PARANOIA
Caminó por el costado de la cama salteando la jarra de plástico verde, una cacerola azul en dónde en general hervía las salchichas, un balde colorado fuerte y gastado y pudo dar la vuelta hasta llegar a la cómoda chiquita, que también estaba a apartada de la pared. Las goteras se habían quedado quietas por un rato, sin antes molestarla dejando varios pedacitos de agua sucia que bajaba del techo en hilos de oscuritos desconocidos.
- ¿A dónde vas?
- Al Uruguay me voy, voy a salir por el Tigre eso lo sé hacer. Miran mucho en las lanchas, la gente es la que mira, no tanto la prefectura. Me tengo que disfrazar un poco.
¿A qué te vas al Uruguay? A escaparme de vos pareció que dijo.
Se sentó en la cama húmeda y empezó a diagramar su cara. Tal vez una vincha tirante y un sombrero medio feo le taparan el pelo recogido y entonces no estaba obligada a usar tintura.
El viento suele jugar a las escondidas, anda girando por ahí en el medio de las casuarinas, va y vuelve un poco desorientado porque hoy ha tenido que volar más bajo, hace giros coqueteando con ella cómo si no la conociera. Ese andar suave que usa ya le tiene tomado el tiempo. Es enemigo cuándo es más arriba, cuando la aparta del sendero de lo que anda buscando. Suele ponerles nombre a sus sonidos y verlo bailar.
Un disfraz de algo tonto tengo que hacerme, siento miedo pero tampoco es una historia tan extraña, a todos le suceden cosas rarísimas y parece que pasan a ser cosas normales, bueno no normales, estoy hablando así porque alguien me mira.
Tal vez me ponga a escribir algo y después lo tiro, mejor para mi cabeza pensar en que fueron tirados en el medio del Río de la Plata, en dónde esté más turbulento. En ese revoltijo de tierra y agua, nada de río piel de león cuándo me asusta, sólo revoltijo, tan alto a veces que dan ganas de de ser parte de él para no tener que competirle ni contestarle. Para no temerle.
El aire está tan lindo, odia tener atado el pelo, le gusta cuándo hace una máscara sobre la cara, haciendo caminos que marcan, se levantan y vuelan y vuelven a instalarse no sé si igual cuándo su pelo parece un sereno maestro infantil poniendo sin abrir la boca los alumnos pequeños en orden.
´
¿Por qué hago esas frases tan largas? ¿Por eso tengo que llamarla a la otra para corregir? ¿Por eso escribo de más y después no encuentro el eje de las ideas? Nunca hay un eje, es la desesperación de necesitar escribir todo el día, esa locura de sacar fotos de todo lo que veo cómo si quisiera explicarme a la gente.
Curiosa necesidad de querer trascender en el anonimato en una tontera liviana que no da ni para escupir el suelo.
Tal vez debería escribir prolijo y semejarme a las pocas mujeres silvestres –perdón, que quisieron hacerse silvestres al salir de la ciudad (la mayoría con un más plata para empezar a vivir cómo si no necesitaran del dinero). Decoran sus casas con géneros todos blancos sutiles y esponjosos, grandes verdes verdaderos o falsos y en algún rincón una huerta modernísima.
Cuándo sus hijos tienen un resfrío en la lancha propia se vuelven a tierra y allí se quedan en un buen lugar hasta que el pánico se va, aparece eso que creen que es paz interior y con todos los remedios comprados vuelven a la tranquilidad de escondite- (no tan escondite porque con la frase “vengan cuando quieran, nos encanta que venga gente” están siempre pertrechados de grandes posibilidades de agasajos domésticos, antihombre, antifrío y sobre todo buenas cantidades de alcohol de gustosísima calidad).
Pero otra vez se fue de tema. Hay una señora mirándola. Va a cerrar los ojos fingiendo dormir. Nunca sabrá cuánto la mira. A veces así se queda dormida. Ya no contesta.
Me desperté cuándo el sol inclinaba sobre mis ojos. Palpé a mano abierta, cómo si fuera un poco más ancha que mi cuerpo, tenía mi mochila, otra bolsa media deforme que llevo y un único abrigo.
Falta poco para bajarme, después de la segunda curva y lo bueno de estas lanchas es que paran en el muelle que uno les pida, eso sí, después si alguien pregunta se acuerdan perfectamente dónde te dejaron, de manera tal que me bajaré en uno que sé que es bastante sólido, no hay nadie todavía y recorreré por adentro la isla que conozco (hay un arroyo feo que suele estar bajo pero nada lo quiero porque mis pies siempre se tropiezan con cosas dentro del agua que parece mansa)…
Antes de que oscurezca tengo que llegar a ese muelle, después la noche se hace boca de monstruo y mis pies parecen separados de mi, no responden, quieren caminar más ligero tanto cómo les pide mi cabeza pero abajo del agua siempre hay cosas extrañas. Y sino las imagino.
Se bajó en el muelle nomás. No sabe que la sigo.
Mercedes Sáenz
Caminó por el costado de la cama salteando la jarra de plástico verde, una cacerola azul en dónde en general hervía las salchichas, un balde colorado fuerte y gastado y pudo dar la vuelta hasta llegar a la cómoda chiquita, que también estaba a apartada de la pared. Las goteras se habían quedado quietas por un rato, sin antes molestarla dejando varios pedacitos de agua sucia que bajaba del techo en hilos de oscuritos desconocidos.
- ¿A dónde vas?
- Al Uruguay me voy, voy a salir por el Tigre eso lo sé hacer. Miran mucho en las lanchas, la gente es la que mira, no tanto la prefectura. Me tengo que disfrazar un poco.
¿A qué te vas al Uruguay? A escaparme de vos pareció que dijo.
Se sentó en la cama húmeda y empezó a diagramar su cara. Tal vez una vincha tirante y un sombrero medio feo le taparan el pelo recogido y entonces no estaba obligada a usar tintura.
El viento suele jugar a las escondidas, anda girando por ahí en el medio de las casuarinas, va y vuelve un poco desorientado porque hoy ha tenido que volar más bajo, hace giros coqueteando con ella cómo si no la conociera. Ese andar suave que usa ya le tiene tomado el tiempo. Es enemigo cuándo es más arriba, cuando la aparta del sendero de lo que anda buscando. Suele ponerles nombre a sus sonidos y verlo bailar.
Un disfraz de algo tonto tengo que hacerme, siento miedo pero tampoco es una historia tan extraña, a todos le suceden cosas rarísimas y parece que pasan a ser cosas normales, bueno no normales, estoy hablando así porque alguien me mira.
Tal vez me ponga a escribir algo y después lo tiro, mejor para mi cabeza pensar en que fueron tirados en el medio del Río de la Plata, en dónde esté más turbulento. En ese revoltijo de tierra y agua, nada de río piel de león cuándo me asusta, sólo revoltijo, tan alto a veces que dan ganas de de ser parte de él para no tener que competirle ni contestarle. Para no temerle.
El aire está tan lindo, odia tener atado el pelo, le gusta cuándo hace una máscara sobre la cara, haciendo caminos que marcan, se levantan y vuelan y vuelven a instalarse no sé si igual cuándo su pelo parece un sereno maestro infantil poniendo sin abrir la boca los alumnos pequeños en orden.
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¿Por qué hago esas frases tan largas? ¿Por eso tengo que llamarla a la otra para corregir? ¿Por eso escribo de más y después no encuentro el eje de las ideas? Nunca hay un eje, es la desesperación de necesitar escribir todo el día, esa locura de sacar fotos de todo lo que veo cómo si quisiera explicarme a la gente.
Curiosa necesidad de querer trascender en el anonimato en una tontera liviana que no da ni para escupir el suelo.
Tal vez debería escribir prolijo y semejarme a las pocas mujeres silvestres –perdón, que quisieron hacerse silvestres al salir de la ciudad (la mayoría con un más plata para empezar a vivir cómo si no necesitaran del dinero). Decoran sus casas con géneros todos blancos sutiles y esponjosos, grandes verdes verdaderos o falsos y en algún rincón una huerta modernísima.
Cuándo sus hijos tienen un resfrío en la lancha propia se vuelven a tierra y allí se quedan en un buen lugar hasta que el pánico se va, aparece eso que creen que es paz interior y con todos los remedios comprados vuelven a la tranquilidad de escondite- (no tan escondite porque con la frase “vengan cuando quieran, nos encanta que venga gente” están siempre pertrechados de grandes posibilidades de agasajos domésticos, antihombre, antifrío y sobre todo buenas cantidades de alcohol de gustosísima calidad).
Pero otra vez se fue de tema. Hay una señora mirándola. Va a cerrar los ojos fingiendo dormir. Nunca sabrá cuánto la mira. A veces así se queda dormida. Ya no contesta.
Me desperté cuándo el sol inclinaba sobre mis ojos. Palpé a mano abierta, cómo si fuera un poco más ancha que mi cuerpo, tenía mi mochila, otra bolsa media deforme que llevo y un único abrigo.
Falta poco para bajarme, después de la segunda curva y lo bueno de estas lanchas es que paran en el muelle que uno les pida, eso sí, después si alguien pregunta se acuerdan perfectamente dónde te dejaron, de manera tal que me bajaré en uno que sé que es bastante sólido, no hay nadie todavía y recorreré por adentro la isla que conozco (hay un arroyo feo que suele estar bajo pero nada lo quiero porque mis pies siempre se tropiezan con cosas dentro del agua que parece mansa)…
Antes de que oscurezca tengo que llegar a ese muelle, después la noche se hace boca de monstruo y mis pies parecen separados de mi, no responden, quieren caminar más ligero tanto cómo les pide mi cabeza pero abajo del agua siempre hay cosas extrañas. Y sino las imagino.
Se bajó en el muelle nomás. No sabe que la sigo.
Mercedes Sáenz
5 comentarios:
Bravo Merci!! Tema díficil de varias caras. Va al taller. Un abrazo. Martín
Estoy segura, que tus historias y tu credo,¡siempre valdrán para algo!.
¡Son maravillosas! Un saludo afectuoso..de Esperanza.
El relato tiene el vaivén de las lanchas y el aroma de lo silvestre, mientras se dibuja la historia, y esa voz escrita en cursiva que acecha . . .
¡Esplendente, Merci!
Es un relato a lo Sáenz, detallado en un lugar que conoces y que tenés en un puño y te sale incomparable, deletreado con todo tu espíritu, Maestra.
A veces te pierdo en la geografía y en el dialecto, pero te encuentro en tus viajes sin fin hacia ti misma, que a veces son tan largos, que dan vértigo. Pero un vértigo de paisaje tierno y solidaria hambre, que tiende su pan con los brazos abiertos. Cómo comentar lo que escribes sin arrivar a tu muelle quieto.
Bello.
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