jueves, 28 de enero de 2021

HUMO

 


HUMO




La prohibición de fumar festejaba instalada en casi todo lugar cerrado de Buenos Aires, no aquí, dónde el humo era el aliento de todas las bocas, era el silencio sin movimiento, la espesa caricia de todas las manos en las caras, la última palabra, callada y muerta, la que no discute, un espacio en el aire capaz de contener todos los mensajes sin dueños.

Yo los miraba detrás del mostrador, oculta por una máquina de cerveza tirada que tenía casi mi misma anatomía. Más de una vez no se daban cuenta de mi presencia, ni de mi escote más subido, ni de mi boca pintada, ni del amor al que alguna vez jugué con casi todos ellos, eso sí, de a unito.


Los veía medio girado el cuerpo y el codo sobre la madera, arrugada ya la camisa sucia con olores rancios, la boca seca y algunos músculos que solitos ya sabían donde descansarse.

Frascos de colores vagos en la curva del mostrador y una vela corta en un plato de barro. Ya no hay botellas después de las últimas embestidas, emboscadas.

Ya no se buscaba el estaño después de algunos golpes en la nuca de quiénes no volvieron a levantarse

No se daban vuelta, los triángulos de espejos detrás de la barra partían sus caras en callecitas poco iluminadas, partidas así cómo pequeñas cicatrices.


- ¿La dejaste?

Los párpados bajos apretaron la mirada contra el suelo sabiendo que el piso a veces se nubla, a veces se mueve y es bueno pensar que no son los ojos los ariscos.

- Tengo que sacar un papel antes de contarte, traté de anotarlo.

Metió la mano en el bolsillo y escuchó la candorosa amabilidad de las monedas, su salvoconducto en las tardes de rabiosas borracheras. Llevaba el cambio justo y en un confuso desorden de palabras le extendían un boleto hasta dónde alcanzara. Podía dormirse tranquilo sabiendo que lo despertarían cerca de su barrio.

- La dejé –continuó-, empezó a hablarme raro, cada vez que quería estar un rato con ella me salía con cosas como- levantó el papel a la luz de la vela y leyó: estudiarse para adentro, ver el interior de cada uno, tratar de hacer un proyecto para cambiar mi vida aunque no fuera con ella. Parecía la secretaría general de un sindicato que integraba yo solo. No es que no le entendía, las iglesias ésas que pasan por televisión a las mil de la madrugada de brasileros que no se les entiende ni una jota, dicen lo mismo.

- ¿Y todo eso para qué?

- Dice que es para ser mejor, que lo único que conoce de nosotros es la forma de tomar hasta que nos sacan arrastrados de los brazos hasta el callejón. Que nunca vamos a ser nadie.

- ¿Por qué me hablas en plural si se supone que se trata de vos solo?

- ¡No me vas a dejar solo en esta podrida! Si me dejas vas a tener que buscar palabras en el diccionario para entenderme.

¿Qué les pasa a todas que hasta mi señora habla de plantar zapallos en un balde?


Hablaban de lo que decía mi boca, la mía, la de tantos besos sobre sus heridas, la de tantos murmullos en diminutivos para que pudieran entender los oídos que seguramente sangraban alcohol por dentro, mi boca, la mía, empezó a torcerse hacia un costado en dónde mi lengua moja mis labios antes de vociferar sin detenerse. Y no hablaron de mis brazos, no hablaron, ni de mi pecho, ni de mi cama. Y entonces, nada dijo mi boca.

En mi memoria el silencio se desbocó desesperadamente en olvido.

Tiré el libro que me enseñaba esas cosas en el mismo callejón de barro cerca del Riachuelo, muy pegado a la basura, dónde los hombres que no levanto quedan por mucho rato.

Cualquiera desde la calle de la otra orilla, mirando salir el sol sobre el río menos oscuro, pueda ver tal vez como la luz de una vela me deforma la cara, hasta divinizar esta expresión un poco bestial, la de advertir este cementerio lento, esta tristeza dónde un cielo de humo baja pegajoso como un ojo feroz en la noche hasta rozar mis polleras otra vez mañana y otra vez después de mañana.


viernes, 15 de enero de 2021

NO SÉ

 NO SÉ


he visto campanarios  sin campanas

y caminar animales sobre estepas de cielo

tengo todavía los ásperos sueños

de creer que entenderse se entendía.


no leo como vos la luna 

y he visto

cómo se posterga siempre  lejos

el jardín en que creí  creía.


antes de pronunciar mamá

ya era la duda.

y soy ahora, sin flores, sin diosas griegas

loca de varias casas.


no soy por elección la que parieron

ni la que me hicieron, ni la que me hice hacer.

No creo que nadie sepa

si mi bipolaridad tiene más de dos vértices,

yo cuento siete,

siete sin ninguna valentía.


sentada en el suelo, 

estoy parada sola

sin saber qué hacer 

en un dudoso silencio

conmigo.



Mercedes Sáenz


jueves, 24 de diciembre de 2020

MULA POR CABALLO

 MULA POR CABALLO

CUADRO DE MARCELA BAUBEAU DE SECONDIGNÉ


Le converso Tata cómo todas las navidades, cambiando un poco a veces el tono, porque después del seis de enero es para empezar si usted lo dispone, otra vez la vida de vuelta.

Yo sé que Usted anda por tantas partes con tanto por hacer especialmente en estos pagos, que creo que si le hablo también es una manera de que se acuerde, que se le haga más fácil.

Eran tiempos en que los colores de las montañas aún no se habían bajado de mis ojos, muy al sur desde dónde usted mira el mundo. Era nómade en ese entonces. Supe de tener familia pero la tierra brava suele llevarse hasta eso. Y ha quedado arropada cómo se pudo con una cruz hecha de piedra. La piedra que usted hizo no suele moverse, salvo que el golpazo venga desde muy abajo y todo tiemble. Las piedras le hacen caso… sólo a Usted le tienen miedo.

Es cuándo solo uno se siente bastardo, cómo si no lo hubiera parido esta tierra. Me sobra espacio para escapar, pero ya debe de saber usted que no son mis ganas.

-¿Se acuerda de mi rancho Santo Dios? Es sólo un cuadrado pero con la modernidad de que el baño hace ya dos años que lo hice adentro.

El piso es de tierra, pero no es por no haber querido ponerle piedras. Cuándo  estiro las piernas porque empieza a endurecerse mi espalda (no ensucio las alpargatas), es la forma que tengo en estos fríos de poder estar descalzo.

Voy a pedirle lo mismo que todos los años, que los álamos no se caigan, que no se me nublen los ojos cuándo esquilo las ovejas, que no me enoje tanto cuándo el viento me envuelve cómo si fuera a llevarme para los cielos suyos, porque creo que todavía tengo mi cielo acá mientras pueda mirarlo.

Que la próxima vez que vaya hasta el pueblo estén los que estaban y si usted puede, que a ninguno le falte nadie.

Hoy hice todo temprano. ¿Me vio cortando la leña mucho antes del sol? Traje el agua para el baño y preparé la comida.

Elegí quedarme en un rancho al borde de un río color pupila, que toma con los ojos todos los colores que conozco, y así cerquita del suelo puedo verlo, amable y caprichoso, no se va de dónde lo pusieron.

Sé que está soplando el viento, pasa por debajo de la línea de mi puerta. Mueve apenas la tierra del piso.

 Como todos los años voy a empezar a empilcharme para su fiesta. La camisa blanca no envejece porque suele tener siempre alguna prenda encima. Las alpargatas recién lavaditas… Los pantalones que son mi lujo, renegridos de un principio, sí van goteando tiempo. Sabía vestirme en la época de los ingleses pero ahora alrededor del cuello uso algo más tibio, que lo sienta más tibio.

En mis épocas de ayudante en los ferrocarriles,  estudiaba pero aprendía poco, no pasé ni el yes, que se los decía con la cabeza, para arriba o para los costados.

Ya pasé por muchos años y nunca me amigó la política, ni las componendas y más de una vez me han hecho pasar por zonzo, decían que ni amigos tenía, pero yo sabía, que Usted estaba.

Acepté siempre lo que me dio cómo lo da un amigo y lo que no me ha venido sabrá usted de sabio nomás.

La cacerola de hierro pesado está quieta sobre un enrejado, tapada cómo si guardara secretos... como si otras manos la hubieran llenado.

Solía tirar arriba del fuego alguna que otra cosa de carne pero mi perro hasta sabe llevarse el pescado. Nunca pude pegarle porque es en lo único que no obedece

Me han quedado pocas cosas de mis otras vidas, de las que alguna vez me hicieron estudiar casi a los golpes. Pero el catecismo me lo enseñaba mi vieja en unos libros chiquitos de colores y dibujos, más dibujos que letras y ella decía siempre que cada navidad uno nacía de nuevo para volverse más bueno.

Ya se hace la nochecita.

Me voy entonces a buscarlos, al chiflido nomás me siguen a paso corto. La más difícil de entrar es la mula, que siempre desconfía al pasar por mi puerta y algún par de pataditas tira, casi de saludo nomás, porque no le pega ni al barro de las paredes. La vaca y la oveja son dos niñas parecidas a las que alguna vez vi en alguna estación de tren, caminan pegaditas ignorando sus ancas cómo las niñas que tapan sus caderas con vestidos de telas generosas.

Mucho tiempo me llevó acostumbrarlas para no pasar la noche de Navidad solo.

Tata, acá no puedo armar un árbol.

A cuarenta leguas tengo el pueblo más cercano y el carro cuándo me lleva si usted viera la cara al caballo… Parece que no me mirara por dos días después.

En estos tiempos más se enoja porque hago entrar a los otros animales dentro del rancho pero en su pesebre me dijeron que no había caballos.

La mula anda media vieja ya, quería preguntarle si en caso de que el año que viene me faltara, usted me daría permiso para que entre el caballo. Lo empiezo a acostumbrar cuándo haga frío y en caso de necesitarlo... Digo, es lo más parecido, la mula no voy a poder cambiarla por otra, pero un caballo tal vez sí.

Paso la noche en la silla grande, con guitarra y un vino muy largo que hace luces contra las brasas y es lo que quedo mirando cuándo los animales ya se ubicaron quietos.

Eso de acostarme en la cama sería una irreverencia al pesebre de cuándo usted era niño. Velas se suele tener en estos lugares y ya las dispongo cerquita de la virgen mía. Me perdonará seguro si se acaban antes de las luces que por horas me dibuja el vino. Eso me hamaca en recuerdos, les hablo un poco bajito a los pobres animales cuando ya les saturó el canto.

Ya se hace la nochecita, voy a echar un silbido largo.

En realidad que le voy a andar con vueltas mi querido Santo Dios. 

Usted ya sabe que la mula más temprano la he visto tiesa y que con su permiso voy a demorarme un poquito porque voy a tratar de hacer entrar al caballo.

Se hace la nochecita pero le juro, que hasta dentro del rancho, todo se hace más oscuro.

Mercedes Sáenz


sábado, 12 de diciembre de 2020

NADIE HASTA MAÑANA






 NADIE HASTA MAÑANA

Su marido viajaba en aviones que jamás llegaban ni en fecha ni en horario.

La persona que vendría a hacerle compañía avisó que le era imposible llegar ese día, al día siguiente temprano tal vez, pero Cris a nadie le dijo que se quedaba sola con su ceguera.

Conocía su casa absolutamente de memoria, sabía que casi todo era blanco, que alguien durante muchas horas se ocupaba de dejar todo  impecable y siempre las cosas en el mismo lugar antes de retirarse a la noche.

Se levantó esa mañana, tocó el aire cerca de su muslo y el vacío le extrañó. Tal vez esté afuera pensó con cariño, cuando duermo sale a veces porque sabe entrar solo, en cuánto oiga que me moví aparecerá.

Con los pies buscó las pantuflas blancas, se desenredó el camisón de atrás de sus piernas y se levantó a hacerse un té.

Con la mano entera eligió una taza y hundió sus dedos dentro para medir su profundidad. Era la misma taza, pero cualquiera puede confundirse. Esa frase más de una vez taladraba su cerebro. Se había quedado ciega porque un auto la atropelló y cualquiera puede confundirse. Y una vez también por no poner un plato arriba de la taza para calentar el agua en el microondas, junto con todo lo que le ponía a su té, en el primer sorbo escupió una cucaracha.

Había cosas que trataría de que no le pasaran de nuevo, aunque cualquiera pudiera equivocarse.

Apenas unos minutos y nadie tocó su muslo, ni estaba ese olor en el aire, ni el ruido de estar viniendo, imperceptible contra el piso, porque prolijamente le cortaban las uñas.

- As, -dijo en el medio del silencio. No importaba el zumbar del microondas ni algún ruido que llegara de afuera.

- As, -repitió suavemente con la voz trabada del miedo de advertir esa ausencia por primera vez desde esta vida.

No volvió a llamarlo.

Caminó hasta la cocina el trayecto de memoria arrastrando los pies sin levantarlos del suelo, así le habían enseñando a caminar cuándo los lugares eran nuevos y su perro no existía.

Los pies de Cris tropezaron y sintió que el corazón se disparó- seguramente para no volver- y su lengua no se movió. Los ojos se cerraron, era lo mismo tal vez, pero se cerraron llorando antes de saber.

Se inclinó hasta arrodillarse ignorando el camisón que entorpecía. Las manos desesperadas recorrieron pelo y contrapelo el cuerpo entero intentando reconocer algún signo vital o alguna excusa,  algún motivo que diera razón a semejante quietud, que algo se moviera para que todavía no fuera la muerte. Ojalá esta vez se equivocara, pero esa es definitoria y tozuda cuándo decide llevarse el aire.  No había heridas, en el perro.

Ahora se sentó en el piso y lloró no sabe cuánto.

No buscó ningún teléfono, ni siquiera los ya tenían el discado directo para socorrerla en sus previsibles urgencias.

Lloró no sabe cuánto mientras le hablaba bajito con la mano cóncava cerca de las orejas contándole el último de sus secretos.

¿Se imaginó sacerdotisa intuyendo un rito? Buscó una pala chiquita, sin punta filosa, esas de hacer canteros,  y se sentó en el jardín. Extendió las piernas y marcó con las pantuflas el perímetro que creía necesario.

Sintió que la noche caía dos veces, aunque haya sido una sola. Cuándo estando de pié el pozo le llegó a las caderas, se aseguró que la tierra no se hubiera desparramando muy lejos. Lloró no sabe cuánto cuándo el perro quedó adentro sin  saber nunca qué salpicó la pala  a mitad de camino.

Amanecían los ruidos y cruzó por la cocina con el paso seguro de saber andar a ciegas mientras la tierra iba cayendo de su cuerpo. Con torpeza quiso detenerse en los empeines pero sólo consiguió aferrarse con fuerza en el pelo.

Se sacó el camisón antes de meterse en la cama a esperar  que alguien llegara a hacerle un té. Ensucié todo-pensó- pero cualquiera puede equivocarse y siguió llorando nomás, tanto.

Mercedes Sáenz


viernes, 13 de noviembre de 2020

DECIR CÓMO, DECIR QUÉ

 DECIR CÓMO, DECIR QUÉ




 





Atendía su consultorio con esmero y un cierto grado de alegría. Era psicóloga y se llamaba Andrea.

Por las noches se sentaba en una silla sola frente a un público numeroso y esperaba que creciera el silencio absoluto y entonces desde esa silla, iluminada por una lámpara derecho a su cabeza, se separaba el pelo en hermosas colinas que descendían sobre su cara como un torrente de agua incierta, y se convertía en la imagen de lo que estaba dispuesta a contar.

Música, sonido del viento, olores, tristeza y alegría, cabían debajo de sus párpados, al cerrarse o al abrirse o al dejarlos quietos como dos mariposas de arena.

En sus narraciones podía llevarte a un pequeño pueblo de Turquía, descalza por el sur argentino o marearte en un barco holandés,

Desde la misma silla podía ser una inmigrante con un vestido gris esperando en Retiro que la pasen a buscar, las piernas cruzadas y las manos escondiendo todas las expectativas sobre sus faldas.

Si se ponía de pié podía ser una estatua perfecta. Si osaba mover los brazos, era como un flamenco sobre el agua plateada. Tremenda la dignidad de su cuello, para ser un perfil que duraba sólo unos segundos.

Algunas de sus historias eran de autores famosos o no, de las Mil y una Noches, de gente que esperaba en el subte o de amores que volaban y morían.

Una noche yo fui sola. Tenía ante mí una copa de buen vino que convidaba la casa. No la toque por no romper el juego de luces que había sobre ella, siempre pensé en el vino tinto cómo la sangre y el en vino blanco, lágrimas.

Esa noche, Andrea con una copa de vidrio en la mano contó una historia árabe de las más sugestivas que oí en mi vida y un aplauso insistente y continuo provocó que algunos reflectores se prendieran.

Ella no se movió agradeciendo al público que estaba casi todo de pié. Giró lentamente su cabeza hacia la izquierda y una luz indecisa la iluminó levemente amarilla. Brillaba su pelo pero sobre nosotros el silencio negro.

Su cara, mezcla de cera e incienso, como una virgen legendaria.

-Viene a cuento- dijo lentamente, levantó las manos y las cruzó como una paloma sobre su pecho. No movió sus párpados y dos lágrimas gruesas le cayeron de los ojos. Miró fijamente un sólo lugar y dijo con ternura-

- Yo tenía un amor que se llamaba Javier…


Sólo de unas de sus manos salía sangre cada vez más roja que entraba por la manga negra de su vestido y se deslizaba por sus dedos con una lenta velocidad maldita.

Estoy muriendo por la mitad- dijo sin bajar la cabeza.

Nadie se movió.

Era una estatua doblada en dos cómo un libro, la curva de su espalda una línea recta y ahora la sangre corría por sus piernas.

La cara de Andrea desaparecía en capas transparentes. Y sus ojos cerrados. Su brazo, el del tajo alevosamente abierto, quedó suspendido en el aire como un adiós imperceptible, como si de un bote tocara el agua con la punta de los dedos. Con algún Javier, supongo, salieron de la luz y de mí para siempre.

No me moví ni tomé la copa de vino. Cuándo pude levantarme supe que cómo un ciego para siempre llevaría esas voces conmigo.

Mercedes Sáenz


jueves, 29 de octubre de 2020

LA SILLA


         

CUADRO DE MARCELA BAUBEAU DE SECONDIGNÉ 


 LA SILLA



No es fácil olvidar lo que ocurre debajo de los flequillos, cuando los ojos asoman apenas y uno deja entrar los pensamientos sin saber que hará la cabeza con ellos.

En esa época de alguna manera todos teníamos flequillo.


Veníamos del sur de un campo en Comodoro Rivadavia. No fue difícil Buenos Aires en esos años, colegio a media cuadra, todos con delantal blanco, palmeras en el jardín, pájaros y peces y el mejor humor que a esa edad se puede conocer.


Tenía once años cuando me pidieron por primera vez que dijera un verso el 17 de agosto

-Papa tengo fiebre

-La fiebre es una sensación térmica m´hija y el miedo no. No se levante de esa silla hasta que haga correctamente el verso de mañana.

-Quiero diez minutos para pensar, dije.-

-Cómo no, - contestó- pero que sean los mejores de su vida, porque tengo poco tiempo.

Yo tenía once años, una silla, y tres minutos para convencer a ese padre que parecía salido de una enciclopedia cualquiera.

Me encerré en el baño y me acosté en la bañadera como en una hamaca paraguaya. Las manos detrás de mi nuca me daban la impresión de estar pensando como los inteligentes. Empezaron a aparecer palabras, pero papá era escritor y sabía como usarlas para sostener sus argumentos.

Ya eran las 18.30. Si lograba que ese señor padre cambiara de opinión me eximía de ese aparato docente organizativo cada vez que había un acto. Este era peor, porque yo actuaba.


Pero sólo tenia una silla (actriz yo no era) y un espectador que hacía de juez y jurado.

Salí del baño sin que me viera, me puse el delantal planchado con almidón, las medias hasta las rodillas, la escarapela y prolija las colitas de caballo.

No lo llamé.

Llevé la silla hasta donde él estaba y me acomodé sentadita como una secretaria en entrevista nueva.

Mi postura se deshizo poco a poco. Mis brazos fueron enormes horizontes. Mis manos y mi cuerpo hablaban historias. Sentí todos los cielos cuando crucé la cordillera. Un balazo a mi caballo y no me dieron otro. Sostuve la escarapela en un nido de patria nueva.

Dí vuelta la silla y puse mi cuerpo apretado entre las patas de madera y lloré no muy silenciosamente sobre los duros mares que me llevaron a morir a Francia.

Nunca dije una palabra. Papá tampoco


Al día siguiente en el colegio lo ví en primera fila.

En el momento de subir al escenario pedí una silla. Pareció algo confuso pero me la dieron.

Sabía que un espectador tenía miedo pero yo tenia once años.

Me senté en el borde derecha y prolija y dije con voz fuerte: “Padre nuestro que estás en el bronce y en la primera fila también” y seguí con mi texto de manera enfática y como mejor lo creí conveniente.

Después llegó un 18 de agosto cualquiera.


Mercedes Sáenz

viernes, 23 de octubre de 2020

LA TORTUGA ESCOCESA

 

PARA MI HERMANA DOLORES SÁENZ





LA TORTUGA ESCOCESA



Era la menor de cinco mujeres, flanqueada por nueve hermanos, el mayor hombre, también los últimos tres.

A las mujeres nos vestían de escocés y por ser la menor, se ligaba todas las polleras que por tamaño venían del resto de nosotras. Le costaba caminar porque su tierna redondez la hacía girar más por el mundo que sostenerse sobre sus propios pies.

Cuando intentó dar sus primeros pasos, se caía al suelo, le costaba darse vuelta, pararse y volver a empezar como si nada hubiese pasado. Decíamos jugando, igual a las tortugas. Le decíamos Lola y pocas veces por su nombre verdadero.

Teníamos un perro ovejero alemán adiestrado y buenísimo, casi daba pena el concepto de obediencia debida que le había sido incorporado. Sabíamos que sobre él había caído porque volvía de sus recorridos, de un pasillo que entonces nos parecía largo, con las mangas mojadas. Jamás la mordió. Solamente le avisaba que en determinado rincón debía pegar la vuelta, porque el tamaño del perro para Lola era como caerse en la mitad de la popular de la Cancha de Boca.

Y es a propósito que escribo la palabra Cancha y la palabra Boca.

En esa selva inmensa que era nuestra vida, empezó bastante silenciosamente a abrirse paso y su cuerpo y su cara, tal vez la convirtieron en la más linda de todas nosotras.

No existía el azul en nuestros escoceses sin embargo con una letra bastante particular, escribió una simple composición para el colegio, que se llamaba Azul.

Ojalá yo la tuviera. Y por sobre todo, haber tenido esa facilidad para describir con tanta sencillez e inteligencia algo tan infinito e inatrapable como el Azul.

La vida la atrapó en un cuerpo fuerte y menudo, le dio la boca más linda que hayas conocido y un cerebro que no puedo definirlo con la exactitud que quisiera porque aún no deja de sorprenderme.

Un día volvió de colegio, esta vez con una obligatoria pollera gris y dijo que quería ser psiquiatra. Después de haber sido una buena alumna y de haber hecho las averiguaciones que la facultad le exigía, volvió a casa diciendo que para ser psiquiatra, primero debía recibirse de Médica.

Con la misma simpleza que describió el color Azul, dijo, estudiaré primero Medicina, tan luego. Y lo hizo, acompañada de un mate y de noches eternas con poca luz, y libros que eran más grandes que sus antebrazos.

Poco daba el sol en esa cara porque las horas de estudio se lo llevaban todo.

Yo no entendía como hacía cuando tenía un casamiento o algún evento especial con el que siempre fue su novio en esa época, porque salía de ese cuarto, toda vestida de negro, a veces, con pañuelos de lentejuelas en la cabeza, igual que una diosa chiquita y menuda, con una fuerza y una luz que no coincidían con el encierro de las horas de estudio. Sólo decía: “de negro y algo de pintura no se nota que el sol no ha pasado por mi cuerpo”. Decía que habría tiempo. Y se lo tomó.

No conocí a nadie que recorriera las letras de los libros de cualquier tema, con la misma facilidad que discurría y analizaba los idiomas del cerebro.


No conocí a nadie que tuviera tanta fuerza en un envase tan pequeño, ni que en esa fuerza pusiera tanta ternura cuando indefectiblemente toda esta gigante familia de enredos, la consultaba por los temas más difíciles o más triviales.

Cambiaba el tono de voz, se inclinaba si hacía falta hacia el problema o se montaba en un ejército de elefantes orientales para ponerse a la altura de las circunstancias.

Nunca supe si usó la sabiduría de las tortugas o le llegó desde el universo una caparazón transparente que la hizo convertirse en la mujer que es hoy.

No sé si esa caparazón le pesa o simplemente ya la lleva puesta como la capa de una imaginaria heroína, ya que cualquier cosa que pasa, valga la rima, en casa se dice “preguntale a Lola”.

No sé si pertenece del todo a este planeta porque cuando dice o hace cosas geniales, y uno le pregunta quién lo dijo, de dónde lo sacó, en que libro lo leíste, cómo lo conociste o un complicado por qué, simplemente dice “no sé”, alguien me lo debe de haber soplado, como de banco a banco, a escondidas de un gran maestro.

Yo tengo la suerte de tenerla de hermana.

Mercedes Sáenz.