viernes, 13 de noviembre de 2020

DECIR CÓMO, DECIR QUÉ

 DECIR CÓMO, DECIR QUÉ




 





Atendía su consultorio con esmero y un cierto grado de alegría. Era psicóloga y se llamaba Andrea.

Por las noches se sentaba en una silla sola frente a un público numeroso y esperaba que creciera el silencio absoluto y entonces desde esa silla, iluminada por una lámpara derecho a su cabeza, se separaba el pelo en hermosas colinas que descendían sobre su cara como un torrente de agua incierta, y se convertía en la imagen de lo que estaba dispuesta a contar.

Música, sonido del viento, olores, tristeza y alegría, cabían debajo de sus párpados, al cerrarse o al abrirse o al dejarlos quietos como dos mariposas de arena.

En sus narraciones podía llevarte a un pequeño pueblo de Turquía, descalza por el sur argentino o marearte en un barco holandés,

Desde la misma silla podía ser una inmigrante con un vestido gris esperando en Retiro que la pasen a buscar, las piernas cruzadas y las manos escondiendo todas las expectativas sobre sus faldas.

Si se ponía de pié podía ser una estatua perfecta. Si osaba mover los brazos, era como un flamenco sobre el agua plateada. Tremenda la dignidad de su cuello, para ser un perfil que duraba sólo unos segundos.

Algunas de sus historias eran de autores famosos o no, de las Mil y una Noches, de gente que esperaba en el subte o de amores que volaban y morían.

Una noche yo fui sola. Tenía ante mí una copa de buen vino que convidaba la casa. No la toque por no romper el juego de luces que había sobre ella, siempre pensé en el vino tinto cómo la sangre y el en vino blanco, lágrimas.

Esa noche, Andrea con una copa de vidrio en la mano contó una historia árabe de las más sugestivas que oí en mi vida y un aplauso insistente y continuo provocó que algunos reflectores se prendieran.

Ella no se movió agradeciendo al público que estaba casi todo de pié. Giró lentamente su cabeza hacia la izquierda y una luz indecisa la iluminó levemente amarilla. Brillaba su pelo pero sobre nosotros el silencio negro.

Su cara, mezcla de cera e incienso, como una virgen legendaria.

-Viene a cuento- dijo lentamente, levantó las manos y las cruzó como una paloma sobre su pecho. No movió sus párpados y dos lágrimas gruesas le cayeron de los ojos. Miró fijamente un sólo lugar y dijo con ternura-

- Yo tenía un amor que se llamaba Javier…


Sólo de unas de sus manos salía sangre cada vez más roja que entraba por la manga negra de su vestido y se deslizaba por sus dedos con una lenta velocidad maldita.

Estoy muriendo por la mitad- dijo sin bajar la cabeza.

Nadie se movió.

Era una estatua doblada en dos cómo un libro, la curva de su espalda una línea recta y ahora la sangre corría por sus piernas.

La cara de Andrea desaparecía en capas transparentes. Y sus ojos cerrados. Su brazo, el del tajo alevosamente abierto, quedó suspendido en el aire como un adiós imperceptible, como si de un bote tocara el agua con la punta de los dedos. Con algún Javier, supongo, salieron de la luz y de mí para siempre.

No me moví ni tomé la copa de vino. Cuándo pude levantarme supe que cómo un ciego para siempre llevaría esas voces conmigo.

Mercedes Sáenz