a acostumbrar cuándo haga frío y en caso de necesitarlo... Digo, es lo más parecido, la mula no voy a poder cambiarla por otra, pero un caballo tal vez sí.

Paso la noche en la silla grande, con guitarra y un vino muy largo que hace luces contra las brasas y es lo que quedo mirando cuándo los animales ya se ubicaron quietos.

Eso de acostarme en la cama sería una irreverencia al pesebre de cuándo usted era niño. Velas se suele tener en estos lugares y ya las dispongo cerquita de la virgen mía. Me perdonará seguro si se acaban antes de las luces que por horas me dibuja el vino. Eso me hamaca en recuerdos, les hablo un poco bajito a los pobres animales cuando ya les saturó el canto.

Ya se hace la nochecita, voy a echar un silbido largo.

En realidad que le voy a andar con vueltas mi querido Santo Dios. 

Usted ya sabe que la mula más temprano la he visto tiesa y que con su permiso voy a demorarme un poquito porque voy a tratar de hacer entrar al caballo.

Se hace la nochecita pero le juro, que hasta dentro del rancho, todo se hace más oscuro.

Mercedes Sáenz


sábado, 12 de diciembre de 2020

NADIE HASTA MAÑANA






 NADIE HASTA MAÑANA

Su marido viajaba en aviones que jamás llegaban ni en fecha ni en horario.

La persona que vendría a hacerle compañía avisó que le era imposible llegar ese día, al día siguiente temprano tal vez, pero Cris a nadie le dijo que se quedaba sola con su ceguera.

Conocía su casa absolutamente de memoria, sabía que casi todo era blanco, que alguien durante muchas horas se ocupaba de dejar todo  impecable y siempre las cosas en el mismo lugar antes de retirarse a la noche.

Se levantó esa mañana, tocó el aire cerca de su muslo y el vacío le extrañó. Tal vez esté afuera pensó con cariño, cuando duermo sale a veces porque sabe entrar solo, en cuánto oiga que me moví aparecerá.

Con los pies buscó las pantuflas blancas, se desenredó el camisón de atrás de sus piernas y se levantó a hacerse un té.

Con la mano entera eligió una taza y hundió sus dedos dentro para medir su profundidad. Era la misma taza, pero cualquiera puede confundirse. Esa frase más de una vez taladraba su cerebro. Se había quedado ciega porque un auto la atropelló y cualquiera puede confundirse. Y una vez también por no poner un plato arriba de la taza para calentar el agua en el microondas, junto con todo lo que le ponía a su té, en el primer sorbo escupió una cucaracha.

Había cosas que trataría de que no le pasaran de nuevo, aunque cualquiera pudiera equivocarse.

Apenas unos minutos y nadie tocó su muslo, ni estaba ese olor en el aire, ni el ruido de estar viniendo, imperceptible contra el piso, porque prolijamente le cortaban las uñas.

- As, -dijo en el medio del silencio. No importaba el zumbar del microondas ni algún ruido que llegara de afuera.

- As, -repitió suavemente con la voz trabada del miedo de advertir esa ausencia por primera vez desde esta vida.

No volvió a llamarlo.

Caminó hasta la cocina el trayecto de memoria arrastrando los pies sin levantarlos del suelo, así le habían enseñando a caminar cuándo los lugares eran nuevos y su perro no existía.

Los pies de Cris tropezaron y sintió que el corazón se disparó- seguramente para no volver- y su lengua no se movió. Los ojos se cerraron, era lo mismo tal vez, pero se cerraron llorando antes de saber.

Se inclinó hasta arrodillarse ignorando el camisón que entorpecía. Las manos desesperadas recorrieron pelo y contrapelo el cuerpo entero intentando reconocer algún signo vital o alguna excusa,  algún motivo que diera razón a semejante quietud, que algo se moviera para que todavía no fuera la muerte. Ojalá esta vez se equivocara, pero esa es definitoria y tozuda cuándo decide llevarse el aire.  No había heridas, en el perro.

Ahora se sentó en el piso y lloró no sabe cuánto.

No buscó ningún teléfono, ni siquiera los ya tenían el discado directo para socorrerla en sus previsibles urgencias.

Lloró no sabe cuánto mientras le hablaba bajito con la mano cóncava cerca de las orejas contándole el último de sus secretos.

¿Se imaginó sacerdotisa intuyendo un rito? Buscó una pala chiquita, sin punta filosa, esas de hacer canteros,  y se sentó en el jardín. Extendió las piernas y marcó con las pantuflas el perímetro que creía necesario.

Sintió que la noche caía dos veces, aunque haya sido una sola. Cuándo estando de pié el pozo le llegó a las caderas, se aseguró que la tierra no se hubiera desparramando muy lejos. Lloró no sabe cuánto cuándo el perro quedó adentro sin  saber nunca qué salpicó la pala  a mitad de camino.

Amanecían los ruidos y cruzó por la cocina con el paso seguro de saber andar a ciegas mientras la tierra iba cayendo de su cuerpo. Con torpeza quiso detenerse en los empeines pero sólo consiguió aferrarse con fuerza en el pelo.

Se sacó el camisón antes de meterse en la cama a esperar  que alguien llegara a hacerle un té. Ensucié todo-pensó- pero cualquiera puede equivocarse y siguió llorando nomás, tanto.

Mercedes Sáenz


viernes, 13 de noviembre de 2020

DECIR CÓMO, DECIR QUÉ

 DECIR CÓMO, DECIR QUÉ




 





Atendía su consultorio con esmero y un cierto grado de alegría. Era psicóloga y se llamaba Andrea.

Por las noches se sentaba en una silla sola frente a un público numeroso y esperaba que creciera el silencio absoluto y entonces desde esa silla, iluminada por una lámpara derecho a su cabeza, se separaba el pelo en hermosas colinas que descendían sobre su cara como un torrente de agua incierta, y se convertía en la imagen de lo que estaba dispuesta a contar.

Música, sonido del viento, olores, tristeza y alegría, cabían debajo de sus párpados, al cerrarse o al abrirse o al dejarlos quietos como dos mariposas de arena.

En sus narraciones podía llevarte a un pequeño pueblo de Turquía, descalza por el sur argentino o marearte en un barco holandés,

Desde la misma silla podía ser una inmigrante con un vestido gris esperando en Retiro que la pasen a buscar, las piernas cruzadas y las manos escondiendo todas las expectativas sobre sus faldas.

Si se ponía de pié podía ser una estatua perfecta. Si osaba mover los brazos, era como un flamenco sobre el agua plateada. Tremenda la dignidad de su cuello, para ser un perfil que duraba sólo unos segundos.

Algunas de sus historias eran de autores famosos o no, de las Mil y una Noches, de gente que esperaba en el subte o de amores que volaban y morían.

Una noche yo fui sola. Tenía ante mí una copa de buen vino que convidaba la casa. No la toque por no romper el juego de luces que había sobre ella, siempre pensé en el vino tinto cómo la sangre y el en vino blanco, lágrimas.

Esa noche, Andrea con una copa de vidrio en la mano contó una historia árabe de las más sugestivas que oí en mi vida y un aplauso insistente y continuo provocó que algunos reflectores se prendieran.

Ella no se movió agradeciendo al público que estaba casi todo de pié. Giró lentamente su cabeza hacia la izquierda y una luz indecisa la iluminó levemente amarilla. Brillaba su pelo pero sobre nosotros el silencio negro.

Su cara, mezcla de cera e incienso, como una virgen legendaria.

-Viene a cuento- dijo lentamente, levantó las manos y las cruzó como una paloma sobre su pecho. No movió sus párpados y dos lágrimas gruesas le cayeron de los ojos. Miró fijamente un sólo lugar y dijo con ternura-

- Yo tenía un amor que se llamaba Javier…


Sólo de unas de sus manos salía sangre cada vez más roja que entraba por la manga negra de su vestido y se deslizaba por sus dedos con una lenta velocidad maldita.

Estoy muriendo por la mitad- dijo sin bajar la cabeza.

Nadie se movió.

Era una estatua doblada en dos cómo un libro, la curva de su espalda una línea recta y ahora la sangre corría por sus piernas.

La cara de Andrea desaparecía en capas transparentes. Y sus ojos cerrados. Su brazo, el del tajo alevosamente abierto, quedó suspendido en el aire como un adiós imperceptible, como si de un bote tocara el agua con la punta de los dedos. Con algún Javier, supongo, salieron de la luz y de mí para siempre.

No me moví ni tomé la copa de vino. Cuándo pude levantarme supe que cómo un ciego para siempre llevaría esas voces conmigo.

Mercedes Sáenz


jueves, 29 de octubre de 2020

LA SILLA


         

CUADRO DE MARCELA BAUBEAU DE SECONDIGNÉ 


 LA SILLA



No es fácil olvidar lo que ocurre debajo de los flequillos, cuando los ojos asoman apenas y uno deja entrar los pensamientos sin saber que hará la cabeza con ellos.

En esa época de alguna manera todos teníamos flequillo.


Veníamos del sur de un campo en Comodoro Rivadavia. No fue difícil Buenos Aires en esos años, colegio a media cuadra, todos con delantal blanco, palmeras en el jardín, pájaros y peces y el mejor humor que a esa edad se puede conocer.


Tenía once años cuando me pidieron por primera vez que dijera un verso el 17 de agosto

-Papa tengo fiebre

-La fiebre es una sensación térmica m´hija y el miedo no. No se levante de esa silla hasta que haga correctamente el verso de mañana.

-Quiero diez minutos para pensar, dije.-

-Cómo no, - contestó- pero que sean los mejores de su vida, porque tengo poco tiempo.

Yo tenía once años, una silla, y tres minutos para convencer a ese padre que parecía salido de una enciclopedia cualquiera.

Me encerré en el baño y me acosté en la bañadera como en una hamaca paraguaya. Las manos detrás de mi nuca me daban la impresión de estar pensando como los inteligentes. Empezaron a aparecer palabras, pero papá era escritor y sabía como usarlas para sostener sus argumentos.

Ya eran las 18.30. Si lograba que ese señor padre cambiara de opinión me eximía de ese aparato docente organizativo cada vez que había un acto. Este era peor, porque yo actuaba.


Pero sólo tenia una silla (actriz yo no era) y un espectador que hacía de juez y jurado.

Salí del baño sin que me viera, me puse el delantal planchado con almidón, las medias hasta las rodillas, la escarapela y prolija las colitas de caballo.

No lo llamé.

Llevé la silla hasta donde él estaba y me acomodé sentadita como una secretaria en entrevista nueva.

Mi postura se deshizo poco a poco. Mis brazos fueron enormes horizontes. Mis manos y mi cuerpo hablaban historias. Sentí todos los cielos cuando crucé la cordillera. Un balazo a mi caballo y no me dieron otro. Sostuve la escarapela en un nido de patria nueva.

Dí vuelta la silla y puse mi cuerpo apretado entre las patas de madera y lloré no muy silenciosamente sobre los duros mares que me llevaron a morir a Francia.

Nunca dije una palabra. Papá tampoco


Al día siguiente en el colegio lo ví en primera fila.

En el momento de subir al escenario pedí una silla. Pareció algo confuso pero me la dieron.

Sabía que un espectador tenía miedo pero yo tenia once años.

Me senté en el borde derecha y prolija y dije con voz fuerte: “Padre nuestro que estás en el bronce y en la primera fila también” y seguí con mi texto de manera enfática y como mejor lo creí conveniente.

Después llegó un 18 de agosto cualquiera.


Mercedes Sáenz

viernes, 23 de octubre de 2020

LA TORTUGA ESCOCESA

 

PARA MI HERMANA DOLORES SÁENZ





LA TORTUGA ESCOCESA



Era la menor de cinco mujeres, flanqueada por nueve hermanos, el mayor hombre, también los últimos tres.

A las mujeres nos vestían de escocés y por ser la menor, se ligaba todas las polleras que por tamaño venían del resto de nosotras. Le costaba caminar porque su tierna redondez la hacía girar más por el mundo que sostenerse sobre sus propios pies.

Cuando intentó dar sus primeros pasos, se caía al suelo, le costaba darse vuelta, pararse y volver a empezar como si nada hubiese pasado. Decíamos jugando, igual a las tortugas. Le decíamos Lola y pocas veces por su nombre verdadero.

Teníamos un perro ovejero alemán adiestrado y buenísimo, casi daba pena el concepto de obediencia debida que le había sido incorporado. Sabíamos que sobre él había caído porque volvía de sus recorridos, de un pasillo que entonces nos parecía largo, con las mangas mojadas. Jamás la mordió. Solamente le avisaba que en determinado rincón debía pegar la vuelta, porque el tamaño del perro para Lola era como caerse en la mitad de la popular de la Cancha de Boca.

Y es a propósito que escribo la palabra Cancha y la palabra Boca.

En esa selva inmensa que era nuestra vida, empezó bastante silenciosamente a abrirse paso y su cuerpo y su cara, tal vez la convirtieron en la más linda de todas nosotras.

No existía el azul en nuestros escoceses sin embargo con una letra bastante particular, escribió una simple composición para el colegio, que se llamaba Azul.

Ojalá yo la tuviera. Y por sobre todo, haber tenido esa facilidad para describir con tanta sencillez e inteligencia algo tan infinito e inatrapable como el Azul.

La vida la atrapó en un cuerpo fuerte y menudo, le dio la boca más linda que hayas conocido y un cerebro que no puedo definirlo con la exactitud que quisiera porque aún no deja de sorprenderme.

Un día volvió de colegio, esta vez con una obligatoria pollera gris y dijo que quería ser psiquiatra. Después de haber sido una buena alumna y de haber hecho las averiguaciones que la facultad le exigía, volvió a casa diciendo que para ser psiquiatra, primero debía recibirse de Médica.

Con la misma simpleza que describió el color Azul, dijo, estudiaré primero Medicina, tan luego. Y lo hizo, acompañada de un mate y de noches eternas con poca luz, y libros que eran más grandes que sus antebrazos.

Poco daba el sol en esa cara porque las horas de estudio se lo llevaban todo.

Yo no entendía como hacía cuando tenía un casamiento o algún evento especial con el que siempre fue su novio en esa época, porque salía de ese cuarto, toda vestida de negro, a veces, con pañuelos de lentejuelas en la cabeza, igual que una diosa chiquita y menuda, con una fuerza y una luz que no coincidían con el encierro de las horas de estudio. Sólo decía: “de negro y algo de pintura no se nota que el sol no ha pasado por mi cuerpo”. Decía que habría tiempo. Y se lo tomó.

No conocí a nadie que recorriera las letras de los libros de cualquier tema, con la misma facilidad que discurría y analizaba los idiomas del cerebro.


No conocí a nadie que tuviera tanta fuerza en un envase tan pequeño, ni que en esa fuerza pusiera tanta ternura cuando indefectiblemente toda esta gigante familia de enredos, la consultaba por los temas más difíciles o más triviales.

Cambiaba el tono de voz, se inclinaba si hacía falta hacia el problema o se montaba en un ejército de elefantes orientales para ponerse a la altura de las circunstancias.

Nunca supe si usó la sabiduría de las tortugas o le llegó desde el universo una caparazón transparente que la hizo convertirse en la mujer que es hoy.

No sé si esa caparazón le pesa o simplemente ya la lleva puesta como la capa de una imaginaria heroína, ya que cualquier cosa que pasa, valga la rima, en casa se dice “preguntale a Lola”.

No sé si pertenece del todo a este planeta porque cuando dice o hace cosas geniales, y uno le pregunta quién lo dijo, de dónde lo sacó, en que libro lo leíste, cómo lo conociste o un complicado por qué, simplemente dice “no sé”, alguien me lo debe de haber soplado, como de banco a banco, a escondidas de un gran maestro.

Yo tengo la suerte de tenerla de hermana.

Mercedes Sáenz.

miércoles, 14 de octubre de 2020

Y SI NO VUELVO A VERLO?

 








                                                       Imagen de Marcela Baubeau de Secondigné


Y SI NO VUELVO A VERLO?


Esto fue así, así cómo lo digo.

Era la primera vez que lo veía por aquí. Venía caminando en un día de bastante frío, con un buzo oscuro y nada más que se viera. Un poco los ojos dieron vueltas para arriba, no sé si miraba el cielo o la parte de arriba de la pizzería en dónde yo estaba trabajando.

El sol a mí me daba tibio lindo sobre el vidrio.

Se paró entre un poste de luz de la esquina y un árbol pegadito que en esta época se pone totalmente colorado. Exactamente al lado de un basurero de hierro con tapa del tamaño de un baúl grande. Más grande que él.

Lo miré un momento y le sonreí. No contestó a mi saludo. Miles de razones deben de haber habido de las cuales algunas se me cruzaron pero seguí escribiendo sobre una máquina que es lo que en ese momento estaba haciendo.

Cada tanto cruzábamos miradas muy cortas, no sé cómo era la mía, pero las de sus ocho años, le calculo, eran cómo si no me viera.

No oí el ruido pero mis manos se levantaron de las teclas en el momento en que la tapa del basurero se cerraba sin nadie del lado de afuera. Nadie en la esquina.

Me levanté con la velocidad que pude pues no alcanza la claridad para pensar todo junto, son sólo unos metros nomás, sólo unos metros, sólo unos metros…

Abrí la tapa intentando ignorar su peso y desde adentro, cómo un gatito asustado, saltó con un embrollo sostenido en las manos y un pedazo de bolsa negra de residuos rota, que se voló de uno de sus hombros.

No quise gritar para que no pensara que era un reto. Dije un tonto “vení por favor” pero corrió cruzando en diagonal el asfalto por dónde circulan toda clase de motores en ambos sentidos.

Lo vi doblar en la esquina creo que, para que no se le cayeran las cosas que tenía dentro de su buzo enroscado cómo una bolsa. Se le veía la piel de la panza.

La tierra quieta por arriba del mundo, dónde todo no parece pasar.

Si no vuelvo a verlo, mi llanto no sería ni un pobre signo menos…


Mercedes Sáenz


jueves, 8 de octubre de 2020

SILBIDO





Cuadro de Marcela Baubeau de Secondigné

SILBIDO

El hombre bordeó con la cadera la mesada de la cocina. Eligió el paquete que abriría y el aroma de café bueno. Soltó despacio un silbido de su aire poco para espantar el silencio con un sonido de color que se huele hasta en la piel y pasa por la garganta en el primer minuto de la mañana.

Sus palabras ya quedaban cortas y los adjetivos solos. Ya no le era compañía contestarse. Las ideas claras, las pocas, se fatigaban cómo mujeres sosteniendo una red de pesca.

Su única propiedad privada era una maceta apoyada en el piso, no muy grande, para poder trasladarla él solo hasta cualquiera de sus lugares pequeños.

Nunca le puso nombre pero la paraba frente a lo que estuviera haciendo. Alguien que lo mirara cuando el espejo ya se vuelve borroso y mudo. Las hojas de tanto en tanto aleteaban con alguna ventana abierta.

El hombre bordeó la parte más finita de la cocina, esa que todos los días se achicaba un poquito y con el tranco y el pantalón empujó sin querer la maceta al piso.

Se inclinó hacia el suelo y emitió un sonido, (un respiro piadoso cómo los de hospital cuándo no es la muerte.)

Sobre la tierra esparcida una lombriz de mil cinturas surgió de la negrura fresca, bailando o nadando en sólido, pero quiso el hombre creer que eran movimientos felices.

Caminó despacio hasta la mesa de luz y sin sacar el cajón vació las cosas que tenía adentro. Lo llenó de diarios alisaditos del tamaño justo y con una taza fue juntando tierra de la maceta hasta cubrir una capa que lo dejó contento. En el último acarreo llenó su mano, la que tiembla menos, y levantó con ella la lombriz que esta vez dejó de bailar y se quedó quietita. Cuándo la encerró en el cajón emitió un silbido cancionero. Se preguntó sin tan chiquito escucharía uno igual cuándo con tierra en el bolsillo del saco lo llevara a cobrar su jubilación o de paseo.

Volvió a la cocina, trastabilló con la planta que ignoraba que moriría y sin querer con el pie le movió una de sus hojas.

Es un hombre que cada tanto tropieza con la razón que le dejó una guerra y anda por ahí, silbando.

Mercedes Sáenz


miércoles, 30 de septiembre de 2020

SIETE OJOS EN SU LUNA

 


SIETE OJOS EN SU LUNA - 


El jardín dormía el pasto blanco de frío. Especula la luz como un viejo trapo sacando lustre apenas por arriba. Hace rato las paredes de la casa hicieron silencio para las hormigas mientras crece verde entre baldosas.

Puntas de pie para mirarse los dientes y el pelo que mucha falta no hace peinarlo. Ignora al perro que atraviesa y deja nomás la puerta abierta. Sale con pantuflas de conejo más grandes que el empeine y envuelve las manos en el camisón. Los ojos algo cansados de mantenerse despierta. A los cuatro años todavía se duerme cuándo se tiene sueño pero no esta noche. 

La luna se veía y se paró sobre una silla tropezando un poco con las bocas del conejo. Corrió el pelo para atrás pintando una delicia de coqueteo sin saber. Perfil de niña mirando hacia arriba las velas prendidas tan liviana cómo las sobras huéspedes de esa noche. Ningún contorno quería escapatoria.

Los nombres modernos suenan suaves y se llamaba Abril. Pero así se llamaba.

Bajó a la silla en un sólo movimiento de pincel sin tocar el suelo. Sacó del bolsillo dos tacitas que prolongan besos del color de los corales, dos cucharas chiquititas y en un plato puso dos pancitos de su marca preferida. Los tapó con las manos escondiendo su timidez última

- No los hice yo Luna. ¿Cómo está tu ojo? ¿Te creció un poquito? ¿Cuánto falta? ¿Duele que te crezca un ojo?

La luna mira. 

- En el cole nos dijeron que ahí no hay viento. No importa si no tenés pestañas. Pero no me creen que te vi crecer los ojos. Ya conté siete ¿todos miran para este lado? ¿Por qué hace rato que tenés uno suelto? ¿No usas de a dos para ver cómo nosotros?

La luna mira.

Un grito envasado por este siglo de la psicología se oyó desde adentro.

- Estoy tomando el té, mamá. A esta hora ella toma el té y le está creciendo un ojo! No tengo frío! Ya entro. Vos cuándo estás tomando el té no te levantas por nada. Ya entro.

Bajó de la silla obedeciendo a los conejos. 

- Te dejo el té y te miro por la ventana luna. No lluevas hasta mañana. ¿La noche que no te vi, no te habrán sacado uno? Y se fue para adentro.

Y la luna mira lo que ve en los contornos de una sola escapatoria. 


Mercedes Sáenz


jueves, 24 de septiembre de 2020

DECIR DECIR

 DECIR DECIR




Era la boca de los olvidos, la de alguna vez besos. Era el vacío hueco que dejaba de ser sordo. Era quién hablaba con las manos y junto con los gestos deshacía palabras. Era la postergada insistencia del atropello. Era.

La última prohibición golpeaba y las últimas leguas se hacían vuelo. Era quién debía decir.

Caminó hacia la esquina de las dudas, el único lugar en que empezaba el silencio. Decir, decir, le golpeaba el pecho.

Preguntó en que banco del colegio se sentaba. Era lo mismo después de llegar afuera del patio liso cruzado por baldosas. Tan inmenso el espacio que protege, tan diminuto dónde sostener los pies.

Con la tarde viniéndose encima jugó con el llavero del apuro en las manos sin abrir. Decir, decir.

El salió con la camisa fuera del cinturón sosteniendo el pelo de la frente como si estuviera largo, los cordones sueltos y algo que jugaba con su boca.

Ese sol hacía más larga la figura de crecer y la adolescencia no terminaba en sus piernas largas continuando hasta el balanceo de la cintura. Los ojos de más alto se concentran, apresuran un salir de clases que esa edad no espera si es la madre que perturba.

Le vio los ojos con la pintura algo corrida por el llanto.

-Mamá. – Y le extendió los ojos.

-Quería decirte…

-No hablamos de la separación hoy con el psicólogo y papá. Hablamos de mí. Ya sé que te adopté a los tres días.

Decir, decir. Las llaves se cayeron en el suelo. Y un solo abrazo que a esa edad perturba.

Mercedes Sáenz

jueves, 17 de septiembre de 2020

DESCONOCER

 DESCONOCER



DESCONOCER


Estoy aquí, invocando a los dioses que aún permanecen debajo de la tierra, imaginando un azul maya, más profundo que los mayas todavía.

Por unos días los poetas de mis amores han quedado en los costados oscuros de mi cama,

Un leve movimiento diario, caricia imperceptible de la punta de los dedos en los libros… están allí, siempre, dónde nos abandonamos.

Se han detenido mis guerras, los amores no pueden hablarse, Kayyam ha vuelto a su siglo, los latinos hablan otros idiomas, un efímero soplido intenta volarme parada en la curva de un junco más liviana que una libélula.

Es una defensa contra el dolor dice Biön y dibuja mi arquetipo invocando imágenes de la infancia … una conducta de orden

silenciosa que no siempre se advierte.

El sentido de la palabra de Heráclito, verdad, ser, realidad.

En el medio del silencio de un libro que no puedo soltar y del que no entiendo nada, desmenuzo a Jung y con el aliento tibio de Freud desde su contratapa.

Estoy aquí, como un pan de avena olvidado en la mesada, oscureciendo de a poco, precipitándose a toda esa geografía molecular que ni siquiera conozco.

Estoy aquí, prisionera de la avidez de saber, saber… sin entender.

Estoy aquí, dónde danzan los átomos detrás de la negrura de lo que ignoro, estoy aquí, parcela de mí o toda.

Aprendiendo a desconocer. Pero la palabra de tantos autores me hace feliz, aunque igual desconozco.



Mercedes Sáenz

jueves, 10 de septiembre de 2020

AMORES DESTEMPLADOS

 


AMORES DESTEMPLADOS



Eran los tiempos

en que yo no era otra cosa

que respirar amores.

una toga me llegaba al cuello

y yo no era, sólo no era,

y un día la oí caer

cómo un pequeño acordeón muerto

sin ruido,

Sonido de una pequeña sombra

de hierro transparente, derretido.

unida en frío que cerró mis pies.


(nadie invisible detrás de mi,

los objetos no salen a mirarme).


No hay último gesto, ni beso en el aire

(soplido de niño), ni ofrenda



Rotan oscuros, segmentados

en la memoria de la noche,

huyendo con el apuro

del animal que lejos

mutará su piel


¿Han olvidado mi nombre?

Tal vez nunca les dije quién soy.

O no supe saberlos

y se desnudan de mí.


Hace frío.


sábado, 22 de agosto de 2020

HUÉSPED QUE NO AVISA

 


PÉRE BESSO




No quisiera presentar en este pequeño lugar a Pére Besso cómo el famoso filólogo nacido en Valencia, ni sus importantísimas cátedras, ni sus frondrosísima producción literaria ni el tremendo valor de su poesía.

Datos todos ellos que Artesanias Argentinas tan claramente dejó expuestos. He leído tantos buenos poemas de su autoría, tantas traducciones al catalán de autores que merecen

más que mi respeto y mi cariño que ésta mañana me ha sorprendido. No creía posible que su tiempo y su generosidad pudieran hacerlo sobrevolar lo que escribo, eso que les llamo poemas acostados porque todavía mis escritos no se levantan muchos centímetros del suelo.

Pues a este poema que hoy les presentó, en dónde su traducción al catalán fue una absoluta sorpresa para mí, hace que al menos mi corazón y mi alma junto con el poema se sientan volando muy alto de placer y de agradecimiento. Cuándo le escribí para decirle gracias contestó: ¿el poema no era tuyo y se llamaba “huésped que no avisa”? Muchas gracias, Pére. Suena bellísimo.

HOSTE QUE NO AVISA

Llostrejaràs de nou,

sense cap paraula.

transparent

com una llàmina d’aire que pot peglar-se.

com un absurd inútil sense forma.

Impietosa cap a mi

em mires

amb un versicle en un ull

que la meua fe desconeix.

i et mire, tristesa,

com un cartró mullat,

una muntanya invisible

que no modifica

cap escena.

És un prec tal volta

que giravoltes la cadira,

ja sóc testimoni de mi

inventant nom a les fissures.

Ell m’ha perdut

però en cada trencadura

ell resta,

on els ossos cremen

perquè ha mossegat el dolor

tot allò moll

sense detindre’s, sense distingir.

Si no te’n vas, almenys no em mires,

aqueixa cadira és meua.

HUÉSPED QUE NO AVISA

Amanecerás de nuevo,sin ninguna palabra.transparente cómo una lámina de aire que puede doblarse.cómo un absurdo inútil sin forma.Impiadosa hacia mí me miras con un versículo en un ojo que mi fe desconoce y te miro, tristeza,cómo un mojado cartón,una montaña invisibleque no modifica ninguna escena.Es un ruego tal vezque des vuelta la silla,ya soy testigo de mí inventando nombre a las fisuras. Él me ha perdido pero en cada quebradura él sigue ahí,dónde los huesos queman porque ha mordido el dolor todo lo blando sin detenerse, sin distinguir.Si no te vas, no me mires al menos,la silla esa es mía.

Mercedes Sáenz


viernes, 21 de agosto de 2020

SENTATE FRENTE A MI

         SENTATE FRENTE A MÍ


          

Vos en tu mejor silla,  los pies mecedores te hamacaban como a alguna vez un bebé.       

Las manos cruzadas arriba de tus muslos sostenían una plegaria muda a tu dios personal

Conversábamos así, sentada yo en el suelo con tus manos hermanadas en las mías, juntas y sin apretarse, como un lazo que traducía las cosas incomprensibles del mundo después de hablar durante tiempos y tiempos.

Eras mi padre, uno, con el que ni siquiera se había tenido una complicidad siempre inalterable y sagrada.

Eras mi amigo, uno mucho más grande de quién aprendí la verdad por sobre todas las cosas y sé que en mí tenías puesta la confianza humana que se puede conocer.

Yo escondía la admiración que te tengo detrás de tus años y muchas veces callé cosas para no lastimarte.

Hoy me pediste que acercara mi oído a tu boca, rozaste con un beso leve mi mejilla y tan lento cómo pudiste me preguntaste si alguna vez vos me habías traicionado y la sangre que nos recorre en esos momentos, suele quedarse quieta.

Desde el suelo, te miré mucho más allá de los ojos y te dije que sí.

Bajaste los párpados sin soltar mis manos y yo sabía que aunque me quedara viva nunca más ibas a abrirlos. Las manos ya no eran puentes que podían salvarnos de toda clase de abismos.

La verdad no traiciona, dijiste una vez y tus manos se deslizaron de mí. Desde el suelo intenté hamacarte un poco, es ensordecedora la quietud, (mis lágrimas no hacen ruido) y no sé quién ahora me hará saber la diferencia

Mercedes Sáenz

jueves, 20 de agosto de 2020

EVOCARTE

 EVOCARTE



Hace tanto tiempo ya que no sé de vos, que no es a mi a quién descolgadas del universo llegan tus palabras. Que leerte hoy es así, un montón de arena que se levanta de los desiertos, una inmensa nube sin viento ni tormenta, un enjambre de tus letras que ya de memoria sé y que veo caer en lenta espiral cerca o lejos de mis pies detenidos en alguna parte.

Tuve todas tus cosas y se fueron abandonando en las nuevas lunas, en otras noches de sonrisas más anchas que mis leves comisuras. No se sonríe igual cuándo se las sabe perdidas en otros ojos y en otras bocas.

Quien quiera evocar conmigo será también con el mismo amor que la admiración provoca, el cariño inalterable como el hierro de la prehistoria, con la gratitud –esa incógnita- que sabe quedarse en uno de manera incuestionable.

Sucede que por ordenar borradores viejos me di cuenta que te encontraba por todas partes, y que yo había crecido o que tus escritos cada vez más profundos ya no eran, ya no eran para mi ni en el más mínimo renglón.

La sombra lenta de tus palabras muriendo en el patio de atrás, trepando la medianera, escapándose en puntas de pie para que no pudieran lastimarme.

Evocarte es, sin los rigores de la angustia pertinaz, es saberte de todas maneras vivo.

Evocarte es, saberte cuánto te he querido. Saberte es, que mi corazón muchas veces allí se demora.


Mercedes Sáenz


viernes, 14 de agosto de 2020

CAFÈ?




¿CAFÉ?


Tiembla esta luz, dudosa y vidrio. No hay viento negro, mi cuerpo se hace niña y no dejo de mirarte. Y hacer el amor es de luces, sin ceremonias, ni azules, es suave y fuerte. Es abrazo después y es un silencio de mano sola en el pasto.
¿Estabas dónde cuándo no encontraba palabras? Y es mucho tiempo y sigues aquí y a veces las preguntas no existen y tus ojos son puerta a mares de alivio de mí.
Café. No quiero dejar de mirarte.

Mercedes Sáenz

MUERTE PEQUEÑA





En la pared del suelo
un bellísimo cielo de cenizas

la muerte pequeña

estremeció

el perdigón frío fuera del ojo tinto

herido se ve la piel

se ve la terquedad de la muerte pálida

una piedad es mía

y también la otra

rabia.

Mercedes Sáenz