miércoles, 22 de septiembre de 2010

EL BARÓN Y LA MANZANA




EL BARON Y LA MANZANA




En la silla de su cuarto dejó prolijamente apoyada la pollera de ayer. Los zapatos de taco alto paralelos y en la misma línea un saco del mismo color, un cinturón y algunos colgantes discretos. Cambiar la camisa blanca era lo más fácil para estar siempre bien vestida cada mañana. Ser agente notificador de un juzgado a veces no era liviano, pero era lo que mejor creía saber hacer después de tantos años.
Hoy era sábado al mediodía, el sol caía vertical sobre su cabeza, su médula y sus sentidos. Quiso pararse y le temblaron las piernas. La mano intentó frenar cuándo el sol de todos lados intentó pasar por la rendija de los ojos. Volvió a sentarse en una reposera común no esas que parecen asientos de avión de primera. Supo en un ratito que se quedaba sola toda la tarde, no por fugas estrepitosas ni enojos, solamente edades (inclusive marido) en que las ideas se aceptan si vienen cómodas ese día. Ideas de esas a ella no le había llegado ninguna. Más bien iban a quedarse a almorzar un asado los seis que vivían en esa casa.
La mano tocó el Barón un poco más a la sombra y el frió no era un alivio.
Se levantó cómo pudo sin antes besar con los dedos la boca del Barón que esperaba en la sombra. Juntó los pedazos de carne sueltos y en cinco minutos preparó todo para que en más o menos dos horas y media un asado completo para seis estuviera listo. Le era complicado moverse, la presencia del Barón la confundía un poco, pero el rito del asado lo hacía de memoria. Rápido, lento, alto, bajo, en el medio de un potrero.
Armaba una torre de maderitas cruzadas, tiraba carbón en el medio y echaba dos pastillas de combustible sólido. En media hora el carbón era un solo rojo dispuesto a seguir muriendo y matando lo que le pusieran por arriba o por debajo.

Ser agente notificador de un juzgado no le era fácil, no le era fácil ya volver a casa. Y eso que por años tan tranquila confió en la técnica de la manzana. Cada vez que llegaba a un lugar embargable usaba su truco de llegar con la fruta en la mano. Desconcertaba un poco en el medio de las carpetas de abajo del brazo y dos señores que en general ponían cara de malos y usaban anteojos. En cuánto entraba decía que era diabática que debía comerla enseguida. Pedía una herramienta para poder pelarla y en la actitud de los gestos de los que habitaban la casa venía en esa voz (de olor tan rico) todo lo que ella quería averiguar fuera de lo que dijera el expediente. La primera oferta era hacérsela llegar pelada, al borde del filo sin desperdiciar nada. Ver si la cáscara no se quebraba. Si la miraban fijo mientras los colores pegados caían sin titubear en un tacho precario. Si algún espacio negro entre la madurez y la virtud se sacaba de punta. Hasta ayer.
La mano ya media cansada de moverse en el calor tanteó su Barón B y lo sacó del balde de hielo. Le dió un beso en la boca a la botella de champagne como si fuera un príncipe que la rescataría de algún conjuro.
Hasta ayer, cuándo un padre confuso y ofuscado con una leve señal de la cabeza le pidió a su hija de seis años que pelara la manzana. La chiquita la miró fijo, recorrió su estatura desde los tacos hasta el pelo, ignoró su mirada y simplemente empezó a sacar la cáscara con los dientes.
Sábado al mediodía y su cuerpo era un huésped sobre sus huesos.
Volvería por última vez el lunes a la oficina para dejar por escrito que en el último lugar visitado nada era embargable.
Se abrazó al Barón y tomó directamente el último beso, la botella fría le suavizó la cara.
El olor a carne asada flotaba en el aire como una gigantesca alfombra mágica mientras buscaba la segunda botella de champagne de Barón B, tal vez la llevara a algún lado. Era bueno no festejar sola hoy si el lunes iba a estar desempleada.
Mercedes Sáenz

CONTRASEÑA




CONTRASEÑA




Estamos perdidos, sí ¿no?
Ay Dios, que esto de andar leyendo por todos lados en vez de liberar aprieta. Me cansé de poner contraseñas porque además me aburren, no me las acuerdo, nunca es un nombre o una fecha relacionadas conmigo, son vacas que saltan, guitarras de perfil, tres cuartos de cogote, entonces después escribo una percha en el escote y así no es, tampoco bajo la nuez, palabras en quechua que después no me acuerdo como las escribí, letras griegas que siempre me creo que las sé de memoria porque jugaba con ellas y en la ita, en la thita o en la iota, yo idiota creo, me las confundo siempre!!!!
Las cambio y no sé para qué porque reciba el mail que reciba, ¡¡¡las propagandas del costado me hacen creer que todos los ojos del mundo están sobre nuestras letras!!
No es que las propagandas de los costados aparezcan en el asunto, también son palabras del texto. No sé si imaginarme que una cibernética infernal e infinita puede leer cada vez que repito una palabra y después amablemente devolverme de parte de los que nos hacen creer que si consumimos todo está bien, pero son de cariñosos y persuasivos, si escribo sal de salir o de salero toma las dos formas. Son muy comprensivos….
Si escribo algo poco usual haciendo metáforas disparatosas como escaleras mecánicas, algo aparece ¿me quieren vender una?
Esto de los sitios virtuales son como playas de estacionamiento subterráneas y nocturnas, en espiral y en caracol y siempre hacia abajo. La curiosidad me hace abrir cosas y entonces parece que un gnomo me señalara con el dedo: ¡oye tú! (siempre hablan de tú, hay que respetar) ¿te has fijado el spam? ¿esta casilla puede estar abierta en otro lado?¿has cambiado la contraseña?
Y ahí voy de nuevo inventando frases que después debo hacer un esfuerzo para recordarlas. Ni que decir de los sitios en dónde una vez registrada para participar en algo, pido que me recuerden la contraseña y después resulta que la estoy usando para otra cosa. Amablemente me la mandan y curiosamente con palabras de propaganda que tiene que ver con mi extraña contraseña. No son originales, no son indescifrables, son largas porque me divierto al escribirlas. Una vez escribí “unpiolinqueatounarbol” me gustaba su sentido y su musicalidad pero ver todo eso sin acentos, ay, que duele al ojo. Sucede que me hace gracia que una frase absurda llena de colores y muchas veces a contramano del castellano me permita abrir mis propias puertas y cambiar la cerradura cuantas veces quiera, eso sí, parece que supervisada por los ojos de la cibernética.
Ni que probar palabras en lunfardo o al vesre, sale de allí un rosario tan agradable que puedo reírme de mi un buen rato.
¿Tiempo para esto? No, no lo tengo, pero lo invento, hacerse camaleón, no estar en ningún lado, no ser, perder la verdadera identidad y la individualidad parecen ser el idioma de los que inventaron estas cosas y uno las elige, las usa, nos usan, las aprende moderadamente porque la cabeza da para poco más de lo necesario. Detrás de ellas o ellos están los que saben leer las instrucciones para volar un avión a la velocidad de la luz.
Es rara la sensación de parecer tan conectados, algunos, no es mi caso, con millones de amigos compartiendo pedazos del mundo, momentos, espacios. Momentos irrepetibles en la sensación digo, porque en el archivo pueden quedar hasta que en el espacio, sin oxígeno, pierdan la voz.
Indiscutiblemente, por más cámara, video, fotos, libros y todo cuanto se quiera utilizar podremos estar frente a otro, ver su color, oír su respiración y sus palabras y sentirnos felices sin ser pretenciosos. Pero eso, así.
Se las ingeniarán para que un día lleguen los olores, eso sí con autorización del usuario.
En tanto, nos dejan cambiar, mutar, elegir, compartir la llave que nos prestan, la contraseña.
Se olvidan de la gente que pierde las llaves todo el tiempo…

Mercedes Sáenz

lunes, 20 de septiembre de 2010

¡¡¡FELICITACIONES A LOS ELEGIDOS DE API 2010!!!









UN ABRAZO GIGANTE REDONDO Y CUADRADO (PUES ESTOY UN POCO LEJOS PERO NO TANTO)Y MIS MÁS SINCERAS FELCITACIONES A LOS ELEGIDOS POR LOS ARTISTAS Y PENSADORES INDEPENDIENTES (API)
ES TODO UN ORGULLO Y UNA ALEGRÍA PARA TODOS.


CLAUDIA TEJEDA

ALICIA BEATRIZ QUIROGA

FERNANDO DE ZÁRATE

SUSANA ZAZZETTI


Mercedes Sáenz

martes, 24 de agosto de 2010

HUÉSPED QUE NO AVISA

HUÉSPED QUE NO AVISA



Amanecerás de nuevo,
sin ninguna palabra.
transparente
cómo una lámina de aire que puede doblarse.
cómo un absurdo inútil sin forma.
Impiadosa hacia mí
me miras
con un versículo en un ojo
que mi fe desconoce.
y te miro, tristeza,
cómo un mojado cartón,
una montaña invisible
que no modifica
ninguna escena.
Es un ruego tal vez
que des vuelta la silla,
ya soy testigo de mí
inventando nombre a la fisuras.
Él me ha perdido
pero en cada quebradura
él sigue ahí,
dónde los huesos queman
porque ha mordido el dolor
todo lo blando
sin detenerse, sin distinguir.
Si no te vas, no me mires al menos,
la silla esa es mía.

Mercedes Sáenz

lunes, 23 de agosto de 2010

NO DICE

NO DICE


que en alguna parte
su cuerpo era
aire tibio


una fruta que rodaba
hasta los pies
sin que nadie la buscara
y podía ser blanda
hasta el carozo
no hacerse piedra.


No le digas
que eligió decir palabras


ya no es libre
ya no es aire

ni manzana.


Mercedes Sáenz

EL CERO EN EL TIEMPO




EL CERO EN EL TIEMPO




Estaba leyendo Tierra de nadie y un Mauricio en el capítulo once inclinó mi cabeza. Seguir hubiera querido pero el cansancio era muy fuerte. Las ruedas se movían por mí y un espesor parecido al sueño hizo de manta y ovillo dejando mis botas fuera del asiento de esos ómnibus que desde afuera se detestan. Piden que se cierren las cortinas seguramente para no tener noción del tiempo.
Adentro de ellos hay algo de malacrianza disimulada y uno no sabe si es uno o hay doscientos millones iguales a uno viajando hacia alguna parte.
A no sé que rato de salir se detuvo, casi no se oía ruido ni siquiera cuando frenó la marcha.
Los gritos en el silencio cobraban fuerza a medida que mi cerebro empezaba a ubicarme en situación y tiempo, venían de abajo, de gente que todavía no había subido a esos especies de tiburones blancos o pintados de colores que se deslizan por las rutas con una elegancia casi agresiva por su suavidad y tamaño.
- Yo no puedo hacer nada, hable con la pasajera. ¡No tengo nada que ver y va a despertar a todo el mundo!
Esos de atrás del vidrio del lado de adentro si éramos la mitad del mundo ya estábamos despiertos.
Prendieron sólo una luz muy cerca de mi asiento.
Subió un hombre muy fuerte, no de tantos años, el trabajo en el campo se había ocupado seguramente de cambiar su fisonomía. La cara roja, con aspecto de alemán o polaco, un temblor en los ojos y en los labios hicieron que lentamente mezcla de miedo y frío me enderezara en el asiento. Por eso creo que hablé primero.
- Buenas noches (no sé para quién, pero salió solo)
- Señora ¿usted tiene el asiento número uno verdad?
- Sí- contesté con una cara que no pude verme pero seguro que parecía la última porción de pizza fría.
- Yo soy -dijo el polaco un nombre que no entendí. Necesito por favor ese asiento. Fui ya veintitrés veces a Buenos Aires, al Garraham por mi chico. Chico de unos diez y ocho o veinte años que asomaba su enorme estatura por las escaleras del ómnibus ese acompañado por alguien de la empresa con cara de no querer participar en nada.
El polaco siguió hablando confuso castellano con desesperado acento y lo único que entendí era que su hijo venía peleando desde que nació con un tumor inoperable y maligno dentro de su cabeza. Que necesitaba ese lugar porque era el único que contemplaba una fila de dos asientos frente a los vidrios anchos del primer piso y un tercero, solo, que separado por el pasillo también quedaba de frente a esos vidrios enormes de la parte más alta de ómnibus. No habló de claustrofobia ni de sensación de ahogo pero tal vez parte de mi ignorancia fue lo que supuso.
-¿Me lo puede cambiar señora? Siempre saco los tres juntos con mucha anticipación, no sé que pasó esta vez- en un confuso pero más tranquilo castellano.
- Por supuesto, contesté sin saber que asiento me iba a tocar en suerte. Empecé a desatar mi cuerpo, a levantar la bolsa que uno nunca quiere soltar por si se queda dormida y obediente casi me instalé en el asiento de atrás de ellos. La otra persona que iba a ocupar esa fila de tres era la madre, que por deducción y por cara de pánico, no era otra cosa.


Quedé del lado del pasillo en exacta diagonal al hijo de los polacos.
Me sacaron la ventana, no ligué ni siquiera ventanilla, pero no es tan malo si el que se sienta al lado de uno duerme toda la noche.
El ómnibus arrancó con un destino que al menos yo conocía.
Se apagaron las luces y quedó prendida esa que parece más un intento tozudo que otra cosa, pero los pies parecen tener ojos en los escalones porque no tropiezan.
Hablaron en polaco o en alemán, tomaron mate comiendo algo con sonrisas de agradecimientos hacia mí, con mi negativa de aceptar alguno. Tomo siempre con cualquiera pero tengo que tener ganas.
Calma en el mundo parecía, cómo si todos hubiéramos dejado la vida afuera. Cómo los ceros de antes de que avancen los segundos. Tenía la sensación de estar sostenida más en un tiempo inmóvil que en el aire. Como los ceros antes de que avancen los segundos.
Los padres polacos y amables ya estiraron sus cuerpos hasta dónde el placer les permitió dormirse.
Creí que también yo iba a poder hacerlo. Acomodé mi estatura que no es muy exigente cuándo hay que hacerse caracol y cerré los ojos.
Girar para cualquier costado es algo tan natural en esos submarinos de aire y ruedas que cómo la pasajera del asiento no sé ni que número, lo hice.
La manta me tapaba casi toda la cara, algo del pelo se había ocupado de que no se vieran mis ojos. Y lo vi. Clarito que lo vi.
Diez y ocho o veinte, no lo sabré nunca, sacó todo lo que tenía sobre sus faldas, celulares, un jueguito de esos de usar los pulgares todo el tiempo y una revista algo doblada en dos. Puso la mano en el bolsillo de atrás y sacó un redondo y enorme opaco fajo de dólares. ¿Por qué será que aún con poca luz uno cree reconocerlos? Los miró sin desarmarlo. Sin saber si eran verdaderos o de alguna clase de juego los volvió a guardar. Se agachó un poco hacia el costado que había entre la pared de ese supositorio gigante y su asiento y de algún lado sacó una pistola y la apoyó sobre sus faldas. No entiendo de calibres pero la tanteó con las manos y los ojos. La acarició despacio, abrió su cargador y creo que sacó siete balas, pero no puedo asegurarlo. Sí puedo asegurar a esta altura que las que había volvió a guardarlas y que mi corazón de latir tan fuerte solo había saltado derritiéndose por algún agujero hasta el asfalto.
No me moví pero creo que ya no me quedaba con que respirar.
Se levantó sin mirar para abajo. Su camisa celeste pasó cerca de mi cabeza y en esos absurdos momentos, sin aire y sin corazón, no pude dejar de sentir esos perfumes que se le ponen a la ropa cuándo el planchado queda impecable.
Yo no me moví. Lento y ágil con una sola manija como cómplice bajó las escaleras y en vez de doblar para el único sentido permitido que es el lugar del baño, desapareció hacia la cabina de los conductores.
No sabía que hacer, menos supe si estaba pensando en alguna reacción posible.
El ómnibus bajó la velocidad sin hacer todo ese despliegue de árboles de navidad prendidos en plena noche buena. Sólo se detuvo.
Algunos movimientos percibí mientras mi cuerpo de estatua quería convertirse precisamente en eso y con un hombre de la empresa por delante, ese diez y ocho o veinte se paró frente a mí y levantó apenas la manta que tapaba hasta mi cabeza y que movió también mi flequillo.
- Usted, agarre su bolsa de mano, la manta y esa almohadita que nos dan, campera, lo que tenga y baje.
Las puertas ya estaban haciendo ese suspiro neumático para darme en este caso la despedida.
Bajé con todo enroscado en los brazos cómo pude y las puertas se cerraron antes de que yo pudiera poner los dos pies en el asfalto.
El ómnibus arrancó con esa elegancia silenciosa y ese desplazarse tan sereno que parece que siempre nos van a llevar cómodamente hasta alguna parte.
El frío podía separarme las costillas y no se veía luz por ninguna parte. Solo la de la luna que amé profundamente. No tenía batería en el celular pero el reloj común de mi mano decía que faltaba más o menos una hora para que empiece a amanecer.
Con todo lo que podía ponerme me senté sobre esas almohaditas en el suelo al costado de la ruta en posición de india, tratando de que la bendita lana argentina me cubriera casi como el amante más tibio que había tenido. Con eso hubiera sido suficiente, era tanto el frío que en este momento ese recuerdo era la hoguera de Juana de Arco.
Ni una luz que no sea la de la luna. Las del ómnibus las ví por última vez cuándo en una curva salieron de la ruta y se perdieron detrás de los árboles.
Sentí cómo si me hubieran descolgado del tiempo. Me pusieron en el cero del principio de algún conteo en el medio de la nada.
Media muerta de frío, totalmente muerta de miedo, en un cuaderno que llevo siempre me puse a escribir esto. Seguramente la tecnología de alguna manera ya se estaba ocupando de mí empezando desde algún cero.

Mercedes Sáenz

martes, 17 de agosto de 2010

LA SILLA

EL 17 DE AGOSTO SE CONMEMORA AL PADRE DE LOS ARGENTINOS, AL LIBERTADOR DE PARTE DE AMÉRICA DEL SUR, JOSÉ DE SAN MARTÍN

La Silla


No es fácil olvidar lo que ocurre debajo de los flequillos, cuando los ojos asoman apenas y uno deja entrar los pensamientos sin saber que hará la cabeza con ellos.
En esa época de alguna manera todos teníamos flequillo.

Veníamos del sur de un campo en Comodoro Rivadavia. No fue difícil Buenos Aires en esos años, colegio a media cuadra, todos con delantal blanco, palmeras en el jardín, pájaros y peces y el mejor humor que a esa edad se puede conocer.

Tenía once años cuando me pidieron por primera vez que dijera un verso el 17 de agosto
-Papa tengo fiebre
-La fiebre es una sensación térmica m´hija y el miedo no. No se levante de esa silla hasta que haga correctamente el verso de mañana.
-Quiero diez minutos para pensar, dije.-
-Cómo no, - contestó- pero que sean los mejores de su vida, porque tengo poco tiempo.
Yo tenía once años, una silla, y tres minutos para convencer a ese padre que parecía salido de una enciclopedia cualquiera.
Me encerré en el baño y me acosté en la bañadera como en una hamaca paraguaya. Las manos detrás de mi nuca me daban la impresión de estar pensando como los inteligentes. Empezaron a aparecer palabras, pero papá era escritor y sabía como usarlas para sostener sus argumentos.
Ya eran las 18.30. Si lograba que ese señor padre cambiara de opinión me eximía de ese aparato docente organizativo cada vez que había un acto. Este era peor, porque yo actuaba.

Pero sólo tenia una silla (actriz yo no era) y un espectador que hacía de juez y jurado.
Salí del baño sin que me viera, me puse el delantal planchado con almidón, las medias hasta las rodillas, la escarapela y prolija las colitas de caballo.
No lo llamé.
Llevé la silla hasta donde él estaba y me acomodé sentadita como una secretaria en entrevista nueva.
Mi postura se deshizo poco a poco. Mis brazos fueron enormes horizontes. Mis manos y mi cuerpo hablaban historias. Sentí todos los cielos cuando crucé la cordillera. Un balazo a mi caballo y no me dieron otro. Sostuve la escarapela en un nido de patria nueva.
Dí vuelta la silla y puse mi cuerpo apretado entre las patas de madera y lloré no muy silenciosamente sobre los duros mares que me llevaron a morir a Francia.
Nunca dije una palabra. Papá tampoco

Al dia siguiente en el colegio lo ví en primera fila.
En el momento de subir al escenario pedí una silla. Pareció algo confuso pero me la dieron.
Sabía que un espectador tenía miedo pero yo tenia once años.
Me senté en el borde derecha y prolija y dije con voz fuerte: “Padre nuestro que estás en el bronce y en la primera fila también” y seguí con mi texto de manera enfática y como mejor lo creí conveniente.
Después llegó un 18 de agosto cualquiera.

Mercedes Sáenz