CUADRO DE MARCELA BAUBEAU DE SECONDIGNÉ
LA SILLA
No es fácil olvidar lo que ocurre debajo de los flequillos, cuando los ojos asoman apenas y uno deja entrar los pensamientos sin saber que hará la cabeza con ellos.
En esa época de alguna manera todos teníamos flequillo.
Veníamos del sur de un campo en Comodoro Rivadavia. No fue difícil Buenos Aires en esos años, colegio a media cuadra, todos con delantal blanco, palmeras en el jardín, pájaros y peces y el mejor humor que a esa edad se puede conocer.
Tenía once años cuando me pidieron por primera vez que dijera un verso el 17 de agosto
-Papa tengo fiebre
-La fiebre es una sensación térmica m´hija y el miedo no. No se levante de esa silla hasta que haga correctamente el verso de mañana.
-Quiero diez minutos para pensar, dije.-
-Cómo no, - contestó- pero que sean los mejores de su vida, porque tengo poco tiempo.
Yo tenía once años, una silla, y tres minutos para convencer a ese padre que parecía salido de una enciclopedia cualquiera.
Me encerré en el baño y me acosté en la bañadera como en una hamaca paraguaya. Las manos detrás de mi nuca me daban la impresión de estar pensando como los inteligentes. Empezaron a aparecer palabras, pero papá era escritor y sabía como usarlas para sostener sus argumentos.
Ya eran las 18.30. Si lograba que ese señor padre cambiara de opinión me eximía de ese aparato docente organizativo cada vez que había un acto. Este era peor, porque yo actuaba.
Pero sólo tenia una silla (actriz yo no era) y un espectador que hacía de juez y jurado.
Salí del baño sin que me viera, me puse el delantal planchado con almidón, las medias hasta las rodillas, la escarapela y prolija las colitas de caballo.
No lo llamé.
Llevé la silla hasta donde él estaba y me acomodé sentadita como una secretaria en entrevista nueva.
Mi postura se deshizo poco a poco. Mis brazos fueron enormes horizontes. Mis manos y mi cuerpo hablaban historias. Sentí todos los cielos cuando crucé la cordillera. Un balazo a mi caballo y no me dieron otro. Sostuve la escarapela en un nido de patria nueva.
Dí vuelta la silla y puse mi cuerpo apretado entre las patas de madera y lloré no muy silenciosamente sobre los duros mares que me llevaron a morir a Francia.
Nunca dije una palabra. Papá tampoco
Al día siguiente en el colegio lo ví en primera fila.
En el momento de subir al escenario pedí una silla. Pareció algo confuso pero me la dieron.
Sabía que un espectador tenía miedo pero yo tenia once años.
Me senté en el borde derecha y prolija y dije con voz fuerte: “Padre nuestro que estás en el bronce y en la primera fila también” y seguí con mi texto de manera enfática y como mejor lo creí conveniente.
Después llegó un 18 de agosto cualquiera.
Mercedes Sáenz