NADIE HASTA MAÑANA
Su marido viajaba en aviones que jamás llegaban ni en fecha ni en horario.
La persona que vendría a hacerle compañía avisó que le era imposible llegar ese día, al día siguiente temprano tal vez, pero Cris a nadie le dijo que se quedaba sola con su ceguera.
Conocía su casa absolutamente de memoria, sabía que casi todo era blanco, que alguien durante muchas horas se ocupaba de dejar todo impecable y siempre las cosas en el mismo lugar antes de retirarse a la noche.
Se levantó esa mañana, tocó el aire cerca de su muslo y el vacío le extrañó. Tal vez esté afuera pensó con cariño, cuando duermo sale a veces porque sabe entrar solo, en cuánto oiga que me moví aparecerá.
Con los pies buscó las pantuflas blancas, se desenredó el camisón de atrás de sus piernas y se levantó a hacerse un té.
Con la mano entera eligió una taza y hundió sus dedos dentro para medir su profundidad. Era la misma taza, pero cualquiera puede confundirse. Esa frase más de una vez taladraba su cerebro. Se había quedado ciega porque un auto la atropelló y cualquiera puede confundirse. Y una vez también por no poner un plato arriba de la taza para calentar el agua en el microondas, junto con todo lo que le ponía a su té, en el primer sorbo escupió una cucaracha.
Había cosas que trataría de que no le pasaran de nuevo, aunque cualquiera pudiera equivocarse.
Apenas unos minutos y nadie tocó su muslo, ni estaba ese olor en el aire, ni el ruido de estar viniendo, imperceptible contra el piso, porque prolijamente le cortaban las uñas.
- As, -dijo en el medio del silencio. No importaba el zumbar del microondas ni algún ruido que llegara de afuera.
- As, -repitió suavemente con la voz trabada del miedo de advertir esa ausencia por primera vez desde esta vida.
No volvió a llamarlo.
Caminó hasta la cocina el trayecto de memoria arrastrando los pies sin levantarlos del suelo, así le habían enseñando a caminar cuándo los lugares eran nuevos y su perro no existía.
Los pies de Cris tropezaron y sintió que el corazón se disparó- seguramente para no volver- y su lengua no se movió. Los ojos se cerraron, era lo mismo tal vez, pero se cerraron llorando antes de saber.
Se inclinó hasta arrodillarse ignorando el camisón que entorpecía. Las manos desesperadas recorrieron pelo y contrapelo el cuerpo entero intentando reconocer algún signo vital o alguna excusa, algún motivo que diera razón a semejante quietud, que algo se moviera para que todavía no fuera la muerte. Ojalá esta vez se equivocara, pero esa es definitoria y tozuda cuándo decide llevarse el aire. No había heridas, en el perro.
Ahora se sentó en el piso y lloró no sabe cuánto.
No buscó ningún teléfono, ni siquiera los ya tenían el discado directo para socorrerla en sus previsibles urgencias.
Lloró no sabe cuánto mientras le hablaba bajito con la mano cóncava cerca de las orejas contándole el último de sus secretos.
¿Se imaginó sacerdotisa intuyendo un rito? Buscó una pala chiquita, sin punta filosa, esas de hacer canteros, y se sentó en el jardín. Extendió las piernas y marcó con las pantuflas el perímetro que creía necesario.
Sintió que la noche caía dos veces, aunque haya sido una sola. Cuándo estando de pié el pozo le llegó a las caderas, se aseguró que la tierra no se hubiera desparramando muy lejos. Lloró no sabe cuánto cuándo el perro quedó adentro sin saber nunca qué salpicó la pala a mitad de camino.
Amanecían los ruidos y cruzó por la cocina con el paso seguro de saber andar a ciegas mientras la tierra iba cayendo de su cuerpo. Con torpeza quiso detenerse en los empeines pero sólo consiguió aferrarse con fuerza en el pelo.
Se sacó el camisón antes de meterse en la cama a esperar que alguien llegara a hacerle un té. Ensucié todo-pensó- pero cualquiera puede equivocarse y siguió llorando nomás, tanto.
Mercedes Sáenz
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