viernes, 23 de octubre de 2020

LA TORTUGA ESCOCESA

 

PARA MI HERMANA DOLORES SÁENZ





LA TORTUGA ESCOCESA



Era la menor de cinco mujeres, flanqueada por nueve hermanos, el mayor hombre, también los últimos tres.

A las mujeres nos vestían de escocés y por ser la menor, se ligaba todas las polleras que por tamaño venían del resto de nosotras. Le costaba caminar porque su tierna redondez la hacía girar más por el mundo que sostenerse sobre sus propios pies.

Cuando intentó dar sus primeros pasos, se caía al suelo, le costaba darse vuelta, pararse y volver a empezar como si nada hubiese pasado. Decíamos jugando, igual a las tortugas. Le decíamos Lola y pocas veces por su nombre verdadero.

Teníamos un perro ovejero alemán adiestrado y buenísimo, casi daba pena el concepto de obediencia debida que le había sido incorporado. Sabíamos que sobre él había caído porque volvía de sus recorridos, de un pasillo que entonces nos parecía largo, con las mangas mojadas. Jamás la mordió. Solamente le avisaba que en determinado rincón debía pegar la vuelta, porque el tamaño del perro para Lola era como caerse en la mitad de la popular de la Cancha de Boca.

Y es a propósito que escribo la palabra Cancha y la palabra Boca.

En esa selva inmensa que era nuestra vida, empezó bastante silenciosamente a abrirse paso y su cuerpo y su cara, tal vez la convirtieron en la más linda de todas nosotras.

No existía el azul en nuestros escoceses sin embargo con una letra bastante particular, escribió una simple composición para el colegio, que se llamaba Azul.

Ojalá yo la tuviera. Y por sobre todo, haber tenido esa facilidad para describir con tanta sencillez e inteligencia algo tan infinito e inatrapable como el Azul.

La vida la atrapó en un cuerpo fuerte y menudo, le dio la boca más linda que hayas conocido y un cerebro que no puedo definirlo con la exactitud que quisiera porque aún no deja de sorprenderme.

Un día volvió de colegio, esta vez con una obligatoria pollera gris y dijo que quería ser psiquiatra. Después de haber sido una buena alumna y de haber hecho las averiguaciones que la facultad le exigía, volvió a casa diciendo que para ser psiquiatra, primero debía recibirse de Médica.

Con la misma simpleza que describió el color Azul, dijo, estudiaré primero Medicina, tan luego. Y lo hizo, acompañada de un mate y de noches eternas con poca luz, y libros que eran más grandes que sus antebrazos.

Poco daba el sol en esa cara porque las horas de estudio se lo llevaban todo.

Yo no entendía como hacía cuando tenía un casamiento o algún evento especial con el que siempre fue su novio en esa época, porque salía de ese cuarto, toda vestida de negro, a veces, con pañuelos de lentejuelas en la cabeza, igual que una diosa chiquita y menuda, con una fuerza y una luz que no coincidían con el encierro de las horas de estudio. Sólo decía: “de negro y algo de pintura no se nota que el sol no ha pasado por mi cuerpo”. Decía que habría tiempo. Y se lo tomó.

No conocí a nadie que recorriera las letras de los libros de cualquier tema, con la misma facilidad que discurría y analizaba los idiomas del cerebro.


No conocí a nadie que tuviera tanta fuerza en un envase tan pequeño, ni que en esa fuerza pusiera tanta ternura cuando indefectiblemente toda esta gigante familia de enredos, la consultaba por los temas más difíciles o más triviales.

Cambiaba el tono de voz, se inclinaba si hacía falta hacia el problema o se montaba en un ejército de elefantes orientales para ponerse a la altura de las circunstancias.

Nunca supe si usó la sabiduría de las tortugas o le llegó desde el universo una caparazón transparente que la hizo convertirse en la mujer que es hoy.

No sé si esa caparazón le pesa o simplemente ya la lleva puesta como la capa de una imaginaria heroína, ya que cualquier cosa que pasa, valga la rima, en casa se dice “preguntale a Lola”.

No sé si pertenece del todo a este planeta porque cuando dice o hace cosas geniales, y uno le pregunta quién lo dijo, de dónde lo sacó, en que libro lo leíste, cómo lo conociste o un complicado por qué, simplemente dice “no sé”, alguien me lo debe de haber soplado, como de banco a banco, a escondidas de un gran maestro.

Yo tengo la suerte de tenerla de hermana.

Mercedes Sáenz.

miércoles, 14 de octubre de 2020

Y SI NO VUELVO A VERLO?

 








                                                       Imagen de Marcela Baubeau de Secondigné


Y SI NO VUELVO A VERLO?


Esto fue así, así cómo lo digo.

Era la primera vez que lo veía por aquí. Venía caminando en un día de bastante frío, con un buzo oscuro y nada más que se viera. Un poco los ojos dieron vueltas para arriba, no sé si miraba el cielo o la parte de arriba de la pizzería en dónde yo estaba trabajando.

El sol a mí me daba tibio lindo sobre el vidrio.

Se paró entre un poste de luz de la esquina y un árbol pegadito que en esta época se pone totalmente colorado. Exactamente al lado de un basurero de hierro con tapa del tamaño de un baúl grande. Más grande que él.

Lo miré un momento y le sonreí. No contestó a mi saludo. Miles de razones deben de haber habido de las cuales algunas se me cruzaron pero seguí escribiendo sobre una máquina que es lo que en ese momento estaba haciendo.

Cada tanto cruzábamos miradas muy cortas, no sé cómo era la mía, pero las de sus ocho años, le calculo, eran cómo si no me viera.

No oí el ruido pero mis manos se levantaron de las teclas en el momento en que la tapa del basurero se cerraba sin nadie del lado de afuera. Nadie en la esquina.

Me levanté con la velocidad que pude pues no alcanza la claridad para pensar todo junto, son sólo unos metros nomás, sólo unos metros, sólo unos metros…

Abrí la tapa intentando ignorar su peso y desde adentro, cómo un gatito asustado, saltó con un embrollo sostenido en las manos y un pedazo de bolsa negra de residuos rota, que se voló de uno de sus hombros.

No quise gritar para que no pensara que era un reto. Dije un tonto “vení por favor” pero corrió cruzando en diagonal el asfalto por dónde circulan toda clase de motores en ambos sentidos.

Lo vi doblar en la esquina creo que, para que no se le cayeran las cosas que tenía dentro de su buzo enroscado cómo una bolsa. Se le veía la piel de la panza.

La tierra quieta por arriba del mundo, dónde todo no parece pasar.

Si no vuelvo a verlo, mi llanto no sería ni un pobre signo menos…


Mercedes Sáenz


jueves, 8 de octubre de 2020

SILBIDO





Cuadro de Marcela Baubeau de Secondigné

SILBIDO

El hombre bordeó con la cadera la mesada de la cocina. Eligió el paquete que abriría y el aroma de café bueno. Soltó despacio un silbido de su aire poco para espantar el silencio con un sonido de color que se huele hasta en la piel y pasa por la garganta en el primer minuto de la mañana.

Sus palabras ya quedaban cortas y los adjetivos solos. Ya no le era compañía contestarse. Las ideas claras, las pocas, se fatigaban cómo mujeres sosteniendo una red de pesca.

Su única propiedad privada era una maceta apoyada en el piso, no muy grande, para poder trasladarla él solo hasta cualquiera de sus lugares pequeños.

Nunca le puso nombre pero la paraba frente a lo que estuviera haciendo. Alguien que lo mirara cuando el espejo ya se vuelve borroso y mudo. Las hojas de tanto en tanto aleteaban con alguna ventana abierta.

El hombre bordeó la parte más finita de la cocina, esa que todos los días se achicaba un poquito y con el tranco y el pantalón empujó sin querer la maceta al piso.

Se inclinó hacia el suelo y emitió un sonido, (un respiro piadoso cómo los de hospital cuándo no es la muerte.)

Sobre la tierra esparcida una lombriz de mil cinturas surgió de la negrura fresca, bailando o nadando en sólido, pero quiso el hombre creer que eran movimientos felices.

Caminó despacio hasta la mesa de luz y sin sacar el cajón vació las cosas que tenía adentro. Lo llenó de diarios alisaditos del tamaño justo y con una taza fue juntando tierra de la maceta hasta cubrir una capa que lo dejó contento. En el último acarreo llenó su mano, la que tiembla menos, y levantó con ella la lombriz que esta vez dejó de bailar y se quedó quietita. Cuándo la encerró en el cajón emitió un silbido cancionero. Se preguntó sin tan chiquito escucharía uno igual cuándo con tierra en el bolsillo del saco lo llevara a cobrar su jubilación o de paseo.

Volvió a la cocina, trastabilló con la planta que ignoraba que moriría y sin querer con el pie le movió una de sus hojas.

Es un hombre que cada tanto tropieza con la razón que le dejó una guerra y anda por ahí, silbando.

Mercedes Sáenz


miércoles, 30 de septiembre de 2020

SIETE OJOS EN SU LUNA

 


SIETE OJOS EN SU LUNA - 


El jardín dormía el pasto blanco de frío. Especula la luz como un viejo trapo sacando lustre apenas por arriba. Hace rato las paredes de la casa hicieron silencio para las hormigas mientras crece verde entre baldosas.

Puntas de pie para mirarse los dientes y el pelo que mucha falta no hace peinarlo. Ignora al perro que atraviesa y deja nomás la puerta abierta. Sale con pantuflas de conejo más grandes que el empeine y envuelve las manos en el camisón. Los ojos algo cansados de mantenerse despierta. A los cuatro años todavía se duerme cuándo se tiene sueño pero no esta noche. 

La luna se veía y se paró sobre una silla tropezando un poco con las bocas del conejo. Corrió el pelo para atrás pintando una delicia de coqueteo sin saber. Perfil de niña mirando hacia arriba las velas prendidas tan liviana cómo las sobras huéspedes de esa noche. Ningún contorno quería escapatoria.

Los nombres modernos suenan suaves y se llamaba Abril. Pero así se llamaba.

Bajó a la silla en un sólo movimiento de pincel sin tocar el suelo. Sacó del bolsillo dos tacitas que prolongan besos del color de los corales, dos cucharas chiquititas y en un plato puso dos pancitos de su marca preferida. Los tapó con las manos escondiendo su timidez última

- No los hice yo Luna. ¿Cómo está tu ojo? ¿Te creció un poquito? ¿Cuánto falta? ¿Duele que te crezca un ojo?

La luna mira. 

- En el cole nos dijeron que ahí no hay viento. No importa si no tenés pestañas. Pero no me creen que te vi crecer los ojos. Ya conté siete ¿todos miran para este lado? ¿Por qué hace rato que tenés uno suelto? ¿No usas de a dos para ver cómo nosotros?

La luna mira.

Un grito envasado por este siglo de la psicología se oyó desde adentro.

- Estoy tomando el té, mamá. A esta hora ella toma el té y le está creciendo un ojo! No tengo frío! Ya entro. Vos cuándo estás tomando el té no te levantas por nada. Ya entro.

Bajó de la silla obedeciendo a los conejos. 

- Te dejo el té y te miro por la ventana luna. No lluevas hasta mañana. ¿La noche que no te vi, no te habrán sacado uno? Y se fue para adentro.

Y la luna mira lo que ve en los contornos de una sola escapatoria. 


Mercedes Sáenz


jueves, 24 de septiembre de 2020

DECIR DECIR

 DECIR DECIR




Era la boca de los olvidos, la de alguna vez besos. Era el vacío hueco que dejaba de ser sordo. Era quién hablaba con las manos y junto con los gestos deshacía palabras. Era la postergada insistencia del atropello. Era.

La última prohibición golpeaba y las últimas leguas se hacían vuelo. Era quién debía decir.

Caminó hacia la esquina de las dudas, el único lugar en que empezaba el silencio. Decir, decir, le golpeaba el pecho.

Preguntó en que banco del colegio se sentaba. Era lo mismo después de llegar afuera del patio liso cruzado por baldosas. Tan inmenso el espacio que protege, tan diminuto dónde sostener los pies.

Con la tarde viniéndose encima jugó con el llavero del apuro en las manos sin abrir. Decir, decir.

El salió con la camisa fuera del cinturón sosteniendo el pelo de la frente como si estuviera largo, los cordones sueltos y algo que jugaba con su boca.

Ese sol hacía más larga la figura de crecer y la adolescencia no terminaba en sus piernas largas continuando hasta el balanceo de la cintura. Los ojos de más alto se concentran, apresuran un salir de clases que esa edad no espera si es la madre que perturba.

Le vio los ojos con la pintura algo corrida por el llanto.

-Mamá. – Y le extendió los ojos.

-Quería decirte…

-No hablamos de la separación hoy con el psicólogo y papá. Hablamos de mí. Ya sé que te adopté a los tres días.

Decir, decir. Las llaves se cayeron en el suelo. Y un solo abrazo que a esa edad perturba.

Mercedes Sáenz

jueves, 17 de septiembre de 2020

DESCONOCER

 DESCONOCER



DESCONOCER


Estoy aquí, invocando a los dioses que aún permanecen debajo de la tierra, imaginando un azul maya, más profundo que los mayas todavía.

Por unos días los poetas de mis amores han quedado en los costados oscuros de mi cama,

Un leve movimiento diario, caricia imperceptible de la punta de los dedos en los libros… están allí, siempre, dónde nos abandonamos.

Se han detenido mis guerras, los amores no pueden hablarse, Kayyam ha vuelto a su siglo, los latinos hablan otros idiomas, un efímero soplido intenta volarme parada en la curva de un junco más liviana que una libélula.

Es una defensa contra el dolor dice Biön y dibuja mi arquetipo invocando imágenes de la infancia … una conducta de orden

silenciosa que no siempre se advierte.

El sentido de la palabra de Heráclito, verdad, ser, realidad.

En el medio del silencio de un libro que no puedo soltar y del que no entiendo nada, desmenuzo a Jung y con el aliento tibio de Freud desde su contratapa.

Estoy aquí, como un pan de avena olvidado en la mesada, oscureciendo de a poco, precipitándose a toda esa geografía molecular que ni siquiera conozco.

Estoy aquí, prisionera de la avidez de saber, saber… sin entender.

Estoy aquí, dónde danzan los átomos detrás de la negrura de lo que ignoro, estoy aquí, parcela de mí o toda.

Aprendiendo a desconocer. Pero la palabra de tantos autores me hace feliz, aunque igual desconozco.



Mercedes Sáenz

jueves, 10 de septiembre de 2020

AMORES DESTEMPLADOS

 


AMORES DESTEMPLADOS



Eran los tiempos

en que yo no era otra cosa

que respirar amores.

una toga me llegaba al cuello

y yo no era, sólo no era,

y un día la oí caer

cómo un pequeño acordeón muerto

sin ruido,

Sonido de una pequeña sombra

de hierro transparente, derretido.

unida en frío que cerró mis pies.


(nadie invisible detrás de mi,

los objetos no salen a mirarme).


No hay último gesto, ni beso en el aire

(soplido de niño), ni ofrenda



Rotan oscuros, segmentados

en la memoria de la noche,

huyendo con el apuro

del animal que lejos

mutará su piel


¿Han olvidado mi nombre?

Tal vez nunca les dije quién soy.

O no supe saberlos

y se desnudan de mí.


Hace frío.