jueves, 7 de octubre de 2010

GRACIAS JUNÍNPAÍS 2010

AMORES DESTEMPLADOS


Eran los tiempos
en que yo no era otra cosa
que respirar amores.
una toga me llegaba al cuello
y yo no era, sólo no era,
y un día la oí caer
cómo un pequeño acordeón muerto
sin ruido,
Sonido de una pequeña sombra
de hierro transparente, derretido.
unida en frío que cerró mis pies.

(nadie invisible detrás de mi,
los objetos no salen a mirarme).

No hay último gesto, ni beso en el aire
(soplido de niño), ni ofrenda


Rotan oscuros, segmentados
en la memoria de la noche,
huyendo con el apuro
del animal que lejos
mutará su piel

¿Han olvidado mi nombre?
Tal vez nunca les dije quién soy.
O no supe saberlos
y se desnudan de mí.

Hace frío.


Mercedes Sáenz


NO POTRILLO PAMPA




No eran de siete colores, los ojos no sabían que cantidad acumulaban en su retina, pero da tantas vueltas el sol cuando uno es chico que es poco frecuente mirar para arriba. Solíamos tirarnos de espaldas sobre la tierra húmeda y mirar las nubes. Y quedaban los retazos de los cerros, adivinando que forma tenían y si daba el tiempo, decir el parecido a uno de nosotros.
Había pocos caballos en ese campo y una yegua sola que le decían la de tiro.
Era la que más trabajaba, decían los de ahí. Yo la recuerdo llevando detrás de su cola una telaraña de ramas finitas que enganchaban entre sí, como un manto de novia viejo y cansado. Pasaba cerca de los galpones, por eso la veía, las otras cosas que hacía estaban fuera de nuestro alcance.
Éramos un montón de hermanos, el más grande de ocho y el más chico de meses y vivíamos en un campo que se llamaba “El potrillo pampa”, en las afueras de Comodoro Rivadavia, cerca de Caleta Olivia.
Pocas veces andábamos a caballo ya que los hijos del capataz también eran siete y no importan la edad que tuvieran, varones y muy chicos, trabajaban todos.
Nos enteramos un día que la yegua esperaba un bebito. Le decíamos así a cualquier cosa que fuera a nacer de persona, animal o árbol.
El alboroto fue grande en el momento en que estaba por nacer. Habíamos visto con poca frecuencia parir perros, alguna vez ovejas, pero nunca caballos.
A mamá la veíamos todos los años embarazada y nunca ni aún siendo chiquitos las explicaciones que nos daba de acuerdo a la edad que teníamos, eran sin medio grado de fábula. Nos parecía una consecuencia de la vida. Precisamente de la vida.
Un día papá nos llamó a todos y los que estábamos en edad de caminar, avanzamos por una larga calle de árboles que separaba la casa del verdadero lugar del campo. Del lugar en donde todo sucedía.
La asistieron. Con la sencillez y la sabiduría de la gente de allí. Con movimientos pausados, casi higiénicos y con absoluta serenidad.
Lo vimos salir de un agujero que parecía inmenso y conocimos sus patas antes que su cabeza. No sabíamos el color quizás porque estaba mojado pero logró ponerse de pie sin entender porque debía hacerlo, ni porque a esa edad sus piernas eran tan largas, no creo que tuviera conciencia que era la tierra por la que se andaría toda su vida.
Los más grandes nos acercamos a tocarlo y sus ojos se alteraron. Con mezcla de desconfianza y algo de miedo, se apoyó en su madre que cansada, parecía ignorar todo.
Dos días después quisimos ir verlo. No sabemos con que genética pero lo que había nacido era un potrillo pampa.
La yegua de tiro estaba en el palenque, en el que más se usaba y su potrillo cerca de ella oliendo su cuerpo, buscando sus mamas.
Se acercó Don Rosas, así le decían, mezcla de gaucho y de indio, mezcla de mito para nosotros porque poco nos dejaban acercarnos a los peones. No le costó tomarlo del cogote, pero por algo que nosotros no entendíamos, la yegua más tranquila, la de tiro, la más vieja, empezó a tirar patadas y a intentar levantar la cabeza de un cabresto corto que no se lo permitía..
Don Rosas simplemente levantó su mano con un facón afilado y se lo clavó en el cuello. La sangre brotó en un segundo y en el segundo siguiente ya sin fuerza el potrillo pampa estaba todo colorado. Lo vimos doblar sus patas, no sirvió que se hincara para pedir tiempo o clemencia.
Nos largamos a llorar todos al mismo tiempo. Nos quisieron explicar después que si la yegua le daba de mamar no iba a tener fuerza para trabajar.
No pudimos ni quisimos entender.
Yo a veces me escapaba a mirar la yegua. Dicen que estuvo dos días sin comer, yo sólo ví, que pasaba con su manto de novia y leña con el tranco más lento.
Mercedes Sáenz

1 comentario:

Anónimo dijo...

Merci! Felicitaciones! Ahora te escribimos.
Abrazo
María José