ESTRELLA DE AZÚCAR
Era de noche ya y la hora del cansancio de las manos. Terminaba su rutina, sacudía de los guantes de goma las últimas gotas para colgarlos a secar.
El delantal apretaba flojo en la cintura pero así quedaba hasta la hora de irse a la cama.
Una viudez no de esa noche ni la mitad de la noche que fue, ni de la que viene, -un auto sin querer se ocupó de su marido viniendo de frente- la habían encerrado casi sus treinta y nueve años en la cocina.
Era común antes, en la siesta de Venancio, caminar descalza hasta la sombra del caldén y tomar juntos unos mates sin decir una palabra. Con ese mismo silencio, siempre el mismo silencio, él se levantaba y echaba su cuerpo bajo la propia sombra o en otra parte
Varias veces le había pedido que después de la noche la acompañara a compartir un café. Las dos tacitas blancas en la mesa, una carpetita de hilo fino, bordada por su madre hace años ya, una azucarera que brillaba cómo si nunca hubiera conocido otro color.
Ya dormían las cosas del otro lado, ni siquiera la canilla bocaneaba blandos monosílabos.
- Un café Venanzio, vos sólo mirame. Yo me cruzo de piernas y me levanto el pelo, hasta tengo un peine en el bolsillo. Quiero hablar cómo esas de televisión, que no toman mate, que juegan con la cucharita dos horas con la tacita en las faldas. Pero yo a vos te doy café en serio y te cuento mientras lo que dice la radio del clima igualito que va a haber mañana.
Hasta la noche de afuera la dejó sola.
- Otra vez no han podido llegar, los caminos se han puesto feos de nuevo-dijo y levantó la azucarera hasta la altura de los ojos, con un movimiento redondo la estrelló contra el piso mientras con los pies descalzos, sin escoba, barría los pedacitos de color blanco que lastimaban cómo el colmillo de un lobo luna.
Afuera la canilla bocaneaba llantos.
Mercedes Sáenz
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