jueves, 24 de diciembre de 2020

MULA POR CABALLO

 MULA POR CABALLO

CUADRO DE MARCELA BAUBEAU DE SECONDIGNÉ


Le converso Tata cómo todas las navidades, cambiando un poco a veces el tono, porque después del seis de enero es para empezar si usted lo dispone, otra vez la vida de vuelta.

Yo sé que Usted anda por tantas partes con tanto por hacer especialmente en estos pagos, que creo que si le hablo también es una manera de que se acuerde, que se le haga más fácil.

Eran tiempos en que los colores de las montañas aún no se habían bajado de mis ojos, muy al sur desde dónde usted mira el mundo. Era nómade en ese entonces. Supe de tener familia pero la tierra brava suele llevarse hasta eso. Y ha quedado arropada cómo se pudo con una cruz hecha de piedra. La piedra que usted hizo no suele moverse, salvo que el golpazo venga desde muy abajo y todo tiemble. Las piedras le hacen caso… sólo a Usted le tienen miedo.

Es cuándo solo uno se siente bastardo, cómo si no lo hubiera parido esta tierra. Me sobra espacio para escapar, pero ya debe de saber usted que no son mis ganas.

-¿Se acuerda de mi rancho Santo Dios? Es sólo un cuadrado pero con la modernidad de que el baño hace ya dos años que lo hice adentro.

El piso es de tierra, pero no es por no haber querido ponerle piedras. Cuándo  estiro las piernas porque empieza a endurecerse mi espalda (no ensucio las alpargatas), es la forma que tengo en estos fríos de poder estar descalzo.

Voy a pedirle lo mismo que todos los años, que los álamos no se caigan, que no se me nublen los ojos cuándo esquilo las ovejas, que no me enoje tanto cuándo el viento me envuelve cómo si fuera a llevarme para los cielos suyos, porque creo que todavía tengo mi cielo acá mientras pueda mirarlo.

Que la próxima vez que vaya hasta el pueblo estén los que estaban y si usted puede, que a ninguno le falte nadie.

Hoy hice todo temprano. ¿Me vio cortando la leña mucho antes del sol? Traje el agua para el baño y preparé la comida.

Elegí quedarme en un rancho al borde de un río color pupila, que toma con los ojos todos los colores que conozco, y así cerquita del suelo puedo verlo, amable y caprichoso, no se va de dónde lo pusieron.

Sé que está soplando el viento, pasa por debajo de la línea de mi puerta. Mueve apenas la tierra del piso.

 Como todos los años voy a empezar a empilcharme para su fiesta. La camisa blanca no envejece porque suele tener siempre alguna prenda encima. Las alpargatas recién lavaditas… Los pantalones que son mi lujo, renegridos de un principio, sí van goteando tiempo. Sabía vestirme en la época de los ingleses pero ahora alrededor del cuello uso algo más tibio, que lo sienta más tibio.

En mis épocas de ayudante en los ferrocarriles,  estudiaba pero aprendía poco, no pasé ni el yes, que se los decía con la cabeza, para arriba o para los costados.

Ya pasé por muchos años y nunca me amigó la política, ni las componendas y más de una vez me han hecho pasar por zonzo, decían que ni amigos tenía, pero yo sabía, que Usted estaba.

Acepté siempre lo que me dio cómo lo da un amigo y lo que no me ha venido sabrá usted de sabio nomás.

La cacerola de hierro pesado está quieta sobre un enrejado, tapada cómo si guardara secretos... como si otras manos la hubieran llenado.

Solía tirar arriba del fuego alguna que otra cosa de carne pero mi perro hasta sabe llevarse el pescado. Nunca pude pegarle porque es en lo único que no obedece

Me han quedado pocas cosas de mis otras vidas, de las que alguna vez me hicieron estudiar casi a los golpes. Pero el catecismo me lo enseñaba mi vieja en unos libros chiquitos de colores y dibujos, más dibujos que letras y ella decía siempre que cada navidad uno nacía de nuevo para volverse más bueno.

Ya se hace la nochecita.

Me voy entonces a buscarlos, al chiflido nomás me siguen a paso corto. La más difícil de entrar es la mula, que siempre desconfía al pasar por mi puerta y algún par de pataditas tira, casi de saludo nomás, porque no le pega ni al barro de las paredes. La vaca y la oveja son dos niñas parecidas a las que alguna vez vi en alguna estación de tren, caminan pegaditas ignorando sus ancas cómo las niñas que tapan sus caderas con vestidos de telas generosas.

Mucho tiempo me llevó acostumbrarlas para no pasar la noche de Navidad solo.

Tata, acá no puedo armar un árbol.

A cuarenta leguas tengo el pueblo más cercano y el carro cuándo me lleva si usted viera la cara al caballo… Parece que no me mirara por dos días después.

En estos tiempos más se enoja porque hago entrar a los otros animales dentro del rancho pero en su pesebre me dijeron que no había caballos.

La mula anda media vieja ya, quería preguntarle si en caso de que el año que viene me faltara, usted me daría permiso para que entre el caballo. Lo empiezo a acostumbrar cuándo haga frío y en caso de necesitarlo... Digo, es lo más parecido, la mula no voy a poder cambiarla por otra, pero un caballo tal vez sí.

Paso la noche en la silla grande, con guitarra y un vino muy largo que hace luces contra las brasas y es lo que quedo mirando cuándo los animales ya se ubicaron quietos.

Eso de acostarme en la cama sería una irreverencia al pesebre de cuándo usted era niño. Velas se suele tener en estos lugares y ya las dispongo cerquita de la virgen mía. Me perdonará seguro si se acaban antes de las luces que por horas me dibuja el vino. Eso me hamaca en recuerdos, les hablo un poco bajito a los pobres animales cuando ya les saturó el canto.

Ya se hace la nochecita, voy a echar un silbido largo.

En realidad que le voy a andar con vueltas mi querido Santo Dios. 

Usted ya sabe que la mula más temprano la he visto tiesa y que con su permiso voy a demorarme un poquito porque voy a tratar de hacer entrar al caballo.

Se hace la nochecita pero le juro, que hasta dentro del rancho, todo se hace más oscuro.

Mercedes Sáenz


sábado, 12 de diciembre de 2020

NADIE HASTA MAÑANA






 NADIE HASTA MAÑANA

Su marido viajaba en aviones que jamás llegaban ni en fecha ni en horario.

La persona que vendría a hacerle compañía avisó que le era imposible llegar ese día, al día siguiente temprano tal vez, pero Cris a nadie le dijo que se quedaba sola con su ceguera.

Conocía su casa absolutamente de memoria, sabía que casi todo era blanco, que alguien durante muchas horas se ocupaba de dejar todo  impecable y siempre las cosas en el mismo lugar antes de retirarse a la noche.

Se levantó esa mañana, tocó el aire cerca de su muslo y el vacío le extrañó. Tal vez esté afuera pensó con cariño, cuando duermo sale a veces porque sabe entrar solo, en cuánto oiga que me moví aparecerá.

Con los pies buscó las pantuflas blancas, se desenredó el camisón de atrás de sus piernas y se levantó a hacerse un té.

Con la mano entera eligió una taza y hundió sus dedos dentro para medir su profundidad. Era la misma taza, pero cualquiera puede confundirse. Esa frase más de una vez taladraba su cerebro. Se había quedado ciega porque un auto la atropelló y cualquiera puede confundirse. Y una vez también por no poner un plato arriba de la taza para calentar el agua en el microondas, junto con todo lo que le ponía a su té, en el primer sorbo escupió una cucaracha.

Había cosas que trataría de que no le pasaran de nuevo, aunque cualquiera pudiera equivocarse.

Apenas unos minutos y nadie tocó su muslo, ni estaba ese olor en el aire, ni el ruido de estar viniendo, imperceptible contra el piso, porque prolijamente le cortaban las uñas.

- As, -dijo en el medio del silencio. No importaba el zumbar del microondas ni algún ruido que llegara de afuera.

- As, -repitió suavemente con la voz trabada del miedo de advertir esa ausencia por primera vez desde esta vida.

No volvió a llamarlo.

Caminó hasta la cocina el trayecto de memoria arrastrando los pies sin levantarlos del suelo, así le habían enseñando a caminar cuándo los lugares eran nuevos y su perro no existía.

Los pies de Cris tropezaron y sintió que el corazón se disparó- seguramente para no volver- y su lengua no se movió. Los ojos se cerraron, era lo mismo tal vez, pero se cerraron llorando antes de saber.

Se inclinó hasta arrodillarse ignorando el camisón que entorpecía. Las manos desesperadas recorrieron pelo y contrapelo el cuerpo entero intentando reconocer algún signo vital o alguna excusa,  algún motivo que diera razón a semejante quietud, que algo se moviera para que todavía no fuera la muerte. Ojalá esta vez se equivocara, pero esa es definitoria y tozuda cuándo decide llevarse el aire.  No había heridas, en el perro.

Ahora se sentó en el piso y lloró no sabe cuánto.

No buscó ningún teléfono, ni siquiera los ya tenían el discado directo para socorrerla en sus previsibles urgencias.

Lloró no sabe cuánto mientras le hablaba bajito con la mano cóncava cerca de las orejas contándole el último de sus secretos.

¿Se imaginó sacerdotisa intuyendo un rito? Buscó una pala chiquita, sin punta filosa, esas de hacer canteros,  y se sentó en el jardín. Extendió las piernas y marcó con las pantuflas el perímetro que creía necesario.

Sintió que la noche caía dos veces, aunque haya sido una sola. Cuándo estando de pié el pozo le llegó a las caderas, se aseguró que la tierra no se hubiera desparramando muy lejos. Lloró no sabe cuánto cuándo el perro quedó adentro sin  saber nunca qué salpicó la pala  a mitad de camino.

Amanecían los ruidos y cruzó por la cocina con el paso seguro de saber andar a ciegas mientras la tierra iba cayendo de su cuerpo. Con torpeza quiso detenerse en los empeines pero sólo consiguió aferrarse con fuerza en el pelo.

Se sacó el camisón antes de meterse en la cama a esperar  que alguien llegara a hacerle un té. Ensucié todo-pensó- pero cualquiera puede equivocarse y siguió llorando nomás, tanto.

Mercedes Sáenz