martes, 24 de agosto de 2010

HUÉSPED QUE NO AVISA

HUÉSPED QUE NO AVISA



Amanecerás de nuevo,
sin ninguna palabra.
transparente
cómo una lámina de aire que puede doblarse.
cómo un absurdo inútil sin forma.
Impiadosa hacia mí
me miras
con un versículo en un ojo
que mi fe desconoce.
y te miro, tristeza,
cómo un mojado cartón,
una montaña invisible
que no modifica
ninguna escena.
Es un ruego tal vez
que des vuelta la silla,
ya soy testigo de mí
inventando nombre a la fisuras.
Él me ha perdido
pero en cada quebradura
él sigue ahí,
dónde los huesos queman
porque ha mordido el dolor
todo lo blando
sin detenerse, sin distinguir.
Si no te vas, no me mires al menos,
la silla esa es mía.

Mercedes Sáenz

lunes, 23 de agosto de 2010

NO DICE

NO DICE


que en alguna parte
su cuerpo era
aire tibio


una fruta que rodaba
hasta los pies
sin que nadie la buscara
y podía ser blanda
hasta el carozo
no hacerse piedra.


No le digas
que eligió decir palabras


ya no es libre
ya no es aire

ni manzana.


Mercedes Sáenz

EL CERO EN EL TIEMPO




EL CERO EN EL TIEMPO




Estaba leyendo Tierra de nadie y un Mauricio en el capítulo once inclinó mi cabeza. Seguir hubiera querido pero el cansancio era muy fuerte. Las ruedas se movían por mí y un espesor parecido al sueño hizo de manta y ovillo dejando mis botas fuera del asiento de esos ómnibus que desde afuera se detestan. Piden que se cierren las cortinas seguramente para no tener noción del tiempo.
Adentro de ellos hay algo de malacrianza disimulada y uno no sabe si es uno o hay doscientos millones iguales a uno viajando hacia alguna parte.
A no sé que rato de salir se detuvo, casi no se oía ruido ni siquiera cuando frenó la marcha.
Los gritos en el silencio cobraban fuerza a medida que mi cerebro empezaba a ubicarme en situación y tiempo, venían de abajo, de gente que todavía no había subido a esos especies de tiburones blancos o pintados de colores que se deslizan por las rutas con una elegancia casi agresiva por su suavidad y tamaño.
- Yo no puedo hacer nada, hable con la pasajera. ¡No tengo nada que ver y va a despertar a todo el mundo!
Esos de atrás del vidrio del lado de adentro si éramos la mitad del mundo ya estábamos despiertos.
Prendieron sólo una luz muy cerca de mi asiento.
Subió un hombre muy fuerte, no de tantos años, el trabajo en el campo se había ocupado seguramente de cambiar su fisonomía. La cara roja, con aspecto de alemán o polaco, un temblor en los ojos y en los labios hicieron que lentamente mezcla de miedo y frío me enderezara en el asiento. Por eso creo que hablé primero.
- Buenas noches (no sé para quién, pero salió solo)
- Señora ¿usted tiene el asiento número uno verdad?
- Sí- contesté con una cara que no pude verme pero seguro que parecía la última porción de pizza fría.
- Yo soy -dijo el polaco un nombre que no entendí. Necesito por favor ese asiento. Fui ya veintitrés veces a Buenos Aires, al Garraham por mi chico. Chico de unos diez y ocho o veinte años que asomaba su enorme estatura por las escaleras del ómnibus ese acompañado por alguien de la empresa con cara de no querer participar en nada.
El polaco siguió hablando confuso castellano con desesperado acento y lo único que entendí era que su hijo venía peleando desde que nació con un tumor inoperable y maligno dentro de su cabeza. Que necesitaba ese lugar porque era el único que contemplaba una fila de dos asientos frente a los vidrios anchos del primer piso y un tercero, solo, que separado por el pasillo también quedaba de frente a esos vidrios enormes de la parte más alta de ómnibus. No habló de claustrofobia ni de sensación de ahogo pero tal vez parte de mi ignorancia fue lo que supuso.
-¿Me lo puede cambiar señora? Siempre saco los tres juntos con mucha anticipación, no sé que pasó esta vez- en un confuso pero más tranquilo castellano.
- Por supuesto, contesté sin saber que asiento me iba a tocar en suerte. Empecé a desatar mi cuerpo, a levantar la bolsa que uno nunca quiere soltar por si se queda dormida y obediente casi me instalé en el asiento de atrás de ellos. La otra persona que iba a ocupar esa fila de tres era la madre, que por deducción y por cara de pánico, no era otra cosa.


Quedé del lado del pasillo en exacta diagonal al hijo de los polacos.
Me sacaron la ventana, no ligué ni siquiera ventanilla, pero no es tan malo si el que se sienta al lado de uno duerme toda la noche.
El ómnibus arrancó con un destino que al menos yo conocía.
Se apagaron las luces y quedó prendida esa que parece más un intento tozudo que otra cosa, pero los pies parecen tener ojos en los escalones porque no tropiezan.
Hablaron en polaco o en alemán, tomaron mate comiendo algo con sonrisas de agradecimientos hacia mí, con mi negativa de aceptar alguno. Tomo siempre con cualquiera pero tengo que tener ganas.
Calma en el mundo parecía, cómo si todos hubiéramos dejado la vida afuera. Cómo los ceros de antes de que avancen los segundos. Tenía la sensación de estar sostenida más en un tiempo inmóvil que en el aire. Como los ceros antes de que avancen los segundos.
Los padres polacos y amables ya estiraron sus cuerpos hasta dónde el placer les permitió dormirse.
Creí que también yo iba a poder hacerlo. Acomodé mi estatura que no es muy exigente cuándo hay que hacerse caracol y cerré los ojos.
Girar para cualquier costado es algo tan natural en esos submarinos de aire y ruedas que cómo la pasajera del asiento no sé ni que número, lo hice.
La manta me tapaba casi toda la cara, algo del pelo se había ocupado de que no se vieran mis ojos. Y lo vi. Clarito que lo vi.
Diez y ocho o veinte, no lo sabré nunca, sacó todo lo que tenía sobre sus faldas, celulares, un jueguito de esos de usar los pulgares todo el tiempo y una revista algo doblada en dos. Puso la mano en el bolsillo de atrás y sacó un redondo y enorme opaco fajo de dólares. ¿Por qué será que aún con poca luz uno cree reconocerlos? Los miró sin desarmarlo. Sin saber si eran verdaderos o de alguna clase de juego los volvió a guardar. Se agachó un poco hacia el costado que había entre la pared de ese supositorio gigante y su asiento y de algún lado sacó una pistola y la apoyó sobre sus faldas. No entiendo de calibres pero la tanteó con las manos y los ojos. La acarició despacio, abrió su cargador y creo que sacó siete balas, pero no puedo asegurarlo. Sí puedo asegurar a esta altura que las que había volvió a guardarlas y que mi corazón de latir tan fuerte solo había saltado derritiéndose por algún agujero hasta el asfalto.
No me moví pero creo que ya no me quedaba con que respirar.
Se levantó sin mirar para abajo. Su camisa celeste pasó cerca de mi cabeza y en esos absurdos momentos, sin aire y sin corazón, no pude dejar de sentir esos perfumes que se le ponen a la ropa cuándo el planchado queda impecable.
Yo no me moví. Lento y ágil con una sola manija como cómplice bajó las escaleras y en vez de doblar para el único sentido permitido que es el lugar del baño, desapareció hacia la cabina de los conductores.
No sabía que hacer, menos supe si estaba pensando en alguna reacción posible.
El ómnibus bajó la velocidad sin hacer todo ese despliegue de árboles de navidad prendidos en plena noche buena. Sólo se detuvo.
Algunos movimientos percibí mientras mi cuerpo de estatua quería convertirse precisamente en eso y con un hombre de la empresa por delante, ese diez y ocho o veinte se paró frente a mí y levantó apenas la manta que tapaba hasta mi cabeza y que movió también mi flequillo.
- Usted, agarre su bolsa de mano, la manta y esa almohadita que nos dan, campera, lo que tenga y baje.
Las puertas ya estaban haciendo ese suspiro neumático para darme en este caso la despedida.
Bajé con todo enroscado en los brazos cómo pude y las puertas se cerraron antes de que yo pudiera poner los dos pies en el asfalto.
El ómnibus arrancó con esa elegancia silenciosa y ese desplazarse tan sereno que parece que siempre nos van a llevar cómodamente hasta alguna parte.
El frío podía separarme las costillas y no se veía luz por ninguna parte. Solo la de la luna que amé profundamente. No tenía batería en el celular pero el reloj común de mi mano decía que faltaba más o menos una hora para que empiece a amanecer.
Con todo lo que podía ponerme me senté sobre esas almohaditas en el suelo al costado de la ruta en posición de india, tratando de que la bendita lana argentina me cubriera casi como el amante más tibio que había tenido. Con eso hubiera sido suficiente, era tanto el frío que en este momento ese recuerdo era la hoguera de Juana de Arco.
Ni una luz que no sea la de la luna. Las del ómnibus las ví por última vez cuándo en una curva salieron de la ruta y se perdieron detrás de los árboles.
Sentí cómo si me hubieran descolgado del tiempo. Me pusieron en el cero del principio de algún conteo en el medio de la nada.
Media muerta de frío, totalmente muerta de miedo, en un cuaderno que llevo siempre me puse a escribir esto. Seguramente la tecnología de alguna manera ya se estaba ocupando de mí empezando desde algún cero.

Mercedes Sáenz

martes, 17 de agosto de 2010

LA SILLA

EL 17 DE AGOSTO SE CONMEMORA AL PADRE DE LOS ARGENTINOS, AL LIBERTADOR DE PARTE DE AMÉRICA DEL SUR, JOSÉ DE SAN MARTÍN

La Silla


No es fácil olvidar lo que ocurre debajo de los flequillos, cuando los ojos asoman apenas y uno deja entrar los pensamientos sin saber que hará la cabeza con ellos.
En esa época de alguna manera todos teníamos flequillo.

Veníamos del sur de un campo en Comodoro Rivadavia. No fue difícil Buenos Aires en esos años, colegio a media cuadra, todos con delantal blanco, palmeras en el jardín, pájaros y peces y el mejor humor que a esa edad se puede conocer.

Tenía once años cuando me pidieron por primera vez que dijera un verso el 17 de agosto
-Papa tengo fiebre
-La fiebre es una sensación térmica m´hija y el miedo no. No se levante de esa silla hasta que haga correctamente el verso de mañana.
-Quiero diez minutos para pensar, dije.-
-Cómo no, - contestó- pero que sean los mejores de su vida, porque tengo poco tiempo.
Yo tenía once años, una silla, y tres minutos para convencer a ese padre que parecía salido de una enciclopedia cualquiera.
Me encerré en el baño y me acosté en la bañadera como en una hamaca paraguaya. Las manos detrás de mi nuca me daban la impresión de estar pensando como los inteligentes. Empezaron a aparecer palabras, pero papá era escritor y sabía como usarlas para sostener sus argumentos.
Ya eran las 18.30. Si lograba que ese señor padre cambiara de opinión me eximía de ese aparato docente organizativo cada vez que había un acto. Este era peor, porque yo actuaba.

Pero sólo tenia una silla (actriz yo no era) y un espectador que hacía de juez y jurado.
Salí del baño sin que me viera, me puse el delantal planchado con almidón, las medias hasta las rodillas, la escarapela y prolija las colitas de caballo.
No lo llamé.
Llevé la silla hasta donde él estaba y me acomodé sentadita como una secretaria en entrevista nueva.
Mi postura se deshizo poco a poco. Mis brazos fueron enormes horizontes. Mis manos y mi cuerpo hablaban historias. Sentí todos los cielos cuando crucé la cordillera. Un balazo a mi caballo y no me dieron otro. Sostuve la escarapela en un nido de patria nueva.
Dí vuelta la silla y puse mi cuerpo apretado entre las patas de madera y lloré no muy silenciosamente sobre los duros mares que me llevaron a morir a Francia.
Nunca dije una palabra. Papá tampoco

Al dia siguiente en el colegio lo ví en primera fila.
En el momento de subir al escenario pedí una silla. Pareció algo confuso pero me la dieron.
Sabía que un espectador tenía miedo pero yo tenia once años.
Me senté en el borde derecha y prolija y dije con voz fuerte: “Padre nuestro que estás en el bronce y en la primera fila también” y seguí con mi texto de manera enfática y como mejor lo creí conveniente.
Después llegó un 18 de agosto cualquiera.

Mercedes Sáenz