MIÈRCOLES A QUÈ LA TARDE
La cara cruzada por la calle, la mano pasó cerca de los ojos como si tuviera arena. Apenas podía respirar con el apuro inmóvil porque las otras dos la estaban esperando.
Cada miércoles a la tarde en un departamento del quinto piso de un barrio del norte se encontraban las tres. Sin dar explicaciones hace tiempo que Maggie estaba llegando tarde.
Subió por el ascensor sin mirarse al espejo. Bajó los ojos para ver el ruedo de su pollera y los colores orientales giraron alrededor de sus piernas tocando los talones de sandalias bajas de tientos de cuero y una tobillera de plata que la había convertido en esclava sin dueño.
Se sacó el anillo de su anular izquierdo y lo soltó en su bolsa de arpillera.
Tocó el timbre con un dos tres dos que era su clave. En la puerta los besos formales se cruzaron sin hacer tambalear la copa de vino de la mujer que abrió la puerta.
- Maggie, - cariño sin sorpresa, como gato echadito en el mismo lugar - ¿tomás algo?
- Lo que vos estés tomando. - Y se sentó en un sofá blanco.
Botella de vino tinto con un moño rojo, más cara de lo que cuesta toda una tarde en la peluquería y tres copas comunes.
Estela sirvió dos deteniéndose en lo que pensaba su buena costumbre. Laura tomó una.
Prendieron tres velas antes de apagar las luces de sombras benévolas que entornaban los ojos. Las caras
perdían su edad y los cuerpos prendían una liviandad gesticulosa y felina.
- Brindemos - dijo una - Hoy hace tres años que salimos de Alcohólicos Anónimos. - Ya ni siquiera como pacto secreto el vino se llevó por las gargantas un río oscuro de palabras.
Estela empezó primero cuando pensó en la sangre de Cristo, ese al que varias veces le pidió ayuda y del que no obtuvo respuesta. Tampoco nada le respondía el señor de las redes cuando a cualquier cruz que encontraba contra la pared la ponía con los pies para abajo o la rompía cuando no podía volver a crucificarla. «Si me habré cansado de hacer lo que pedías, cada domingo, cada día de familia de película americana, planchando equipos blancos perfectos que nadie notaba ni al rayo del sol fuerte». «Te corto los pies» le dijo a la última cruz cuando su marido ya no estaba y sus hijos tampoco y escribió ESTELA en las simétricas formas. Horizontal y vertical. «Vas a tenerme encima de vos todo el día y no vas a poder ir a ningún lado, porque yo no voy». La cruz quedó siempre en la mesa, a la altura de las rodillas cerradas, en el medio de la bandeja de puro café, junto a las llaves que se dejan de pasada.
Laura tenía el pelo no demasiado largo, se lo cortaba con hojitas de afeitar, tomándose todo el tiempo que fuera necesario, de frente y perfil con un amor prolijo a la paciencia de sus años de peluquera en Villa Urquiza. Su cara era muy linda, también sus dientes. Nunca dejaba de ser linda, lo decía su tutor de Alcohólicos Anónimos que estaba perdidamente enamorado de ella. Ella no, pero vivía con él.
El vino de Laura dio vueltas por sus dientes y paladar y volvió con un suave soplido a su copa. Tragaba el vino en el segundo intento. Hacía lo mismo con cada sorbo, todo en su vida quiso hacerlo dos veces. Más de dos nacer y morir. En la doble A se hizo amiga de Estela sólo para copiarle los colores de la ropa, Estela de azul caro, precario azul para Laura. Las velas se ocupaban de desaparecer los cuerpos por un rato y los ojos de Laura y Estela estaban en alguna parte.
A Maggie le costó mucho menos dejar la droga que el alcohol, era la más joven y la que hizo casi siempre lo que se le dio la gana bastante parecido a lo que podía. Ahora no sabía cómo hacer para traicionar ese rito de los miércoles. Las pastillas que tomaba las tiraba en la cartera de la misma forma que tiraba el anillo que Julio había puesto en su dedo. Tres años de Maggie haciendo todos los miércoles lo mismo.
Levantó la botella de vino y suavemente dibujó una línea en el sillón blanco hasta agotar el contenido. La copa invertida en su mano la bajó hasta el muslo y las últimas gotas desaparecieron en los colores de la pollera. Llegó hasta el ascensor y sola de pie quedó la copa en el piso y la miró desde tan alto - princesa airosa del mil dos defendiéndose en un juicio, la pensó - y se sonrió recordando a esa hora la mochila atropelladora del 5° «B».
Prefería no saber si alguna vez volvería. Prefería saber cómo era la vida con el prolijo de Julio y las clases de pintura. Necesitaba alguna estructura para poder derrumbarla más pronto cuánto más aburrida.
Mercedes Sáenz
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