viernes, 26 de diciembre de 2008

CUANDO SE CIERRA LA ÚLTIMA HOJA


CUANDO SE CIERRA LA ÚLTIMA HOJA






Por ahí anda vestida de pollera ancha, siempre con bolsillos para poner la navaja. Con zapatos bajos y si el espesor del pelo molesta, se hace una trenza sin atar, se queda sola sin que ni el viento se la mueva. Sale en general de día y vuelve a la tardecita la cazadora de posibilidades.
Salio de colegio bueno, bueno para algunos porque no siempre lo que establecen que es portarse bien deja buenas marcas. Dicen que se debe hacer y poco para el razonamiento, estonces al alma le echan una medida que da miedo discutirle cuándo las edades son tempranas.
Empezaban a olvidarse las luces del día y las pupilas ya no distinguen dónde los amarillos no van a quedarse. Empezó a subir la barranca que la llevaba a su casa, en medio de una villa de emergencia. Entro en su cuarto de lata, la chapa no era otra cosa para ella que algo metálico, decirle de una forma u otra no cambiaba el frío.
En su cuarto de una sola cama y varios colchones apilados, existían sábanas, mejor usarlas poco, la puerta quedaba abierta, nada había para sacar con excepción de algunas velas y unos fósforos.
Un solo episodio pasó para que al lugar dónde ella vivía no entrara nadie.
Hay cosas que son más fuertes que lo que pueden soportar los más guapos, cuándo las posibilidades de maldiciones pueden extenderse a las madres, a las niñas, a las viudas,
Lo supo un día después de haber llorado toda una noche, todo un día, de haberle quedado los ojos flaquitos y turbios, Ni de resfrío parecían. La nariz aguileña se había ensanchado y no se acordaba cómo tenía normalmente su pelo que para ella era un símbolo importante
Se acuerda porque lloró, no la causa.
Llegó un día hasta la villa con un bebe alzado, ni dos años tenía, lo levantó sin poner la conciencia dónde se debe y a pedido de los gritos de la madre lo llevó en su propio auto hasta dónde vivían. Toda la educación que había cabido en su cabeza de llevarlo a un hospital, de no complicarse con accidente de terceros desapareció ante los gritos desesperados de una madre muy joven, de una belleza casi de cuadro. Pedía a los gritos que a ningún médico por favor. Parecía tener más miedo por ella que por su propio hijo.
Llegó con la madre y con el hijo ensangrentados a un cuarto de lata. El auto bastante nuevo que dejó en la puerta nunca más volvió a encontrarlo.




Dos días encerrada estuvo con ese hijo en los brazos.
Algunas mujeres le traían cosas, inclusive algunos trapos limpios y pañales. Se los tiraban por las ventanas que la podían abrir desde afuera y volver a cerrarla Se sorprendió un día que le limpió la frente con un paño de hilo bordado con unas iniciales también blancas y fue el único minuto que su pensamiento se distrajo de pensar de dónde había salido.
La madre nunca se movió de ahí. No comió. Parece no haber ido nunca al baño. Salvo que se corriera la pollera y haciendo a un costado la bombacha hiciera pis sobre la tierra del cuarto.
El bebe estuvo inconciente dos días con un tajo en la cabeza que la cazadora fue curando con agua traída de escaleras arriba. Una sola vez a las tres de la mañana le abrieron la ventana intentando en vano no hacer ruido y le dejaron una bolsa con toda clase de remedios sacados probablemente a punta de pistola y pidiendo a los gritos cualquier clase de drogas para un bebe herido.
Nunca se supo quién lo hizo, supuso que era un adolescente por la largura de la pierna que vio a media luz.
La madre siempre sentada en el suelo arropaba un poco mejor sus propias mantas. En dos días no emitió palabra.
Cada tanto la miraba a la cazadora que en posición de india, con las piernas cruzadas tenia al bebe cómo si fuera una cuna, desde ahí apenas lo movía para cambiarlo un poco, limpiar la herida y acomodar las mantas y su pollera que también en este caso hacían de abrigo.
Después del segundo día abrió los ojos, no buscó los de la madre. La madre no se movió del suelo. Una de las manos del chiquito primero reconoció la herida del lado izquierdo de la cabeza, con el mismo gesto de aplastar el arena jugando, la lengua salió de su boca no en llanto, el labio de color mejor ahora era mojado apenas. De un cuenco de lata abollada y chata la cazadora sacó con su mano en forma de canasta un poco de agua fresca, la poca cayó sobre el labio que alivió lo que fuera.
Se abrió la puerta y una luz tan clara y celeste iluminó por un ratito hasta que la madre saltó como si la hubiera mordido la rata que anoche le pasó cerca sin que cuenta se diera.
Salió con la cara hundida en los hombros intentando agrandar los ojos lo más posible-encanto de un antes que ahora probablemente no tuvieran efecto.
En cuánto salió, le dio un cachetazo que además de marcarle la cara la tiro al piso.
- ¿Está bien el pibe? Dijo, con un tamaño que cualquiera temblaría, con la camisa abierta, dos tatuajes que no se inmutaban con el frío y unos dientes tan sanos y blancos que muchos decían que se los habían puesto los espíritus.
Dicen que una vez un policía lo soltó solamente porque a una amenaza le contestó con una media sonrisa irónica y en esa boca no podían estar esos dientes.
- ¿Qué dice? Le preguntó a la del suelo.
- Nada, nunca dijo nada, pero nada malo tampoco. ´
- ¿Podré entrar? Y se abotonó la camisa.
Desde el suelo la voz llorosa dijo que ella nunca había salido que no sabía que hacer ahora.
Por las dudas él tiró una patada hacia la mujer del suelo pero sólo levanto un polvo sonso.
Se paró con su mejor elegancia debajo del marco de la puerta. Arqueó un poco la espalda y casi sumisión de gato en sus movimientos torpes.
Entró despacio cómo si todo el respeto no aprendido en ningún lado tuviera ahí sin saber siquiera por qué.
La mujer que tenía al hijo de este hombre acostado en sus piernas cruzadas en el suelo, no levantó la mirada.
El hombre grande se agachó, en su tamaño, quedó a unos treinta centímetros de ella, no se le vieron los dientes y preguntó
- Con su permiso, ¿está bien el pibe?
Ella giró la cintura levantó al bebe y en sobrada agilidad se puso de pie y sin articular palabra lo depositó tiernamente en esos otros brazos que solos parecían formar un bote.
El niño empezó a llorar y el padre cómo chúcaro en el palenque lo devolvió enseguida a la mujer que no había emitido palabra. Y entonces del llanto fuerte pasó a un gemido de gato pequeño hasta emitir un sonido casi de contento.
Ella lo miró a los ojos, esta vez el no los bajó y desarrepolló la bravura igual que un animal que ya no tiene que hacer alarde de nada cuándo anda suelto porque solo va a ejercer los movimientos que le tienen permitidos.
- Dos días más y lo lleva nomás. ¿Está de acuerdo?
Si, sí contestó el hombre grande sintiendo en el pecho que en cierta forma en ese acuerdo le estaban pidiendo permiso.
Se hizo en la cabeza de pelo negro un gesto como si se tocara una boina, -ninguna puesta-pero era su forma de hacer una reverencia. Y salió del cuarto de lata.
Parecía que por ahí no había pasado nadie.
Era una tarde de esas grises medias plomizas, cuándo la tarde intentó pararse sobre los cables robados de luz y algunas casillas se iluminaban cómo si fueran mágicas y lo más fácil del mundo.
Se oían el chillar de las cacerolas y no se oían los pies chiquitos que buscaban agua en las canillas de afuera.
Los perros empezaron a quedarse quietos y sólo alguno que otro molestaba con ladridos de perro aguado.
La ropa ya no quedaba colgada y los pocos que habían comido lo habían hecho temprano y con mate, dispuestos a levantarse temprano para ir a trabajar.
La mujer que no hablaba casi, se llamaba Leila, pero con esa cosa muy del barrio de cambiarse los nombres le decían Lashira, así todo junto. La palabra la trajo uno del norte y junto dos, algo que era una mezcla del cielo y la tierra. No supo explicarlo, tal vez solamente porque estaba parada sobre ella y debajo del universo como todos.
Lashira tenía una casa de lata en la que todo se oía, una ventana que cerraba tan mal cómo el baño de un subte y las temperaturas jugaban a los extremos más duros sin importar quien estuviera adentro.
Había que acercarse con cuidado porque nadie sabía de qué manera arreglaba las cosas. Le traían personas después de pasar por el consenso de los más fuertes del caserío y sólo algunos podían ir a verla.
El miedo colectivo era que Lashira un día se fuera, o un día fallara, o un día dijera que no, o un día roto ese misticismo alguien la matara.
Sucedió una vez con una madre de cuarenta años- doscientos sobre la espalda, mil quinientos sobe los dientes y ovarios de mil guerreras- más o menos que parecía tener un ataque de locura, de epilepsia o algo así. Se la llevaron que casi no pasaba por la puerta y desparramaba castañazos a cualquiera que intentara sujetarla. La metieron en el cuarto y cerraron la puerta. Alguien quiso quedarse cerca, creo que era un hijo, pero el más guapote turno porque había el que más, pero ausente éste, había postas con sólo apoyarle una mano en la espalda lo alejó del lugar. La mujer entró a los tumbos, mucho no había para llevarse por delante.
Lashira solo la sujetó del pelo, oscuro y largo y la locura bailó a los gritos hasta cansarse. Sus manos en un intento de agarrar cualquier cosa se desesperaban peleando con el aire, pero no llegaban hasta ella.
Seis horas la tuvo encerrada. De afuera se sentían los gritos hasta que levemente empezaron a oírse unos gemidos. Después la dejó dormir sobre unos de los colchones viejos.
Cuando salió sus ojos estaban cansados, el color de su piel algo transparente y los kilos de más de su cuerpo parecían pesar poco. La esperaban dos comadres afuera y su diálogo además de fluido fue terriblemente mentiroso creyendo que contaba la verdad.
- Me dijo palabras indias, no sé a que dioses invocó, me hizo dar un montón de vueltas para un lado y para el otro cómo las agujas del reloj, después me tiró en un colchón y me hipnotizó. Le hizo prometer a mi cabeza que jamás, nadie sabría quien es el padre de Kevin. Así que en eso estoy salvada si me vuelve a hipnotizar, ya sé que no se lo digo a nadie.
- ¿y te puso alguna pasta porque ahí adentro parece no tener nada?
- Y dormida no lo sé y enfiló instintivamente por las calles finitas que llevaban a la propia.




Tal vez volver atrás a una noche de Callao y Alvear, en pleno centro de Buenos Aires con una llovizna que empinaba la barranca de Callao más hacia la derecha porque los edificios reflejaban unas paredes extrañas a los costados. Leila venía con unos de esos autos nuevos de luces amarillentas y ellos, la madre de anchas polleras y un chico cruzaban la calle con un carro de supermercado con las ruedas tan poco dóciles cómo suelen serlo.
Los cartones venían mojándose, de ahí el apuro y el choque. Todo saltó por el aire menos los cartones que ordenados y apretados ofrecieron una resistencia de quedarse como estaban.
La frenada fue rápida, el coche quedó torcido y la mujer de afuera en el suelo sin quebrarse las piernas, al menos una, por la cantidad de género que tenía su pollera. El bebe, con un llanto muy fuerte seguía dentro del carro del supermercado
La llovizna era lo que estaba por encima de todo pero no parecía. Todo se deslizaba bajo su matiz y la tragedia hacía otro dibujo, fue así que el niño fue levantado en un ataque de confusión y locura, en el medio de los gritos de la madre que decía que a un médico no por favor.
La mujer que manejaba abrió su impermeable como dos puertas y apretó contra su pecho al niño que sangraba sin parar, como si esa fuera la primer entrada a una posible mejoría.
La mujer de impermeable y pavor las subió al auto temblando invisiblemente.¨
- ¿A dónde quiere que la lleve?... el chiquito sangra mucho.
- A la treinta y uno. Y allí se dirigieron. El auto chocado anduvo cómo pudo pero la mejor hizo el camino hasta la villa de emergencia cómo si lo conociera.
Llegaron hasta una casilla de lata empinada un poco por la barranca.
En muy pocos minutos después del choque media villa sabía que el niño había tenido un accidente.
Una noche loba acostumbrada, con olor animal en el aire, turbio se respiraba y la figura hacía una silueta extraña en el equilibrio al bajar las barrancas en el apuro con el impermeable abierto. La sangre de la cabeza del chiquito nada se veía. Era demasiada grande la oscuridad para distinguir colores, más que ver había que tener apuro.
Desde el día que llegó supo que de ahí jamás se movería, aunque la dejaran irse.
Las posibilidades venían solas. No hay depredadora que busque.
Mercedes Sáenz

5 comentarios:

josé lopez romero dijo...

UN cuento de tu imaginación o tal vez extraído de la realidad con tu particular forma de contar Merci. Tu línea sigue imperturbable. Un beso y que tengas un 2009 tan prolífico como este.

mj dijo...

Excelente relato Mercedes...como todo lo que escribes.
Te dejo un enorme abrazo y que pases al nuevo año con todo el amor de los tuyos.
mj

Unknown dijo...

Con todo mi corazón, deseo que todos tus sueños se cumplan, y que las estrellas del cielo alumbren tu camino en este nuevo año que va a comenzar.
Todo mi amor para ti…

Unknown dijo...

Leyendo con admiración tus relatos, medito con ellos, abrazos de Julia

En la medida de lo posible, un buen año 2009

Avesdelcielo dijo...

Leí la historia varias veces, porque cada párrafo me atrapaba y debía soltarme para seguir hasta el final.Has logrado, Merci que Lashira penetre en mi alma, y logre reconocer otras que andan por la vida.