miércoles, 12 de marzo de 2008

ALGUNOS BESOS





ALGUNOS BESOS



Si el alma susurra
o sopla un aliento pequeño
tan suave
cómo el segundo
en que se detiene el vuelo.
Si va a ser un secreto
entre otra piel y la tuya.
si va a saber cuánto
porque nadie dice,
es un beso, besos, más besos
Entre una boca y otra
cabe
la línea de puntos infinitos
hasta que las bocas
se tocan.
Mercedes Sáenz

domingo, 9 de marzo de 2008

LÁSTIMA NO, TRISTEZA...




LÁSTIMA NO, TRISTEZA




Yo pasaba por tus veredas, por la ventana del vidrio del lugar dónde te sentabas, empapada tu mesa de papeles del mundo. Alguna vez con mi vergüenza me invitabas a tomar café a tu mesa para ver cómo iban mis escritos y me dabas aliento y opiniones y yo salía feliz a tratar de hacer lo que en pocos segundos me decías. Otras veces la gente te rodeaba con un zumbido de abejorro rey y las reinas no dejaban ni siquiera que se te viera la cara y tu mano levantaba un saludo para mí que me era el día.
Seguía tus escritos, todos, y trataba de imaginar en que entorno escribías sobre tantas cosas que yo leía sólo por ser tuyas. A veces tratando sólo de entenderte.
La admiración no es poca cosa cuando la paciencia la sostiene. Y podía esperar toda una tarde por un gesto o por una palabra. Y hay un cariño que se cree porque a uno le hace falta, lo contiene y le da fuerza y confianza. Pero la edad es una distancia, cómo la mesa, cómo el horario, cómo las ocupaciones, cómo ser diminutivo ante semejante mayúscula.
Seguis en la misma mesa y yo compro todo lo que escribis y lo leo y también lo guardo.
Sola estoy ahora para escribir lo mío y extraño la mano que hubiera estado sobre mi hombro, el reto ofuscado por un final impreciso de mis historias, la mirada larga de ojos buenos diciendo lo más suave posible por dónde había que corregir. Extraño y creo que eso también es parte de lo que me enseñaste. Es una lástima pensé, pero en realidad lo que sentí es una gran tristeza porque yo vuelvo cada tanto a las mismas mesas y sabía que un día no te encontraría.

Mercedes

jueves, 6 de marzo de 2008

REZOS PARA MI EN ESTOS DIAS


REZOS PARA MÍ EN ESTOS DÍAS



Esta noche debo de hacer un trato conmigo. La vida se me está presentando cómo una góndola de misterios y debo elegir. Temblaré ante mi nombre si ya sé que no soy la luna. No se que sacaré de la superficie de este mundo asustada por las voces que parecen escaleras redondas que vuelven al mismo sitio después de hacerme subir y bajar como montaña rusa. Un frío se junta en el cuerpo, el mío, como los espacios que quedan en las piedras a la sombra.
Están deliberando a mis espaldas unos apóstoles de la sabiduría, se amontonan los que me dejaron creer que eran genios y algunos políticos en mentirosa conferencia. Deliberan y encuentro gestos de moluscos y un ojo que perdió algún inteligente. Los sonidos de las voces que recuerdo son ahora como los silbidos que pasan por las banderolas, en esos rincones dónde se junta la tierra y no llegan los dedos.
Cuánto de mi sordera habrá quedado por ahí y que tanto de mi ceguera cuándo ya no se juega más al gallito ciego.
Deliberan todas las voces y no sé que van a hacer conmigo porque cuándo de mi se trata soy pagana. Y las voces no callan el azúcar de algún amor memorioso.
Borrar un mordisco en una manzana se borra con otro mordisco nuevo y no se morder. Y me paro desafiante en el medio de la tierra, sin gritar.
Acaban de hacer un trato conmigo y parece que no me voy a enterar. Tal vez las voces debo bajarlas de la luna.
Mercedes Sáenz

lunes, 3 de marzo de 2008

SILBIDO




SILBIDO


El hombre bordeó con la cadera la mesada de la cocina. Eligió el paquete que abriría y el aroma de café bueno. Soltó despacio un silbido de su aire poco para espantar el silencio con un sonido de color que se huele hasta en la piel y pasa por la garganta en el primer minuto de la mañana.
Sus palabras ya quedaban cortas y los adjetivos solos. Ya no le era compañía contestarse. Las ideas claras, las pocas, se fatigaban cómo mujeres sosteniendo una red de pesca.
Su única propiedad privada era una maceta apoyada en el piso, no muy grande, para poder trasladarla él solo hasta cualquiera de sus lugares pequeños.
Nunca le puso nombre pero la paraba frente a lo que estuviera haciendo. Alguien que lo mirara cuando el espejo ya se vuelve borroso y mudo. Las hojas de tanto en tanto aleteaban con alguna ventana abierta.
El hombre bordeó la parte más finita de la cocina, esa que todos los días se achicaba un poquito y con el tranco y el pantalón empujó sin querer la maceta al piso.
Se inclinó hacia el suelo y emitió un sonido, (un respiro piadoso cómo los de hospital cuándo no es la muerte.)
Sobre la tierra esparcida una lombriz de mil cinturas surgió de la negrura fresca, bailando o nadando en sólido, pero quiso el hombre creer que eran movimientos felices.
Caminó despacio hasta la mesa de luz y sin sacar el cajón vació las cosas que tenía adentro. Lo llenó de diarios alisaditos del tamaño justo y con una taza fue juntando tierra de la maceta hasta cubrir una capa que lo dejó contento. En el último acarreo llenó su mano, la que tiembla menos, y levantó con ella la lombriz que esta vez dejó de bailar y se quedó quietita. Cuándo la encerró en el cajón emitió un silbido cancionero. Se preguntó sin tan chiquito escucharía uno igual cuándo con tierra en el bolsillo del saco lo llevara a cobrar su jubilación.
Volvió a la cocina, trastabilló con la planta que ignoraba que moriría y sin querer con el pie le movió una de sus hojas.
Es un hombre que cada tanto tropieza con la razón que le dejó una guerra y anda por ahí, silbando.
Mercedes Sáenz

jueves, 28 de febrero de 2008

DECIR CÓMO, DECIR QUÉ





DECIR CÓMO, DECIR QUÉ





Atendía su consultorio con esmero y un cierto grado de alegría. Era psicóloga y se llamaba Andrea.
Por las noches se sentaba en una silla sola frente a un público numeroso y esperaba que creciera el silencio absoluto y entonces desde esa silla, iluminada por una lámpara derecho a su cabeza, se separaba el pelo en hermosas colinas que descendían sobre su cara como un torrente de agua incierta, y se convertía en la imagen de lo que estaba dispuesta a contar.
Música, sonido del viento, olores, tristeza y alegría, cabían debajo de sus párpados, al cerrarse o al abrirse o al dejarlos quietos como dos mariposas de arena.
En sus narraciones podía llevarte a un pequeño pueblo de Turquía, descalza por el sur argentino o marearte en un barco holandés,
Desde la misma silla podía ser una inmigrante con un vestido gris esperando en Retiro que la pasen a buscar, las piernas cruzadas y las manos escondiendo todas las expectativas sobre sus faldas.
Si se ponía de pié podía ser una estatua perfecta. Si osaba mover los brazos, era como un flamenco sobre el agua plateada. Tremenda la dignidad de su cuello, para ser un perfil que duraba sólo unos segundos.
Algunas de sus historias eran de autores famosos o no, de las Mil y una Noches, de gente que esperaba en el subte o de amores que volaban y morían.
Una noche yo fui sola. Tenía ante mí una copa de buen vino que convidaba la casa. No la toque por no romper el juego de luces que había sobre ella, siempre pensé en el vino tinto cómo la sangre y el en vino blanco, lágrimas.
Esa noche, Andrea con una copa de vidrio en la mano contó una historia árabe de las más sugestivas que oí en mi vida y un aplauso insistente y continuo provocó que algunos reflectores se prendieran.
Ella no se movió agradeciendo al público que estaba casi todo de pié. Giró lentamente su cabeza hacia la izquierda y una luz indecisa la iluminó levemente amarilla. Brillaba su pelo pero sobre nosotros el silencio negro.
Su cara, mezcla de cera e incienso, como una virgen legendaria.
-Viene a cuento- dijo lentamente, levantó las manos y las cruzó como una paloma sobre su pecho. No movió sus párpados y dos lágrimas gruesas le cayeron de los ojos. Miró fijamente un sólo lugar y dijo con ternura-
- Yo tenía un amor que se llamaba Javier…

Sólo de unas de sus manos salía sangre cada vez más roja que entraba por la manga negra de su vestido y se deslizaba por sus dedos con una lenta velocidad maldita.
Estoy muriendo por la mitad- dijo sin bajar la cabeza.
Nadie se movió.
Era una estatua doblada en dos cómo un libro, la curva de su espalda una línea recta y ahora la sangre corría por sus piernas.
La cara de Andrea desaparecía en capas transparentes. Y sus ojos cerrados. Su brazo, el del tajo alevosamente abierto, quedó suspendido en el aire como un adiós imperceptible, como si de un bote tocara el agua con la punta de los dedos. Con algún Javier, supongo, salieron de la luz y de mí para siempre.
No me moví ni tomé la copa de vino. Cuándo pude levantarme supe que cómo un ciego para siempre llevaría esas voces conmigo.
Mercedes Sáenz

lunes, 25 de febrero de 2008

EN ESA HORA


EN ESA HORA




Cuándo la luz tiene abrazados los secretos la noche quedará por un segundo. No se oye quién despide los últimos silencios.
Es la hora en que las hadas indias ven dormir a su hombre bajo lo que queda de luna cubierto por sus tejidos.
El hada india no sabe de la vigilia y del sueño, se acerca despacio y suspiro y se mete en su cama, sin tocarlo, como bordeando un río.
Invoca primero a sus dioses, sopla su cuerpo y recorre sus hombros viento y su abrazo en llamarada. Rocío después la piel. Asoma oro luz sobre lo que ya no se mueve.
Debía dejar las alas cuándo amara por primera vez.
Es esa hora. India para su tierra y diosa si está en la cama.

Mercedes Sáenz

jueves, 21 de febrero de 2008

MENSAJES DE MADERA

MENSAJES DE MADERA




Vendía muebles usados sobre la costa dónde el río se afinaba y pegaba la vuelta, a cuarenta pasos del asfalto. Levantaba en un lanchón viejo mesitas de luz con pintura seca cómo una capa de amnesia con algo de mármol, roble la mayoría, pino-tea si la veta podía adivinarse, pedazos de durmientes abandonados antes que se los llevara el agua.
Los amontonaba en un galpón de techo precario junto con los que juntaba en una camioneta que él le decía la chata.
Después de terminar el recorrido los miraba amontonados a pocos metros de su casa ya parecida al galpón como a forasteros, cómo a los viejos inmigrantes que alguna vez se atropellaban silenciosos por cansancio en las madrugadas por entrar a una fábrica.
En ciertas horas de la luna oía lamentar a la madera fragmentos de monólogos de sus propias biografías, y hacer silencio cuándo un secreto nuevo dejaba de serlo y parecía que toda la luna se desplomaba cómo si hubiera llovido toda su luz urbana sobre un trigo de roble colorado.
- Hoy hay eclipse de luna les dijo ¿van a hablar todos al mismo tiempo? Voy a buscar la de vino y algo para quemar. No murmuren que la soplona de fórmica después me canta la justa. Ella no habla, pero oye a pesar de tener quemada a planchazos torpes su mesada.
Volvió con algunas maderas sueltas sostenidas hasta el antebrazo y sola y abierta la botella en la otra mano.
Se sentó en el suelo y prendió un fuego empardando los colorados. Estiró las piernas y se apoyó sobre un árbol grande que no era roble pero en secreto también le tenía miedo.
- Ahora si, de a uno, no atropellen, primero las historias de amor, las de olvido, las de escape. Me dejan para cuándo entre el sueño las de cuentas de almacén, el listado de la mercería, hoy, ninguna de asesinatos.
El espiral de humo se llevó el silencio y la luna tan lejos empezaba a rodar su eclipse.
Mercedes Sáenz