viernes, 30 de enero de 2009

OJO CON LO QUE SE ESCRIBE


OJO CON LO QUE SE ESCRIBE






Lápiz redondo y grueso de cuatro caras, era la primera vez que salía del adorno de un escritorio caro. Desde el vidrio en que estaba apoyado ahora, las ventanas parecían más lejos, cuando ese lápiz era tronco todavía allá en el sur, entre aromas y sombras indecisas. Lluvias de los bosques, beber era la vida y el brillo tardío la siesta. Antes, pocas horas atrás, estaba durmiendo contra los filos de una lata brillante que apenas lo dejaba asomar su cabeza. Había llegado allí, como un distraído regalo de cortesía. Pocos sabían que algo podía escribir, cada tanto un índice suave de mujer, tocaba su cabeza negra cómo la nieve que no se derrite.


Ella llegó a su departamento y dejó ese lápiz y un papel sobre una mesa.
Sonó el teléfono, sonido nuevo, no de oficina.
Ella que se preparaba para un baño, contestó y dijo que todo estaba hecho. Dejó la puerta abierta y la luz sostenía con pereza un cuadro de colores tierra.
La computadora, invasora de un armonioso espacio blanco y arena, le avisaba a esa mujer que tenía un mensaje nuevo de la madre que la esperaba a almorzar, con el mismo tono de todos los últimos los años, cada vez que salía de viaje.



Alguien entró y sobre esa mujer mojada hizo el amor.
Al lado de la cama un papel con números grades y mayúsculas chicas, insistía mudo que era el número correcto de una cuenta en Suiza.
Alguien levantó el lápiz con un pañuelo blanco y con fuerza de taladro lo clavó en cada uno de los ojos de la mujer, humedad distinta ahora por el placer de hace apenas. Los brazos con sangre golpearon primero el aire, a la nada de un llanto desesperado, después puso sin fuerza las manos sobre sus ojos como una chiquita avergonzada, tal vez de que vieran así su propia muerte.


Unos ojos negros, como una pistola en reposo, apuntaron hacia unos almohadones tan blancos y perfectos que nadie hubiera dicho que ayer habían hecho el amor sobre ellos.
Alguien de ojos negros metió ese papel en el bolsillo y al lápiz lo envolvió en una bolsa de residuos. Lo tiró en el Riachuelo. Quedó solo flotando sabiendo que nunca se hundiría.


Mercedes Sáenz

domingo, 25 de enero de 2009

CARTA ABIERTA AL SILENCIO



´

Que silencia el silencio de aquel otro silencio desde
desde el día que al día convertiste en noche (DS)


Existe un idioma universal en el mundo, abarcando generaciones y siglos, cruzando paralelos y meridianos, incluyendo sin distinción a los hombres y a todos los que de una u otra manera estamos en el mundo. Todos sin excepción en invisibles infnitos de la propia existencia individual estamos en silencio.
He leído algunos libros que se ocupan de detallar el silencio voluntario, el premeditado, el silencio obligado a golpes, el que hace guardia junto a una cama cuándo los virus en otro cuerpo también están en silencio.
El de los cobardes, el de las tumbas que contestan en nuestras cabezas los que queremos oír cómo si pudieran hablarnos.
El maravilloso silencio del sueño. El silencio que escuchamos cuándo leemos un libro.
Son tantos los colores del silencio.
El del escondite, el del exilio. El del desamparo. El de la respuesta qué no sabe que decir. El de la gratitud si es montaña.
El de la sentencia cuándo la injusticia no acepta réplica.
Para algunos el silencio largo cuándo Dios no contesta.
Pero el más difícil de describir es el silencio sin explicación de un amigo. El tiempo pasa y cuánto más larga se hace la espera más se olvida el silencio cómplice, el de miradas de un mundo, el cuerpo a tierra mirando los cielos. El silencio se convierte en asesino de los recuerdos.
Uno empieza a ser silencio, ese, que es capaz de decirlo todo, aunque el otro no esté para percibirlo y entonces uno, enmudece.
Y el silencio todo lo habita cómo una luz de un propio universo.
Esta carta termina en silencio amigo mío de alguna vez. Tu silencio empieza a llegar y te hace persona difusa, confundible y callada.
Levanto mi copa sin el menor ruido, en dónde estés, sonríe, gesto que aún puedo imaginar sin que nos sorprenda ningún sonido.

Mercedes Sáenz

sábado, 24 de enero de 2009

NADA

NADA



Calzón quitado. Pelos en la lengua no. Viraje de laucha corto. Todo se entiende tanto. Menos el nada sobre algo. En refranes o en dichos populares con peluca cualquiera es rubio y lo digo por experiencia no porque me pasó. Periodismo agudo y concienzudo, locutores de larga estirpe, adolescente de pelo verde, ama de casa prolija, piquetero tapado por humo de goma. Todos decimos nada.
El diario escapaba, pero también apareció. No podía quedarse sin algo de lo que empezamos a entender todos cuando decimos nada. Preámbulo de premios, sentencias de asesinos seriales, resultado furtivo de Boca el domingo. Valor y precio. Secuestrado por barbarie de asfalto, muerto por confusión. Parece que no pasara nada.
Lo mismo pasó con la palabra onda, cabía en cualquier lado, significaba todo, describía y contenía todas las emociones y sensaciones del humano. Salía de la física y de la química, revoloteaba matemática hasta que la filosofía la trasladó al saber popular y todavía no conozco otra palabra que con la misma exactitud pueda reemplazarla.
No sé dónde buscar la palabra nada. Tengo miedo que reemplace un todo tan grande que sucede y no hagamos nada.
Mercedes Sáenz

sábado, 17 de enero de 2009

TRATO SOSTENIDO




TRATO SOSTENIDO



Estuvieron hasta la noche afirmando todos ser tierra… y navegaron hacia el Sudeste hasta conocer que lo que decían tierra no lo era SINO CIELO.
Del diario de Cristóbal Colón


Es una de esas tardes en que ella no viene a escribir conmigo. Estoy mucho más suelta.
Me encanta escribir sola. (Ella tiene esa cara de lavandina o de objeto limpio sin imperfecciones que tanto me molesta.)


- ¿Corregiste lo de ayer?
- No
- ¿Y para qué me llamaste?
- Yo no te llamo, vos venís sin avisar, tu único aviso es el timbre que oigo en mi cabeza y te abro la puerta y entras como si hubieras dormido aquí.
- Dame lo de ayer, la parte en la que estabas en Retiro sentada en la escalera.
- Esa no la quiero corregir hoy, estoy escribiendo otra cosa.
- ¿Qué estás escribiendo?
- Sobre la muerte de un amigo, amiga, qué se yo, sobre alguien que se quiso mucho o te quiso mucho. Que fácil te es confundirme.
Ya no me contestó y se puso a trabajar.
Todo de nuevo.
Afuera el sol hacía luz en una mañana perezosa, sin apuro. Delineando las formas con absoluta claridad ostentando que con eso bastaba. Dirigió los ojos hacia el suelo y vio nítida la sombra de una de las puntas del techo. Y la vio pasar en pleno día -peligroso verlas de día- con la elegancia de un gato. Pasos cortitos, la cabeza contra las tejas en el perfil que a pesar de ser sabido no se distinguía. No le vio la largura de su cola, el vuelo de una paloma alborotada se llevó sus ojos hacia lo más alto de un árbol.
Voy a repasar - dijo- eso de un gato sobre un tejado de zinc caliente. No es lo mismo una rata sobre las tejas, vista desde su sombra..


Hay una orilla del mar dónde ella tira las palabras y yo espero. Sé que vuelven otra vez las que más amé.
Yo no quiero este trato. Ella corrige y yo escribo. Por eso no la quiero ni lo quiero.

Mercedes Sáenz

viernes, 2 de enero de 2009

ALGÚN ÚLTIMO POEMA


ALGUN ÚLTIMO POEMA






He buscado una luna
sobre la negra noche
que parezca pálido cristal
cómo tu última mirada.
miré otra vez tus pies
algo cansados
no queriendo
deslizarse hacia la izquierda.
sin palabras ásperas
que se rompen en mi mano de tanto apretarlas
y después las suelto,
Papel picado ya,
como mariposas muertas.
He buscado la noche
al filo de esa luz que tiembla
color ceniza, casi amarillo muerto.
El árbol más grande
tiene tantos brazos
que mi frente ahí no parece nada.
He buscado esta noche
como una gorra negra
para taparme los ojos
y decirte adiós
amigo mío,
y que el amor que hubo
alguna vez se vaya.

Mercedes Sáenz

lunes, 29 de diciembre de 2008

GRACIAS GRIBALFARO

N.º 58
NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2008
2






DECIR CÓMO, DECIR QUÉ
Por Mercedes Sáenz


Atendía su consultorio con esmero y un cierto grado de alegría. Era psicóloga y se llamaba Andrea..
Por las noches, se sentaba sola en una silla frente a un público numeroso y esperaba que creciera el silencio absoluto y entonces, desde esa silla, iluminada por una lámpara derecho a su cabeza, separaba su pelo en hermosas colinas y descendía sobre su cara como un torrente de agua incierta, y se convertía en la imagen de lo que estaba dispuesta a contar.




Si se ponía de pie, podía ser una estatua perfecta. Si osaba mover los brazos, era como un flamenco sobre el agua plateada.


Música, sonido del viento, olores, tristeza y alegría, cabían debajo de sus párpados, al cerrarse o al abrirse o al dejarlos quietos como dos mariposas de arena.
En sus narraciones podía llevarte a un pequeño pueblo de Turquía, descalza, por el sur argentino o marearte en un barco holandés.
Desde la misma silla podía ser una inmigrante con un vestido gris esperando en Retiro que la pasen a buscar, las piernas cruzadas y las manos escondiendo todas las expectativas sobre sus faldas.
Si se ponía de pie, podía ser una estatua perfecta. Si osaba mover los brazos, era como un flamenco sobre el agua plateada. Tremenda la dignidad de su cuello, para ser un perfil que duraba sólo unos segundos.
Algunas de sus historias eran de autores famosos o no, de Las Mil y una noches, de gente que esperaba en el subte o de amores que volaban y morían.
Una noche, yo estaba sola. Tenía ante mí una copa de buen vino que convidaba la casa. No la toqué por no romper el juego de luces que había sobre ella. Siempre pensé en el vino tinto como la sangre y el en vino blanco, lágrimas.
Esa noche, Andrea, con una copa de vidrio en la mano, contó una historia árabe de las más sugestivas que oí en mi vida, y un aplauso insistente y continuo provocó que algunos reflectores se prendieran.
Ella no se movió agradeciendo al público, que estaba casi todo de pie. Giró lentamente su cabeza hacia la izquierda y una luz indecisa la iluminó levemente amarilla. Brillaba su pelo, pero, sobre nosotros, el silencio negro. Su cara, mezcla de cera e incienso, como una virgen legendaria.
—Viene a cuento —dijo lentamente. Levantó las manos y las cruzó como una paloma sobre su pecho. No movió sus párpados y dos lágrimas gruesas le cayeron de los ojos. Miró fijamente un sólo lugar y dijo con ternura:
—Yo tenía un amor que se llamaba Javier…
Sólo de una de sus manos salía sangre cada vez más roja, que entraba por la manga negra de su vestido y se deslizaba por sus dedos con una lenta velocidad maldita.
—Estoy muriendo por la mitad —dijo sin bajar la cabeza.
Nadie se movió.
Era una estatua doblada en dos como un libro, la curva de su espalda una línea recta y ahora la sangre corría por sus piernas.
La cara de Andrea desaparecía en capas transparentes. Y sus ojos cerrados.
Su brazo, el del tajo alevosamente abierto, quedó suspendido en el aire como un adiós imperceptible, como si desde la borda de un bote tocara el agua con la punta de los dedos. Con algún Javier, supongo, salieron de la luz y de mí para siempre.
No me moví ni tomé la copa de vino. Cuando pude levantarme supe que como un ciego para siempre llevaría esas voces conmigo.



Mercedes Sáenz (Buenos Aires, 1952). Ha cursado estudios de filosofía. En su haber literario cuenta con pequeñas publicaciones para las editoriales Atlántida y VYR y diversas colaboraciones para revistas virtuales, especialmente para Artesanías Literarias, del editor Andrés Aldao. No participa en concursos. Es autora del libro Filos de Lata, publicado por la Editorial Vela al Viento, del editor Eduardo Gómez. Actualmente está preparando un segundo libro.


GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VII. Número 58. Noviembre-Diciembre 2008. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2008 Mercedes Sáenz. © 2002-2008 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.


Gracias a GRIBALFARO por haber incluído este texto de "filos de lata" en su última publicación.
Un afectuoso saludo

Mercedes Sáenz

viernes, 26 de diciembre de 2008

CUANDO SE CIERRA LA ÚLTIMA HOJA


CUANDO SE CIERRA LA ÚLTIMA HOJA






Por ahí anda vestida de pollera ancha, siempre con bolsillos para poner la navaja. Con zapatos bajos y si el espesor del pelo molesta, se hace una trenza sin atar, se queda sola sin que ni el viento se la mueva. Sale en general de día y vuelve a la tardecita la cazadora de posibilidades.
Salio de colegio bueno, bueno para algunos porque no siempre lo que establecen que es portarse bien deja buenas marcas. Dicen que se debe hacer y poco para el razonamiento, estonces al alma le echan una medida que da miedo discutirle cuándo las edades son tempranas.
Empezaban a olvidarse las luces del día y las pupilas ya no distinguen dónde los amarillos no van a quedarse. Empezó a subir la barranca que la llevaba a su casa, en medio de una villa de emergencia. Entro en su cuarto de lata, la chapa no era otra cosa para ella que algo metálico, decirle de una forma u otra no cambiaba el frío.
En su cuarto de una sola cama y varios colchones apilados, existían sábanas, mejor usarlas poco, la puerta quedaba abierta, nada había para sacar con excepción de algunas velas y unos fósforos.
Un solo episodio pasó para que al lugar dónde ella vivía no entrara nadie.
Hay cosas que son más fuertes que lo que pueden soportar los más guapos, cuándo las posibilidades de maldiciones pueden extenderse a las madres, a las niñas, a las viudas,
Lo supo un día después de haber llorado toda una noche, todo un día, de haberle quedado los ojos flaquitos y turbios, Ni de resfrío parecían. La nariz aguileña se había ensanchado y no se acordaba cómo tenía normalmente su pelo que para ella era un símbolo importante
Se acuerda porque lloró, no la causa.
Llegó un día hasta la villa con un bebe alzado, ni dos años tenía, lo levantó sin poner la conciencia dónde se debe y a pedido de los gritos de la madre lo llevó en su propio auto hasta dónde vivían. Toda la educación que había cabido en su cabeza de llevarlo a un hospital, de no complicarse con accidente de terceros desapareció ante los gritos desesperados de una madre muy joven, de una belleza casi de cuadro. Pedía a los gritos que a ningún médico por favor. Parecía tener más miedo por ella que por su propio hijo.
Llegó con la madre y con el hijo ensangrentados a un cuarto de lata. El auto bastante nuevo que dejó en la puerta nunca más volvió a encontrarlo.




Dos días encerrada estuvo con ese hijo en los brazos.
Algunas mujeres le traían cosas, inclusive algunos trapos limpios y pañales. Se los tiraban por las ventanas que la podían abrir desde afuera y volver a cerrarla Se sorprendió un día que le limpió la frente con un paño de hilo bordado con unas iniciales también blancas y fue el único minuto que su pensamiento se distrajo de pensar de dónde había salido.
La madre nunca se movió de ahí. No comió. Parece no haber ido nunca al baño. Salvo que se corriera la pollera y haciendo a un costado la bombacha hiciera pis sobre la tierra del cuarto.
El bebe estuvo inconciente dos días con un tajo en la cabeza que la cazadora fue curando con agua traída de escaleras arriba. Una sola vez a las tres de la mañana le abrieron la ventana intentando en vano no hacer ruido y le dejaron una bolsa con toda clase de remedios sacados probablemente a punta de pistola y pidiendo a los gritos cualquier clase de drogas para un bebe herido.
Nunca se supo quién lo hizo, supuso que era un adolescente por la largura de la pierna que vio a media luz.
La madre siempre sentada en el suelo arropaba un poco mejor sus propias mantas. En dos días no emitió palabra.
Cada tanto la miraba a la cazadora que en posición de india, con las piernas cruzadas tenia al bebe cómo si fuera una cuna, desde ahí apenas lo movía para cambiarlo un poco, limpiar la herida y acomodar las mantas y su pollera que también en este caso hacían de abrigo.
Después del segundo día abrió los ojos, no buscó los de la madre. La madre no se movió del suelo. Una de las manos del chiquito primero reconoció la herida del lado izquierdo de la cabeza, con el mismo gesto de aplastar el arena jugando, la lengua salió de su boca no en llanto, el labio de color mejor ahora era mojado apenas. De un cuenco de lata abollada y chata la cazadora sacó con su mano en forma de canasta un poco de agua fresca, la poca cayó sobre el labio que alivió lo que fuera.
Se abrió la puerta y una luz tan clara y celeste iluminó por un ratito hasta que la madre saltó como si la hubiera mordido la rata que anoche le pasó cerca sin que cuenta se diera.
Salió con la cara hundida en los hombros intentando agrandar los ojos lo más posible-encanto de un antes que ahora probablemente no tuvieran efecto.
En cuánto salió, le dio un cachetazo que además de marcarle la cara la tiro al piso.
- ¿Está bien el pibe? Dijo, con un tamaño que cualquiera temblaría, con la camisa abierta, dos tatuajes que no se inmutaban con el frío y unos dientes tan sanos y blancos que muchos decían que se los habían puesto los espíritus.
Dicen que una vez un policía lo soltó solamente porque a una amenaza le contestó con una media sonrisa irónica y en esa boca no podían estar esos dientes.
- ¿Qué dice? Le preguntó a la del suelo.
- Nada, nunca dijo nada, pero nada malo tampoco. ´
- ¿Podré entrar? Y se abotonó la camisa.
Desde el suelo la voz llorosa dijo que ella nunca había salido que no sabía que hacer ahora.
Por las dudas él tiró una patada hacia la mujer del suelo pero sólo levanto un polvo sonso.
Se paró con su mejor elegancia debajo del marco de la puerta. Arqueó un poco la espalda y casi sumisión de gato en sus movimientos torpes.
Entró despacio cómo si todo el respeto no aprendido en ningún lado tuviera ahí sin saber siquiera por qué.
La mujer que tenía al hijo de este hombre acostado en sus piernas cruzadas en el suelo, no levantó la mirada.
El hombre grande se agachó, en su tamaño, quedó a unos treinta centímetros de ella, no se le vieron los dientes y preguntó
- Con su permiso, ¿está bien el pibe?
Ella giró la cintura levantó al bebe y en sobrada agilidad se puso de pie y sin articular palabra lo depositó tiernamente en esos otros brazos que solos parecían formar un bote.
El niño empezó a llorar y el padre cómo chúcaro en el palenque lo devolvió enseguida a la mujer que no había emitido palabra. Y entonces del llanto fuerte pasó a un gemido de gato pequeño hasta emitir un sonido casi de contento.
Ella lo miró a los ojos, esta vez el no los bajó y desarrepolló la bravura igual que un animal que ya no tiene que hacer alarde de nada cuándo anda suelto porque solo va a ejercer los movimientos que le tienen permitidos.
- Dos días más y lo lleva nomás. ¿Está de acuerdo?
Si, sí contestó el hombre grande sintiendo en el pecho que en cierta forma en ese acuerdo le estaban pidiendo permiso.
Se hizo en la cabeza de pelo negro un gesto como si se tocara una boina, -ninguna puesta-pero era su forma de hacer una reverencia. Y salió del cuarto de lata.
Parecía que por ahí no había pasado nadie.
Era una tarde de esas grises medias plomizas, cuándo la tarde intentó pararse sobre los cables robados de luz y algunas casillas se iluminaban cómo si fueran mágicas y lo más fácil del mundo.
Se oían el chillar de las cacerolas y no se oían los pies chiquitos que buscaban agua en las canillas de afuera.
Los perros empezaron a quedarse quietos y sólo alguno que otro molestaba con ladridos de perro aguado.
La ropa ya no quedaba colgada y los pocos que habían comido lo habían hecho temprano y con mate, dispuestos a levantarse temprano para ir a trabajar.
La mujer que no hablaba casi, se llamaba Leila, pero con esa cosa muy del barrio de cambiarse los nombres le decían Lashira, así todo junto. La palabra la trajo uno del norte y junto dos, algo que era una mezcla del cielo y la tierra. No supo explicarlo, tal vez solamente porque estaba parada sobre ella y debajo del universo como todos.
Lashira tenía una casa de lata en la que todo se oía, una ventana que cerraba tan mal cómo el baño de un subte y las temperaturas jugaban a los extremos más duros sin importar quien estuviera adentro.
Había que acercarse con cuidado porque nadie sabía de qué manera arreglaba las cosas. Le traían personas después de pasar por el consenso de los más fuertes del caserío y sólo algunos podían ir a verla.
El miedo colectivo era que Lashira un día se fuera, o un día fallara, o un día dijera que no, o un día roto ese misticismo alguien la matara.
Sucedió una vez con una madre de cuarenta años- doscientos sobre la espalda, mil quinientos sobe los dientes y ovarios de mil guerreras- más o menos que parecía tener un ataque de locura, de epilepsia o algo así. Se la llevaron que casi no pasaba por la puerta y desparramaba castañazos a cualquiera que intentara sujetarla. La metieron en el cuarto y cerraron la puerta. Alguien quiso quedarse cerca, creo que era un hijo, pero el más guapote turno porque había el que más, pero ausente éste, había postas con sólo apoyarle una mano en la espalda lo alejó del lugar. La mujer entró a los tumbos, mucho no había para llevarse por delante.
Lashira solo la sujetó del pelo, oscuro y largo y la locura bailó a los gritos hasta cansarse. Sus manos en un intento de agarrar cualquier cosa se desesperaban peleando con el aire, pero no llegaban hasta ella.
Seis horas la tuvo encerrada. De afuera se sentían los gritos hasta que levemente empezaron a oírse unos gemidos. Después la dejó dormir sobre unos de los colchones viejos.
Cuando salió sus ojos estaban cansados, el color de su piel algo transparente y los kilos de más de su cuerpo parecían pesar poco. La esperaban dos comadres afuera y su diálogo además de fluido fue terriblemente mentiroso creyendo que contaba la verdad.
- Me dijo palabras indias, no sé a que dioses invocó, me hizo dar un montón de vueltas para un lado y para el otro cómo las agujas del reloj, después me tiró en un colchón y me hipnotizó. Le hizo prometer a mi cabeza que jamás, nadie sabría quien es el padre de Kevin. Así que en eso estoy salvada si me vuelve a hipnotizar, ya sé que no se lo digo a nadie.
- ¿y te puso alguna pasta porque ahí adentro parece no tener nada?
- Y dormida no lo sé y enfiló instintivamente por las calles finitas que llevaban a la propia.




Tal vez volver atrás a una noche de Callao y Alvear, en pleno centro de Buenos Aires con una llovizna que empinaba la barranca de Callao más hacia la derecha porque los edificios reflejaban unas paredes extrañas a los costados. Leila venía con unos de esos autos nuevos de luces amarillentas y ellos, la madre de anchas polleras y un chico cruzaban la calle con un carro de supermercado con las ruedas tan poco dóciles cómo suelen serlo.
Los cartones venían mojándose, de ahí el apuro y el choque. Todo saltó por el aire menos los cartones que ordenados y apretados ofrecieron una resistencia de quedarse como estaban.
La frenada fue rápida, el coche quedó torcido y la mujer de afuera en el suelo sin quebrarse las piernas, al menos una, por la cantidad de género que tenía su pollera. El bebe, con un llanto muy fuerte seguía dentro del carro del supermercado
La llovizna era lo que estaba por encima de todo pero no parecía. Todo se deslizaba bajo su matiz y la tragedia hacía otro dibujo, fue así que el niño fue levantado en un ataque de confusión y locura, en el medio de los gritos de la madre que decía que a un médico no por favor.
La mujer que manejaba abrió su impermeable como dos puertas y apretó contra su pecho al niño que sangraba sin parar, como si esa fuera la primer entrada a una posible mejoría.
La mujer de impermeable y pavor las subió al auto temblando invisiblemente.¨
- ¿A dónde quiere que la lleve?... el chiquito sangra mucho.
- A la treinta y uno. Y allí se dirigieron. El auto chocado anduvo cómo pudo pero la mejor hizo el camino hasta la villa de emergencia cómo si lo conociera.
Llegaron hasta una casilla de lata empinada un poco por la barranca.
En muy pocos minutos después del choque media villa sabía que el niño había tenido un accidente.
Una noche loba acostumbrada, con olor animal en el aire, turbio se respiraba y la figura hacía una silueta extraña en el equilibrio al bajar las barrancas en el apuro con el impermeable abierto. La sangre de la cabeza del chiquito nada se veía. Era demasiada grande la oscuridad para distinguir colores, más que ver había que tener apuro.
Desde el día que llegó supo que de ahí jamás se movería, aunque la dejaran irse.
Las posibilidades venían solas. No hay depredadora que busque.
Mercedes Sáenz