sábado, 28 de junio de 2008

CARTA PEQUEÑA

ES PARA DEVOLVER ABRAZOS QUE QUEDARON EN EL AIRE POR AUSENCIA. ES PARA AGRADECER LAS ENORMES MUSTRAS DE CARIÑO POR LOS LUGARES POR DONDE HE PASADO. ES PARA AGRADECERLE A LOS QUE NO PUEDO COMUNICARME POR NO TENER SU CORREO PRIVADO. ES PARA AGRADECERLE A LA VIDA, A LO QUE YO CREO MI DIOS. ES PORQUE TENGO UN SÓLO NOMBRE Y SOY UNA SOLA PERSONA.
UN ABRAZO VERDADERO EN UNA CARTA CHIQUITA. COMO ES MÁS CERCA DEL CORAZÓN, FIRMO CON UN DIMINUTIVO QUE TENGO DESDE LA NIÑEZ.
MERCI SÁENZ

EL CERO EN EL TIEMPO

EL CERO EN EL TIEMPO




Estaba leyendo Tierra de nadie y un Mauricio en el capítulo once inclinó mi cabeza. Seguir hubiera querido pero el cansancio era muy fuerte. Las ruedas se movían por mí y un espesor parecido al sueño hizo de manta y ovillo dejando mis botas fuera del asiento de esos ómnibus que desde afuera se detestan. Piden que se cierren las cortinas seguramente para no tener noción del tiempo.
Adentro de ellos hay algo de malacrianza disimulada y uno no sabe si es uno o hay doscientos millones iguales a uno viajando hacia alguna parte.
A no sé que rato de salir se detuvo, casi no se oía ruido ni siquiera cuando frenó la marcha.
Los gritos en el silencio cobraban fuerza a medida que mi cerebro empezaba a ubicarme en situación y tiempo, venían de abajo, de gente que todavía no había subido a esos especies de tiburones blancos o pintados de colores que se deslizan por las rutas con una elegancia casi agresiva por su suavidad y tamaño.
- Yo no puedo hacer nada, hable con la pasajera. ¡No tengo nada que ver y va a despertar a todo el mundo!
Esos de atrás del vidrio del lado de adentro si éramos la mitad del mundo ya estábamos despiertos.
Prendieron sólo una luz muy cerca de mi asiento.
Subió un hombre muy fuerte, no de tantos años, el trabajo en el campo se había ocupado seguramente de cambiar su fisonomía. La cara roja, con aspecto de alemán o polaco, un temblor en los ojos y en los labios hicieron que lentamente mezcla de miedo y frío me enderezara en el asiento. Por eso creo que hablé primero.
- Buenas noches (no sé para quién, pero salió solo)
- Señora ¿usted tiene el asiento número uno verdad?
- Sí- contesté con una cara que no pude verme pero seguro que parecía la última porción de pizza fría.
- Yo soy -dijo el polaco un nombre que no entendí. Necesito por favor ese asiento. Fui ya veintitrés veces a Buenos Aires, al Garraham por mi chico. Chico de unos diez y ocho o veinte años que asomaba su enorme estatura por las escaleras del ómnibus ese acompañado por alguien de la empresa con cara de no querer participar en nada.
El polaco siguió hablando confuso castellano con desesperado acento y lo único que entendí era que su hijo venía peleando desde que nació con un tumor inoperable y maligno dentro de su cabeza. Que necesitaba ese lugar porque era el único que contemplaba una fila de dos asientos frente a los vidrios anchos del primer piso y un tercero, solo, que separado por el pasillo también quedaba de frente a esos vidrios enormes de la parte más alta de ómnibus. No habló de claustrofobia ni de sensación de ahogo pero tal vez parte de mi ignorancia fue lo que supuso.
¿Me lo puede cambiar señora? Siempre saco los tres juntos con mucha anticipación, no sé que pasó esta vez- en un confuso pero más tranquilo castellano.
- Por supuesto, contesté sin saber que asiento me iba a tocar en suerte. Empecé a desatar mi cuerpo, a levantar la bolsa que uno nunca quiere soltar por si se queda dormida y obediente casi me instalé en el asiento de atrás de ellos. La otra persona que iba a ocupar esa fila de tres era la madre, que por deducción y por cara de pánico, no era otra cosa.











Quedé del lado del pasillo en exacta diagonal al hijo de los polacos.
Me sacaron la ventana, no ligué ni siquiera ventanilla, pero no es tan malo si el que se sienta al lado de uno duerme toda la noche.
El ómnibus arrancó con un destino que al menos yo conocía.
Se apagaron las luces y quedó prendida esa que parece más un intento tozudo que otra cosa, pero los pies parecen tener ojos en los escalones porque no tropiezan.
Hablaron en polaco o en alemán, tomaron mate comiendo algo con sonrisas de agradecimientos hacia mí, con mi negativa de aceptar alguno. Tomo siempre con cualquiera pero tengo que tener ganas.
Calma en el mundo parecía, cómo si todos hubiéramos dejado la vida afuera. Cómo los ceros de antes de que avancen los segundos. Tenía la sensación de estar sostenida más en un tiempo inmóvil que en el aire. Como los ceros antes de que avancen los segundos.
Los padres polacos y amables ya estiraron sus cuerpos hasta dónde el placer les permitió dormirse.
Creí que también yo iba a poder hacerlo. Acomodé mi estatura que no es muy exigente cuándo hay que hacerse caracol y cerré los ojos.
Girar para cualquier costado es algo tan natural en esos submarinos de aire y ruedas que cómo la pasajera del asiento no sé ni que número, lo hice.
La manta me tapaba casi toda la cara, algo del pelo se había ocupado de que no se vieran mis ojos. Y lo vi. Clarito que lo vi.
Diez y ocho o veinte, no lo sabré nunca, sacó todo lo que tenía sobre sus faldas, celulares, un jueguito de esos de usar los pulgares todo el tiempo y una revista algo doblada en dos. Puso la mano en el bolsillo de atrás y sacó un redondo y enorme opaco fajo de dólares. ¿Por qué será que aún con poca luz uno cree reconocerlos? Los miró sin desarmarlo. Sin saber si eran verdaderos o de alguna clase de juego los volvió a guardar. Se agachó un poco hacia el costado que había entre la pared de ese supositorio gigante y su asiento y de algún lado sacó una pistola y la apoyó sobre sus faldas. No entiendo de calibres pero la tanteó con las manos y los ojos. La acarició despacio, abrió su cargador y creo que sacó siete balas, pero no puedo asegurarlo. Sí puedo asegurar a esta altura que las que había volvió a guardarlas y que mi corazón de latir tan fuerte solo había saltado derritiéndose por algún agujero hasta el asfalto.
No me moví pero creo que ya no me quedaba con que respirar.
Se levantó sin mirar para abajo. Su camisa celeste pasó cerca de mi cabeza y en esos absurdos momentos, sin aire y sin corazón, no pude dejar de sentir esos perfumes que se le ponen a la ropa cuándo el planchado queda impecable.
Yo no me moví. Lento y ágil con una sola manija como cómplice bajó las escaleras y en vez de doblar para el único sentido permitido que es el lugar del baño, desapareció hacia la cabina de los conductores.
No sabía que hacer, menos supe si estaba pensando en alguna reacción posible.
El ómnibus bajó la velocidad sin hacer todo ese despliegue de árboles de navidad prendidos en plena noche buena. Sólo se detuvo.
Algunos movimientos percibí mientras mi cuerpo de estatua quería convertirse precisamente en eso y con un hombre de la empresa por delante, ese diez y ocho o vente se paró frente a mi y levantó apenas la manta que tapaba hasta mi cabeza y que movió también mi flequillo.
- Usted, agarre su bolsa de mano, la manta y esa almohadita que nos dan, campera, lo que tenga y baje.
Las puertas ya estaban haciendo ese suspiro neumático para darme en este caso la despedida.
Bajé con todo enroscado en los brazos cómo pude y las puertas se cerraron antes de que yo pudiera poner los dos pies en el asfalto.
El ómnibus arrancó con esa elegancia silenciosa y ese desplazarse tan sereno que parece que siempre nos van a llevar cómodamente hasta alguna parte.
El frío podía separarme las costillas y no se veía luz por ninguna parte. Solo la de la luna que amé profundamente. No tenía batería en el celular pero el reloj común de mi mano decía que faltaba más o menos una hora para que empiece a amanecer.
Con todo lo que podía ponerme me senté sobre esas almohaditas en el suelo al costado de la ruta en posición de india, tratando de que la bendita lana argentina me cubriera casi como el amante más tibio que había tenido. Con eso hubiera sido suficiente, era tanto el frío que en este momento ese recuerdo era la hoguera de Juana de Arco.
Ni una luz que no sea la de la luna. Las del ómnibus las vi. por última vez cuándo en una curva salieron de la ruta y se perdieron detrás de los árboles.
Sentí cómo si me hubieran descolgado del tiempo. Me pusieron en el cero del principio de algún conteo en el medio de la nada.
Media muerta de frío, totalmente muerta de miedo, en un cuaderno que llevo siempre me puse a escribir esto. Seguramente la tecnología de alguna manera ya se estaba ocupando de mí empezando desde algún cero.

Mercedes Sáenz



jueves, 26 de junio de 2008

ASI EN LA COLORADA COMO EN EL FUEGO

ASI EN LA COLORADA CÓMO EN EL FUEGO



Llegar a la tierra del sol, de ese misterioso dios que se hace el dueño silencioso de varios lugares del mundo. Ese, que si lo miras de frente lastima, si le das tiempo viste todo de dorado y sopla con la paciencia de un padre desvelado por un hijo con el calor necesario para que todo lo que toque cobre vida. Ese que todas las mañanas sale a cuidar su monte.
Este es uno de sus lugares, Oberá, en la provincia de Misiones en el litoral argentino.
Pasar por ahí por un evento muy importante y seguir el ritmo de lo que fui a hacer dejaba las piernas muy cansadas y la cabeza muy feliz.
Pero cómo esto no es la difusión de un hecho extremadamente cuidado que realizan hace treinta y un años consecutivamente, que es la feria provincial del libro, no separo las letras de los hombres.
Cada persona la convertí en un libro con esos poderes amables que se le conceden a uno cuándo entra en tierras encantadas. Y así, sin usar solamente los ojos se va leyendo con el cuerpo y con el alma, la sonrisa primero, la amabilidad que sale desde el cordón umbilical, ese que seguramente no les es cortado de la tierra. Caminan con el orgullo de la sabiduría que da el monte tan cerca, la mezcla de razas, el espíritu de combate que ya supo venir por la memoria de las cascadas y los ríos. La voluntad que parece no conocer la palabra quebrarse.
Y ya después, es solamente intercambiar dónde abrir las hojas, de los mejores cebadores de mate, de los que entienden diez y siete idiomas, de los que enseñan ajedrez en los colegios para ayudar a pensar, de los miles de voluntarias y voluntarios que hacen de la cultura su segunda prioridad. La primera es la vida.
De allí en más puede aparecer la biblioteca más grande que se haya conocido en una casa particular, la artesanía más habilidosa, la ternura que aparece muda en las plantas tan verdes que crecen sin ostentar el brillo con alboroto.
Auroras que además de haber amanecido para siempre, han volado por los cielos y ahora preparan a los niños para que amanezcan nuevos, sin las cosas que los grandes por experiencia queremos olvidar.
Entre dos fuegos todo ocurre sobre el que camina por tierra colorada. Se prende el alma y ya no se apaga.

Mercedes Sáenz

miércoles, 18 de junio de 2008

DESPUÉS DE UNA LLOVIZNA


DESPUÉS DE UNA LLOVIZNA




Se acuerda que lloró tanto, pero la causa ya había prescripto, después de dejarle los ojos flaquitos, colorados y turbios y su nariz aguileña se había ensanchada mucho peor que varios días de resfrío. Sabe que lloró cuánto pero puso las causas en el mismo lugar que cuándo era chica, en ese arcón con los demás juguetes viejos que no vuelven a abrirse hasta olvidarlos en una mudanza
Tal vez volver atrás a una noche de Callao y Alvear, en pleno centro de Buenos Aires con una llovizna que empinaba la barranca de Callao más hacia la derecha porque los edificios reflejaban unas paredes extrañas a los costados. Leila venía con unos de esos autos nuevos de luces amarillentas y ellos, la madre de anchas polleras y un chico cruzaban la calle con un carro de supermercado con las ruedas tan poco dóciles cómo suelen serlo.
Los cartones venían mojándose, de ahí el apuro y el choque. Todo saltó por el aire menos los cartones que ordenados y apretados ofrecieron una resistencia de quedarse como estaban.
La frenada fue rápida, el coche quedó torcido y la mujer de afuera en el suelo sin quebrarse las piernas, al menos una, por la cantidad de género que tenía su pollera. El bebe, con un llanto muy fuerte seguía dentro del carro del supermercado
La llovizna era lo que estaba por encima de todo pero no parecía. Todo se deslizaba bajo su matiz y la tragedia hacía otro dibujo, fue así que el niño fue levantado en un ataque de confusión y locura, en el medio de los gritos de la madre que decía que a un médico no por favor.
La mujer que manejaba abrió su impermeable como dos puertas y apretó contra su pecho al niño que sangraba sin parar, como si esa fuera la primer entrada a una posible mejoría.
La mujer de impermeable y pavor las subió al auto temblando invisiblemente.¨
- ¿A dónde quiere que la lleve? el chiquito sangra mucho…
- A la treinta y uno. Y allí se dirigieron. El auto chocado anduvo cómo pudo pero la mujer hizo el camino hasta la villa de emergencia cómo si lo conociera.
Llegaron hasta una casilla de lata un poco empinada.
En un cuarto de una sola cama y varios colchones apilados, existían sábanas, mejor usarlas poco, la puerta quedaba abierta, nada había para sacar con excepción de algunas velas y unos fósforos.
Llegó con la madre y con el hijo ensangrentado a un cuarto de lata. El auto bastante nuevo que dejó en la puerta nunca más volvió a encontrarlo.
Dos días encerrada estuvo con ese hijo en los brazos.
Algunas mujeres le traían cosas, inclusive algunos trapos limpios y pañales. Se los tiraban por las ventanas que la podían abrir desde afuera y volver a cerrarla Se sorprendió un día que le limpió la frente con un paño de hilo bordado con unas iniciales también blancas y fue el único minuto que su pensamiento se distrajo de pensar de dónde había salido.
La madre nunca se movió de ahí. No comió. Parece no haber ido nunca al baño. Salvo que se corriera la pollera y haciendo a un costado la bombacha hiciera pis sobre la tierra del cuarto.
El bebe estuvo inconciente dos días con un tajo en la cabeza que la desconocida fue curando con agua traída de escaleras arriba. Una sola vez a las tres de la mañana le abrieron la ventana intentando en vano no hacer ruido y le dejaron una bolsa con toda clase de remedios sacados probablemente a punta de pistola y pidiendo a los gritos cualquier clase de drogas para un bebe herido.
Nunca se supo quién lo hizo, supuso que era un adolescente por la largura de la pierna que vio a media luz.
La madre siempre sentada en el suelo arropaba un poco mejor sus propias mantas. En dos días no emitió palabra.
Cada tanto la miraba a la mujer que cómo una cazadora o una hembra que en posición de india, con las piernas cruzadas cuidaba su presa. Tenía al bebe cómo si fuera una cuna, desde ahí apenas lo movía para cambiarlo un poco, limpiar la herida y acomodar las mantas y su pollera que también en este caso hacían de abrigo.
Después del segundo día abrió los ojos, no buscó los de la madre. La madre no se movió del suelo. Una de las manos del chiquito primero reconoció la herida del lado izquierdo de la cabeza, con el mismo gesto de aplastar la arena jugando, la lengua salió de su boca no en llanto, el labio de color mejor ahora era mojado apenas. De un cuenco de lata abollada y chata la cazadora sacó con su mano en forma de canasta un poco de agua fresca, la poca cayó sobre el labio que alivió lo que fuera.
Se abrió la puerta y una luz tan clara y celeste iluminó por un ratito hasta que la madre saltó como si la hubiera mordido la rata que anoche le pasó cerca sin que cuenta se diera.
Salió con la cara hundida en los hombros intentando agrandar los ojos lo más posible-encanto de un antes que ahora probablemente no tuvieran efecto.
En cuánto salió, le dio un cachetazo que además de marcarle la cara la tiró al piso.
- Esta bien el pibe? Dijo, con un tamaño que cualquiera temblaría, con la camisa abierta, dos tatuajes que no se inmutaban con el frío y unos dientes tan sanos y blancos que muchos decían que se los habían puesto los espíritus.
Dicen que una vez un policía lo soltó solamente porque a una amenaza le contestó con una media sonrisa irónica y en esa boca no podían estar esos dientes.
- ¿Qué dice? Le preguntó a la del suelo.
- Nada, nunca dijo nada, pero nada malo tampoco. ´
-¿Podré entrar? Y se abotonó la camisa.
Desde el suelo la voz llorosa dijo que ella nunca había salido que no sabía que hacer ahora.
Por las dudas él tiró una patada hacia la mujer del suelo pero sólo levanto un polvo sonso.
Se paró con su mejor elegancia debajo del marco de la puerta. Arqueó un poco la espalda y casi sumisión de gato en sus movimientos torpes.
Entró despacio cómo si todo el respeto no aprendido en ningún lado tuviera ahí sin saber siquiera por qué.
La mujer que tenía al hijo de este hombre acostado en sus piernas cruzadas en el suelo, no levantó la mirada.
El hombre grande se agachó, en su tamaño, quedó a unos treinta centímetros de ella, no se le vieron los dientes y preguntó
- Con su permiso, ¿está bien el pibe?
Ella giró la cintura levantó al bebe y en sobrada agilidad se puso de pie y sin articular palabra lo depositó tiernamente en esos otros brazos que solos parecían formar un bote.
El niño empezó a llorar y el padre cómo chúcaro en el palenque lo devolvió enseguida a la mujer que no había emitido palabra. Y entonces del llanto fuerte pasó a un gemido de gato pequeño hasta emitir un sonido casi de contento.
Ella lo miró a los ojos, esta vez el no los bajó y desarrepolló la bravura igual que un animal que ya no tiene que hacer alarde de nada cuándo anda suelto porque solo va a ejercer los movimientos que le tienen permitidos.
- Dos días más y lo lleva nomás. ¿Está de acuerdo?
Si, sí contestó el hombre grande sintiendo en el pecho que en cierta forma en ese acuerdo le estaban pidiendo permiso.
Se hizo en la cabeza de pelo negro un gesto como si se tocara una boina, -ninguna puesta-pero era su forma de hacer una reverencia. Y salió del cuarto de lata.
Parecía que por ahí no había pasado nadie.



Era una tarde de esas grises medias plomizas, cuándo la tarde intentó pararse sobre los cables robados de luz y algunas casillas se iluminaban cómo si fueran mágicas.
Se oían el chillar de las cacerolas y no se oían los pies chiquitos que buscaban agua en las canillas de afuera.
Los animales empezaron a quedarse quietos y sólo alguno que otro molestaba con ladridos de perro aguado.
La ropa ya no quedaba colgada y los pocos que habían comido lo habían hecho temprano y con mate, dispuestos a levantarse temprano para ir a trabajar.
La mujer que no hablaba casi, se llamaba Leila, pero con esa cosa muy del barrio de cambiarse los nombres le decían Lashira, así todo junto. La palabra la trajo uno del norte y junto dos, algo que era una mezcla del cielo y la tierra. No supo explicarlo, tal vez solamente porque estaba parada sobre ella y debajo del universo como todos.
Lashira tenía una casa de lata en la que todo se oía, una ventana que cerraba tan mal cómo el baño de un subte y las temperaturas jugaban a los extremos más duros sin importar quien estuviera adentro.
Había que acercarse con cuidado porque nadie sabía de qué manera arreglaba las cosas. Le traían personas después de pasar por el consentimiento de los más fuertes del caserío, sólo algunos podían ir a verla.
El miedo colectivo era que Lashira un día se fuera, o un día fallara, o un día dijera que no, o un día roto ese misticismo alguien la matara.
Sucedió una vez con una madre de cuarenta años- doscientos sobre la espalda, mil quinientos sobe los dientes y ovarios de mil guerreras- más o menos que parecía tener un ataque de locura, de epilepsia o algo así. Se la llevaron que casi no pasaba por la puerta y desparramaba castañazos a cualquiera que intentara sujetarla. La metieron en el cuarto y cerraron la puerta. Alguien quiso quedarse cerca, creo que era un hijo, pero el más guapote de turno hacía postas y con sólo apoyarle una mano en la espalda lo alejaba del lugar. La mujer entró a los tumbos, mucho no había para llevarse por delante.
Lashira solo la sujetó del pelo, oscuro y largo y la locura bailó a los gritos hasta cansarse. Sus manos en un intento de agarrar cualquier cosa se desesperaban peleando con el aire, pero no llegaban hasta ella.
Seis horas la tuvo encerrada. De afuera se sentían los gritos hasta que levemente empezaron a oírse unos gemidos. Después la dejó dormir sobre unos de los colchones viejos.
Cuando salió sus ojos estaban cansados, el color de su piel algo transparente y los kilos de más de su cuerpo parecían pesar poco. La esperaban dos comadres afuera y su diálogo además de fluido fue terriblemente mentiroso creyendo que contaba la verdad.
- Me dijo palabras indias, no sé a que dioses invocó, me hizo dar un montón de vueltas para un lado y para el otro cómo las agujas del reloj, después me tiró en un colchón y me hipnotizó. Le hizo prometer a mi cabeza que jamás, nadie sabría quien es el padre de Kevin. Así que en eso estoy salvada si me vuelve a hipnotizar, ya sé que no se lo digo a nadie.
¿ Te puso alguna pasta? porque ahí adentro parece no tener nada
- Y dormida no lo sé y enfiló instintivamente por las calles finitas que llevaban a la propia.
La diosa sin poderes ni divinidades casi no podía salir sin que alguien la mirara o la vigilara o la protegiera. Empezó a caminar los cortos trayectos con una mano en el bolsillo de ese lugar en que las mujeres usaban polleras anchas, nunca pantalones en un sector gitano.
Cómo cuándo niña la mano madre la conducía por los bosques de Palermo, ahora su propia mano, en la navaja.
Poco episodio para que al lugar dónde ella vivía no entrara nadie.
Hay cosas que son más fuertes que lo que pueden soportar los más guapos, cuándo las posibilidades de maldiciones pueden extenderse a las madres, a las niñas, a las viudas.

Mercedes Sáenz

martes, 17 de junio de 2008

UN ABRAZO

UN ABRAZO




Una sola línea había dejado aquí, pues considero que el abrazo es el símbolo más perfecto de la expresión del hombre y la mujer, tengan la edad que tengan y sea cual fuere la causa que se los provoca. Padres e hijos, amigos, amantes, extraños que se ven por vez primera. Pueden ser cómplices, consuelo, consolidar un trato, formales, distraídos. Pueden ser únicos y no volver a repetirse. Tengo en la memoria de mis afectos tal vez la colección más grande de abrazos que yo conozca. Y de muy pocos de ellos me arrepiento. Lo considero siempre algo de a dos y es una de las peores sensaciones que quedan en el cuerpo y en al alma, saber que palabras vacías pueden ser más contundentes que un abrazo que fue dado con el corazón. De manera que de la misma forma que he borrado otras cosas de mi vida, borro aquellos que no han sido ciertos. Acá quiero dejar abierto hasta que vuelva el abrazo que doy y que recibo solamente de la gente sincera. Los conozca o no. El que dejo es sincero, cómo futuro diálogo de la buena fe, no de aquellos que por confusión entrelazan palabras que no dicen nada, que por no compartir las mismas opiniones con respecto a determinados temas es cómo si se hubiera cometido un asesinato del alma. Y entonces uno se pregunta ¿a quién abracé alguna vez? ¿Quién era?
Mi abrazo desde acá es imaginario, puedo darme el lujo de dártelo limpiamente, envuelto en algo transparente cómo el alma y entonces tal vez algún día escribiéndonos sinceramente podamos saber que en el medio de las letras nos hemos abrazado sagradamente. Ahora sí, feliz, te mando un abrazo.
Mercedes Sáenz

viernes, 13 de junio de 2008

FILOS DE LATA

Vela al Viento Ediciones Patagónicas
viernes 13 de junio de 2008
Filos de lata - Mercedes Sáenz y su primer libro


Filos de lata, es el nombre del primer libro de cuentos de Mercedes Sáenz, obra que acaba de ser editada por Vela al Viento Ediciones Patagónicas.

Un libro que, desde la tapa, nos invita a seguir leyendo, a seguir recorriendo cada uno de los lugares que Mercedes muestra a través de ellos, sitios de la Patagonia, puestos entre el viento y el mar, donde se huelen las matas y la aridez de esa voz de la estepa traducida por los ojos y la pluma de una niña. Y también bosques y ríos y la agreste conciencia de la que quería ser india.

Un libro que nos presenta a cada uno de los personajes que aparecen y desaparecen a punto de ser lo que no son, como No Paulina, y que hurga en las actitudes y personalidades como quién penetra la más espesa selva con armas tan fuertes como la mirada y la memoria.

Las figuritas y los caballos, las sillas y las colinas, los álamos hacia arriba y los pichones aplastados como pulgares... Arcabuceros y escapularios como señales de la memoria. Cuentos dispuestos como un catálogo de mensajes de madera, imágenes para un puente desde el periscopio o viceversa, y los ojos... Los siete de la luna y los que tiene Diana...

Un libro que recorre desde la propia todas las vidas con las que ha tenido contacto y también las otras. Adoquines de un manicomio que me hicieron pensar en aquella idea de un "dios loco" que dispone y ordena, pone y saca adoquines en un mundo que parece perfecto.

Y decir y decir, decir como y qué, morirse contando...

Un libro-mapa para el antes y el después.


Dice Dalmiro Sáenz en la contratapa de Filos de lata:

"Muchas veces en la historia de los hombres los hijos engendraron padres.

Mercedes me engendró con esa mala fe de mina divina hace varios años.

El primer asombro que me provocó fue el de nacer y el último éste libro.

Éste libro es."
El libro cuenta con fotografías en su interior gracias a la colaboración inestimable de la artista visual Isabel Capdevila.
El libro se presentará el 23/06 en la XXXI Feria Provincial del Libro en Oberá, Misiones y
el 08/07/08 será presentado por Dalmiro Sáenz y Esteban Peicovich en el Centro Cultural Recoleta a las 19 horas.Vínculo: http://velaalviento.blogspot.com/2008/06/filos-de-lata-mercedes-senz-y-su-primer.html

domingo, 8 de junio de 2008

CALLE ABAJO


CALLE ABAJO





Tan bien han dejado escrito mis amores muertos los textos que hoy hablarían por mí. Tantas veces he tenido que trabajarlos por ser escritores famosos que su idioma, certeros o no, ya dejaban preparadas nuestras cabezas para suponer y entender que lo que decían era perfecto. En caso de que no lo fuera, nos enseñaban de una manera tan subliminal que las cosas se decían así.
Así sucedió contigo, cuándo quise tomar de mi memoria algunos hechos o algunas palabras para decirte que de mi vida te estabas yendo, no las encontraba. Seguramente porque escribían algo de su realidad con una mezcla de ficción o porque estaban preparadas para distintos destinatarios. Principalmente porque su habilidad no era la mía Y en entre esos destinatarios no estaba yo, o vos al menos.
Me era difícil porque siempre tenías palabras que me dejaban con pocas ganas de hablar, contestarte era difícil porque manejas el castellano oportuno cómo nadie y las discusiones me aburren cómo pocas cosas en la vida.
Te había dicho una vez que no había nada más fácil que deshacerte de mi, sabía que cuándo se acabara esa mezcla de seducciones y caramelos y yo me sintiera cómo la silla en que apoyas el suéter cuándo volves de trabajar, calladita y sin el menor sonido, caminaría calle abajo, calle que me llevaría lejos de cualquiera de los lugares por los que vos pasabas.
Empecé a sacar tus cosas de a poco, cómo cambio tanto las cosas de lugar, los adornos, las fotos, las medias, tú te creías que era parte de un desorden cotidiano que más que enojarte te hacía gracia.
La casa no era mía ni tuya, un alquiler cualquiera decía que allí vivíamos.
¿Dejar la casa ordenada y salir? ¿Una carta explicando concienzudamente que lo nuestro terminó y que siempre en un lugar del corazón íbamos a hacer amigos? ¿Que podías contar conmigo para siempre, en virtud de lo que fuimos?
No éramos de ésos. Éramos de los que siempre sin decir una palabra decíamos la verdad, con el cuerpo, con los gestos, con el corazón puesto sobre la mesa del desayuno.
Yo pintaba bastante bien, además de escribir algunas cosas que a vos te parecían medio zonzas y estuve pensando cual sería la mejor manera de que te dieras por enterado que me había ido. En realidad creo que me lo dijiste muchas veces pero esta vez era yo la que no quería oír.
Es así de sencillo si no me estaría haciendo estas preguntas.
Estuve semanas pintando un cuadro que cada vez que lo terminaba y antes que volvieras le ponía un lienzo bastante manchado de pintura encima, Sabía que nunca ibas a mirarlo sin que yo te dijera.
Una tarde que llovía bastante y con augurios de no querer parar, temprano te avisé por teléfono a la oficina que el cuadro estaba listo y que yo tenía algo que hacer, que no iba a estar en casa.
En cincuenta por cincuenta sobre un atril había dibujada una flecha gorda, corta, amarillo mayonesa que simplemente decía siga la flecha, apuntando a la puerta de salida.
Me saqué los zapatos y empecé caminar calle abajo sobre un barro que es famoso por lo arcilloso, con exceso de agua las huellas quedan marcadas protegidas por las inmensas copas de los árboles. Esa calle de barro termina sobre un río bastante importante.
La canoa celeste – esas de colores fuertes- que especialmente se ven de noche, no estaba. La soga seguía prendida al árbol cómo un lamento mudo de impotencia.
Empecé a caminar despacio descalza sabiendo que mis huellas quedaban por un solo segundo en el trenzado de raíces hundidas en el agua - mientras sentía que la sangre de mis pies se mezcalba con las cosas que se llevaba la corriente. Es sábido que la magia el Delta desaparece cuándo la noche empieza a tragárselo a uno entre incisivos y colmillos cómo dinosaurios que a la mañana se convierten en ángeles.
Yyo no sabía durar hasta esa hora.


Mercedes Sáenz

miércoles, 4 de junio de 2008

ENCONTRARTE

ENCONTRARTE


Amores en el alma necesito, caen los otros cómo las torpezas de un descuido.
Estás ahora aquí con toda tu inmensidad.
Amor de palabras de saber lo que escribo. Saber que puedo tocarte con solo una pupila
Saber que tiembla mi cuerpo después de dibujar letras sobre mi y asegurarte que no tengo ninguna herida. Estás aquí con toda tu inmensidad.
Me siento cómo una india que espera el sol y sonrío.
Cuándo nadie mira, me besa, y su boca
perdura.
Y no sos vos, vos dolías.


Mercedes Sáenz

domingo, 1 de junio de 2008

HISTORIA DE DOS SILLAS

HISTORIA DE DOS SILLAS



Cómo ya no se hablaban, ni si se mandaban cartas, ni se contaban los quince minutos más zonzos del día con cierta complicidad y hasta con algo de poesía, cada uno decidió mandarle al otro, sin ponerse de acuerdo, cómo último mensaje, una silla vacía. La foto de la silla en dónde se sentaba cada uno cuándo se escribían a través de la computadora. Eran una de las cosas que del otro no conocían.
No habría de esta manera adioses de teleteatros, ni dimes ni diretes, ni esas cosas tan amorosas o tan trágicas que uno puede imaginar con los escritos ya que no tiene los cuatro sentidos que faltarían pegados a uno.
La voz que alguna vez habían dicho secretamente algo al oído que lo llevaban hasta la almohada y lo apretaban contra ella para que durara el mayor tiempo posible.
El olor que tantas pocas veces se habían repartido. Alguna comida en que más se degustaba el color de los ojos, las miradas que no saben dónde ponerse porque eran tan nuevitas y no sabían si de la misma manera alguna otra vez, tendrían esos colores. Y el sabor dulce que sabe repetirse. Las manos que se tocaban con un poco de vergüenza, un bajar sin tropiezos por las mejillas, tal vez sin tocar la boca porque había por otro lado gente dispersa y desconocida y el miedo de que existiera un beso de aquellos, de los que para siempre se dice de aquellos.
No volvieron a verse.
Siguieron escribiéndose a veces con voracidad y con sed, otras veces con cosas tan tontas para el que no las ve como el color de una montaña, o la manera de tomar un café, o lo tonto que estaba el perro que ladraba aunque no sonara el timbre.
Pero la vida apura y arrincona de distinta manera y nadie escapa a esa muerte que se decreta sola sin saber por qué.
En esta manera de escribir se vive de la palabra y como ninguno de los dos chateaba a veces los modos no pueden corregirse y emerge cómo un mounstro de filosas espadas lo que quiso decirse, lo que no se enteró, lo que volvió a esconderse adentro de la galera del mago y nunca más volvió a aparecer. Sólo un soplido de humo cómo una última expiación y es tan larga la galaxia cibernética que seguramente fue a parar a la salida de una pipa o al resoplido de un caballo al terminar una carrera en cualquier punto del planeta.
Las sillas quedaron solitas en una hoja blanca que ni siquiera es de papel, cada una encerrada en una computadora. Nunca se conocieron. Dicen por ahí que tenían tantas cosas para contarse. Los verdaderos secretos de cuántas veces giraban las ruedas de una de ellas. Cuántas veces él debía atender varios escritos al mismo tiempo, cuantas veces utilizar el diccionario.
Cuántas veces ella cambiaba de posición porque no apoyaba las piernas en el suelo. Cuántas veces iban a enterarse que siguen escribiendo y se leerán por ahí, por esos inmensos espacios no tan grandes cómo los que ahora los separan.
Quién diría de algo de dos simples sillas. La vida tal vez…o lo que alguno de ellos guardará para siempre en la ternura de su memoria.
Mercedes Sáenz