HUÉSPED QUE NO AVISA
Vuelan suaves, desde el fondo silban una transparencia leve. Imagen de Marcela Baubeau de Secondigne
jueves, 27 de abril de 2023
viernes, 3 de marzo de 2023
PARANOIA
Caminó por el
costado de la cama salteando la jarra de plástico verde, una cacerola azul en dónde
en general hervía las salchichas, un balde colorado fuerte y gastado y pudo dar
la vuelta hasta llegar a la cómoda chiquita, que también estaba a apartada de
la pared. Las goteras se habían quedado quietas por un rato, sin antes
molestarla dejando varios pedacitos de agua sucia que bajaba del techo en hilos
de oscuritos desconocidos.
- ¿A dónde vas?
- Al Uruguay me voy, voy a salir
por el Tigre eso lo sé hacer. Miran mucho en las lanchas, la gente es la que
mira, no tanto la prefectura. Me tengo que disfrazar un poco.
¿A qué te vas al Uruguay? A
escaparme de vos pareció que dijo.
Se sentó en la
cama húmeda y empezó a diagramar su cara. Tal vez una vincha tirante y un
sombrero medio feo le taparan el pelo recogido y entonces no estaba obligada a
usar tintura.
El viento suele
jugar a las escondidas, anda girando por ahí en el medio de las casuarinas, va
y vuelve un poco desorientado porque hoy ha tenido que volar más bajo, hace
giros coqueteando con ella cómo si no la conociera. Ese andar suave que usa ya
le tiene tomado el tiempo. Es enemigo cuándo es más arriba, cuando la aparta
del sendero de lo que anda buscando. Suele ponerles nombre a sus sonidos y
verlo bailar.
Un disfraz de algo tonto tengo
que hacerme, siento miedo pero tampoco es una historia tan extraña, a todos le
suceden cosas rarísimas y parece que pasan a ser cosas normales, bueno no
normales, estoy hablando así porque alguien me mira.
Tal vez me ponga a escribir algo
y después lo tiro, mejor para mi cabeza pensar en que fueron tirados en el
medio del Río de la Plata, en dónde esté más turbulento. En ese revoltijo de
tierra y agua, nada de río piel de león cuándo me asusta, sólo revoltijo, tan
alto a veces que dan ganas de ser parte
de él para no tener que competirle ni contestarle. Para no temerle.
El aire está tan
lindo, odia tener atado el pelo, le gusta cuándo hace una máscara sobre la
cara, haciendo caminos que marcan, se levantan y vuelan y vuelven a instalarse
no sé si igual cuándo su pelo parece un sereno maestro infantil poniendo sin
abrir la boca los alumnos pequeños en orden.
´
¿Por qué hago esas frases tan
largas? ¿Por eso tengo que llamarla a la otra para corregir? ¿Por eso escribo
de más y después no encuentro el eje de las ideas? Nunca hay un eje, es la
desesperación de necesitar escribir todo el día, esa locura de sacar fotos de
todo lo que veo cómo si quisiera explicarme a la gente.
Curiosa necesidad de querer
trascender en el anonimato en una tontera liviana que no da ni para escupir el
suelo.
Tal vez debería escribir prolijo
y semejarme a las pocas mujeres silvestres –perdón, que quisieron hacerse
silvestres al salir de la ciudad (la mayoría con más plata para empezar a vivir cómo si no
necesitaran del dinero). Decoran sus casas con géneros todos blancos sutiles y
esponjosos, grandes verdes verdaderos o falsos y en algún rincón una huerta
modernísima.
Cuándo sus hijos tienen un
resfrío en la lancha propia se vuelven a tierra y allí se quedan en un buen
lugar hasta que el pánico se va, aparece eso que creen que es paz interior y
con todos los remedios comprados vuelven a la tranquilidad de escondite- (no
tan escondite porque con la frase “vengan cuando quieran, nos encanta que venga
gente” están siempre pertrechados de grandes posibilidades de agasajos
domésticos, anti hombre, anti frío y sobre todo buenas cantidades de alcohol de
gustosísima calidad).
Pero otra vez se
fue de tema. Hay una señora mirándola. Va a cerrar los ojos fingiendo dormir.
Nunca sabrá cuánto la mira. A veces así se queda dormida. Ya no contesta.
Me desperté cuándo el sol
inclinaba sobre mis ojos. Palpé a mano abierta, cómo si fuera un poco más ancha
que mi cuerpo, tenía mi mochila, otra bolsa media deforme que llevo y un único
abrigo.
Falta poco para bajarme, después
de la segunda curva y lo bueno de estas lanchas es que paran en el muelle que
uno les pida, eso sí, después si alguien pregunta se acuerdan perfectamente
dónde te dejaron, de manera tal que me bajaré en uno que sé que es bastante
sólido, no hay nadie todavía y recorreré por adentro la isla que conozco (hay
un arroyo feo que suele estar bajo, pero nada lo quiero porque mis pies siempre
se tropiezan con cosas dentro del agua que parece mansa) …
Antes de que oscurezca tengo que
llegar a ese muelle, después la noche se hace boca de monstruo y mis pies
parecen separados de mi, no responden, quieren caminar más ligero tanto cómo
les pide mi cabeza pero abajo del agua siempre hay cosas extrañas. Y sino las
imagino.
Se bajó en el
muelle nomás. No sabe que la sigo.
Mercedes Sáenz
domingo, 19 de febrero de 2023
POR DORIS
La primera vez lo vi de atrás. Su espalda, a rayas de madera por el banco que la sostenía. De los antebrazos caminos de estrías anchas terminaban en sus manos rugosas de venas oscuras latiendo con prisa la vida, la vida ya casi no pasaba por ahí aunque sus uñas impecables dijeran lo contrario.
Yo estaba parada en la loma del río buscando donde sentarme en el pasto. Bajo mi brazo una lona cualquiera, un repelente de mosquitos, alcohol en gel, (es casi cómo llevar llavero por estos días de pandemia desdibujados, existentes y ocultos) un agua mineral grande, cuaderno y birome y un equipo de mate. Todo un inventario
.
Tosió algo fuerte, un sacudón en su espalda, la mano en la boca no llegue a verla protegida por el ángulo que formó su codo.
Escupió algo de color inmundo, hizo dar vueltas mis ojos hacia adentro de mis huesos hasta encontrarme con una oscuridad absoluta de alivio.
Algo rodó hacia abajo más allá de un metro.
Y se quedó quieto, tan quieto, con la cabeza muerta sobre el pecho. Parecía que habían cerrado una puerta, o bajado un telón para siempre. Creo que era tanto su esfuerzo por desaparecer que era una ausencia.
Sólo unos respirones de su espalda a rayas entre agitada y lenta tartamudeaban que la vida estaba sentada ahí por alguna causa queriendo parecer muerto.
Miedo no era, pero con el mismo cuidado con que me acercaba a ver una herida de bebe me senté a su lado.
Se tensaron primero sus muslos que sus manos. Y el sombrero era su cara. Acomodé mi inventario al costado del banco y me puse a mirar el río cómo si nos hubiéramos invitado.
Largos segundos creo.
Hasta que lo ví, de puro color marfil, en un semicirculo perfecto, quietos como un cachorro dormido con su pancita rosada al sol. Treinta dos serían supongo, era lo que me habían enseñado de chica. No sé si los postizos de ahora tienen ese mismo número.
Me levanté sin que él se moviera. Levanté los dientes postizos con la misma naturalidad con que levanto la gomita que se me cae del pelo.
Creo que algo en mis movimientos no salió muy bien, volví a sentarme en el banco con una naturalidad fingida y creo que no hay nada que sea más notorio que una pésima actuación hecha con esas intenciones.
Llené la tapa del termo (esos con forma de vaso) con agua mineral, un poco, como para despegar el pasto o la tierra que intentaban acorralarse especialmente en las partes que parecían más suaves.
No levantó el sombrero. De la parte más baja de su cara unas lágrimas chiquitas no terminaban de caerse.
De mi inventario saqué el alcohol en gel y en una servilleta descartable limpié pausadamente lado por lado, diente por diente (tan lejos aquí de ser ojo por ojo, pues no nos habíamos mirado siquiera)
Imaginé su cara cuándo sintió el olor a alcohol pero creo que lo más difícil para él y para mí era cómo seguía el momento siguiente.
Terminé de enjuagarlos con agua fresca.
En la tapa del termo, tapados con una servilleta descartable pero tan blanca como las de misa, dejé mi ofrenda con miedo pues la apoyé sobre el nido de sus manos y el recipiente se inclinó un poco.
Algo volvió a su vida pero a mi me lo tapó el miedo.
En un solo movimiento casi de mago el recipiente quedó vacío.
Yo miraba para adelante con esa tonta actitud de creer que no había pasado nada y el aire era fresco y el río bailaba despejando de su piel las botellas que flotaban. El sol estaba por todas partes cómo un dios invisible y bueno, no eterno.
- ¿Quién eres? Dijo sin levantar el sombrero
- María, contesté sin acento español.
- Gracias María, dijo sin levantar el sombrero ¿por qué has hecho esto?
Ese momento era lo que más temía.
- Por Doris, por el diario de una buena vecina.
- ¿Te gusta leer? Y -¡Dios mío! Levantó el sombrero.
- Y escribir y miré sus ojos, eran muy lindos sus ojos.
- Yo soy corrector y de los buenos ¿te gustaría que alguna mañana lea algo que hayas escrito?
- Me encantaría, pero al menos ¿nos presentamos?
- No, tu eres María y nunca, pero nunca, sabrás quién es el dueño de mis dientes.
Bajo un oscuro sombrero sonó su alegría, pasó la mano con un gesto exagerado como si despejara toneladas de pelo. No era así su pelo.
-No sé que decir.
- Lo dudo, pero dime dime cuándo me hables.
- Te diré dime cuándo te hable, pero no me es tan fácil y además no escribo así.
- ¡Que sonseras niña!¡Sólo cuándo me hables!
Y volvió a reir su vida levantando su sombrero.
¿Niña? ¿Sabés la edad que tengo?
- Acentuando así no tienes nada de nada, me tratas de tu, te olvidas del che, del vos, ni asomes palabras que usan por ahí como ¡que buena onda! Y principalmente no me contestes ninguna pregunta que va a tener cierto valor en su respuesta diciendo “ bueno, nada..”
Yo hablo en mi español y te corrijo en criollo ¿estáis de acuerdo?
- Bueno, contesté, sin agregar más nada.
Mercedes Sáenz
domingo, 12 de febrero de 2023
FACUNDO SÁENZ
Un día aparecieron sus ojos claros debajo de su flequillo, rubio y lacio.
Sostenía la mirada como un adulto.
Fue padre de su hijo y de otros
Montando a caballo en las sierras cordobesas.
En esa curva de su vida fue “el aquí estoy”
Bastaba sospechar su presencia y toda su persona necesaria aparecía.
No me importa si hay otro norte en sus ideas
No importa si tengo o no brújula para medirlas-
Defendió con uñas y dientes y una inteligencia muy particular su filosofía.
Importa que de su alma siempre quedó un pedacito en la mía, inalterable, sostenida, continua.
El menor de mis cachorros, escondía su corazón en un vozarrón tan fuerte, dispuesto, apasionado.
Parecía que para él nada fuera imposible. Aún en su trabajo de productor de cine, conseguía el disparate más absurdo, a horas que ni siquiera se leían en el país.
Somos nueve hermanos y siempre se suele mirar al primero y al último con cierta incógnita imprevista. Los que estamos en el entretiempo de esas fronteras, somos identidad sin principio ni final en esa historia.
Ellos lo son.
Nosotros, los otros, por más que brillen algunos con una luz que jamás ha de apagarse… somos el medio.
Querido hermano, último bastión de esta muralla que a veces desborda de amor entre hermanos y otras una zanahoria suele ser el conflicto entre nueve conejos.
El que nació último no nació mejor como la risa en el refrán. Se abrió camino a coraje en campos que en ese momento estaban muy lejos de casa.
Se llevó su casa a cuestas para poder pelear varias vidas.
Por suerte dejó su inmenso corazón y cada tanto, muy de tanto en tanto, viene de visita con toda su humanidad.
Tanto tiene de eso.
Mercedes Sáenzmiércoles, 1 de febrero de 2023
TABAS
Su infancia fue toda en el campo pero desde chico la desobediencia fue lo que mejor hacía. Nunca se puso bombacha ni chambergo, ni botas ni alpargatas. Su caballo era un jeep viejo y su sol no era diana a las cinco. Sus ojos de aguilucho insertados disimuladamente en su cara reconocían cualquier cosa que sucediera en el campo antes que cualquier baqueano. La tradición no se rompe decía su tata y el castigo fue mandarlo a estudiar mucho más lejos que Buenos Aires. Y se llevó las tabas. Las figuritas se daban vuelta, caían de canto o desaparecían. Le burlaban el cara y ceca de los astrágalos de vaca. Estaban a prudente distancia una de la otra en una biblioteca lustrosa, algunas cubiertas con barniz, otras pintadas con cera o con aceites. Pero una estaba cómo la dejó la tierra. El hueso pelado contra el viento y el agua, resistiendo un tanto a las narices insistidoras que buscaban carne. Cada vez que la curiosidad de una mano se alargaba, aunque sólo el índice las rozara, cada quién que las tocara le hacía saltar su corazón cómo una hembra defendiendo sus crías de un lobo malo.
Cada mano extraña le era brutal, desgarraba su historia rompiendo cómo al arqueólogo la tierra con un trépano. Y no decía nada, esperando que algún día una mano sola del otro lado del potrero las tocara Años de camisa y corbata y el saco colgado en sillas de colegio inglés que también sabían hacer estudiar la tierra en un idioma que rápido dejó de ser extraño, pero le carraspeaba la garganta por ausencia de mate y bombilla.
Mandó los bultos, los libros nuevos, los archivos de computadora, todo lo que pudiera llegar a su casa antes de que él lo hiciera. Volvió con atuendo citadino y antes de llegar a los pagos se vistió, casi de fiesta. Lustrosas las botas y la camisa más blanca. Rastra de plata buena, chaleco y bombachas de gaucho. Se anudó el pañuelo bien rojo al cuello para tapar cómo sangre seca el llanto. Entró al escritorio de la biblioteca brillosa y allí estaban. Las tabas y un dedo índice de mujer suave se paseaba por ellas. El amor de toda su vida, de toda su vida, la del otro lado del potrero.
Apenas se dio vuelta le volvieron los ojos tan negros y el pelo a incrustarse derecho al corazón cómo cuchillo que acierta dónde. - Me aprendí la palabra Tomás. Dicen que ahora a las tabas les decís astrágalos. Te han pintado feo Tomás, te han pintado feo. ¿Dónde has visto que las tabas tengan pintura? En un giro lo abrazó hasta la espalda haciendo un solo pecho y le inclinó la cabeza en el hombro. La boca ya hablaba sobre la piel rozando el pañuelo. -
Sacate esa ropa Tomás. Tu tata se murió ayer y a mi me da lo mismo cómo digas, cómo hagas.
Mercedes Sáenz
sábado, 24 de diciembre de 2022
A NUESTRA MADRE