martes, 29 de enero de 2008

MERCEDES SAENZ

EFÍMERAS

Quietas sobre el tallo, sosteniéndose del viento contra el río. Líneas del color del aire. El sol las delata, temeroso contraluz sobre su cuerpo. Tienen menos de un día sin saber nacidas para morir. Antes de hacerlo deben hacer el amor sin saber, otra vez en el aire volar sin detenerse nunca y morir antes del chasquido del índice y del pulgar del Amazonas. Quién diría y a quién le importa, pálido insecto que a uno de los reyes de América no le mueve el curso ni le quita el sueño.
Una vez, desde el poderoso fuego de la tierra, todo empezó por una vez. Antes que se hiciera un hombre sin saberse. Antes de su primera fiesta y de su penúltima derrota. Antes de que manos de colores parecieran sostener una caverna. Antes que el cibernético digital tridimensional diminuto se guardara en una uña.
Sin saberse, ya volaban las efímeras sobre el Amazonas.
Saberse el hombre ahora y ante el chasquido de qué índice y pulgar volará como pálido insecto sobre los reyes de América sin qué se mueva su curso ni le aquieten el sueño.
Saberse el hombre, saberse. No lo saben las efímeras.
Mercedes Sáenz

DECIR, DECIR

Era la boca de los olvidos, la de alguna vez besos. Era el vacío hueco que dejaba de ser sordo. Era quién hablaba con las manos y junto con los gestos deshacía palabras. Era la postergada insistencia del atropello. Era.
La última prohibición golpeaba y las últimas leguas se hacían vuelo. Era quién debía decir.
Caminó hacia la esquina de las dudas, el único lugar en que empezaba el silencio. Decir, decir, le golpeaba el pecho.
Preguntó en que banco del colegio se sentaba. Era lo mismo después de llegar afuera del patio liso cruzado por baldosas. Tan inmenso el espacio que protege, tan diminuto dónde sostener los pies.
Con la tarde viniéndose encima jugó con el llavero del apuro en las manos sin abrir. Decir, decir.
El salió con la camisa fuera del cinturón sosteniendo el pelo de la frente como si estuviera largo, los cordones sueltos y algo que jugaba con su boca.
Ese sol hacía más larga la figura de crecer y la adolescencia no terminaba en sus piernas largas continuando hasta el balanceo de la cintura. Los ojos de más alto se concentran, apresuran un salir de clases que esa edad no espera si es la madre que perturba.
Le vio los ojos con la pintura algo corrida por el llanto.
- Mamá. – Y le extendió los ojos.
- Quería decirte…
- No hablamos de la separación hoy con el psicólogo y papá. Hablamos de mí. Ya sé que te adopté a los tres días.
Decir, decir. Las llaves se cayeron en el suelo. Y un solo abrazo que a esa edad perturba.
Mercedes Sáenz

EL PUENTE

Un niño arrodillado pidiendo por su rezo. Las arrugas empezaron a correrle por los ojos, tocan el hombro, mueven la cabeza. Las piernas pie de álamos desnudos contra la tierra por dónde una vez tan altivos anduvieron los caballos pisando en dónde ahora no se levanta alguien hincado.
El puente arriba del río hondo, turbulento silencioso abajo.
Cerrar los ojos por no fiar. Tocar con el dedo la boca que se abría de frío para repetir la memoria que tenía en otro lado de una cruz.
Las canastas tejidas con carrizos como gaviones contra el agua no atajan avergonzarse de ser el miedo. Los pantalones pasan el muslo y esa forma de camisa que tapa su pecho flaco lleno de moretones. Un silbido se arremolina perverso para rodar un poco por encima de su sombrero y no hacer ruido al pisar las hojas. Ese viento destemplado le acaricia la cabeza. Abre despacio los ojos y una bravata de colores vuelve a entrar en ellos.
Afloja la bolsa de grasa de la cintura y los dedos la esparcen con suavidad en la base de las canastas del lado que toca el suelo. En fila india las ata con una misma soga-dueñita sola por un momento cuándo medio metro final quedó colgando- hasta que el niño se aferró a ella con las dos manos y se volvió más dueña todavía.
El puente está siempre abierto, es sólo un tajo en el aire de en medio de esa selva.
Se sienta encabezando eslabones de canastas. La punta de la soga por arriba de su hombro y tira fuerte avanzando por el puente sin levantar la cola hasta llegar al otro lado.
Dejó del otro lado un poco menos de miedo del que la humanidad dispone desde toda la eternidad.
Mercedes Sáenz