sábado, 11 de septiembre de 2021

ESTE TEXTO ES DR FERNANDO SÁNCHEZ SORONDO POR ESO NO AGRADEZCO NI HAGO COMENTARIOS SON PARA EL.MUCHAS GRACIAS LOS ABRAZO LAS SETENTA VECES SIETE MUERTES DE DALMIRO SÁENZ Hoy es el aniversario de la muerte de papá. Se han escritos cosas muy lindas y muy bravas sobre él y sobre su vida. Agradecidos estamos a todos los que quisieron poner en su momento algo. Algo del color que fuera. Los que lo conocimos un poco sabemos que tenía una paleta de colores infinita. Colores de subsuelo y colores de universos maravillosos y desconocidos. Y para otros apenas el color del agua. Fernando es una de las personas que lo conoció como pocos. Este texto es del día siguiente de su muerte. Muchas gracias Fernando y un abrazo a toda la familia . LAS “SETENTA VECES SIETE” MUERTES DE DALMIRO SAENZ La última vez que murió Dalmiro Sáenz fue en la madrugada del pasado 11 de septiembre. Fue un escritor extraordinario en el estricto sentido de la palabra; es decir, absolutamente fuera de serie. Y eso, como es sabido, no se perdona así nomás. Por eso es que Dalmiro, de alguna manera, ya había sido condenado a muerte en el reconocimiento público. Y más por sus virtudes que por sus defectos. Es decir, por esa casi anómala fidelidad a sí mismo, por esa libertad descomunal con que ejerció un rasgo esencial de la condición de escritor: la provocación. Fue el mejor provocador literario argentino que conocí (“no creo en Dios, creo en los curas”, me dijo un día con pretendida seriedad). Sus libros fueron devorados y amados; su persona, también. Pero de pronto la crítica oficial -que lo había premiado tantas veces con absoluta justicia- comenzó a dejarlo de lado sutil pero progresivamente. No cabe duda que el propio Dalmiro –quizás como parte de su afición al escándalo- fue bastante responsable de esa suerte de olvido, porque muchas veces hizo prevalecer al personaje sobre la persona, la persona del gran escritor y del hombre grande que él realmente era. Lo conocí allá por los 60, cuando publicó su libro de cuentos “No”. Entonces se acababa de trasladar a vivir con su numerosa familia de la Patagonia a Buenos Aires; sus hijos -me contaba- que no habían estado nunca en una ciudad, soplaban los veladores para apagar la luz y le daban chistidos al ascensor como si se tratara de un caballo… Era exageradamente generoso con nosotros, los jóvenes de entonces, y jamás en tantos años de amistad le oí hablar mal de nadie; al contrario: a lo Quijote, solía defender lo indefendible con tal de estar del lado del débil, del marginal. Poca gente sabe que fue, a su manera, un gran buscador espiritual, tal como algunos de sus textos –pienso en “Cristo de pie”- lo confirman. Quizás su muerte consiga esa reivindicación plena que tanto merece. FERNANADO SANCHEZ SORONDO

domingo, 8 de agosto de 2021

UNA PALABRA

UNA PALABRA La vida va y vuelve. y nos pasea. Y no sabemos cuándo algo fue la última vez. No sé si voy a oírte volver a pronunciarla (O tan despacio que solamente la robe el silencio) Su inútil finitud no la hace débil Una palabra puede atrapar la eternidad de Dios en un soplido de arena. Puede llevarse toda la vida en el alma. Nunca oí siendo mujer Tanto amor en mi nombre Nunca nadie dijo así Merceditas… Mercedes Sáenz

sábado, 24 de julio de 2021

ESCALERA Tengo que contar una historia y no sé si debo hacerlo. Estoy sentada en una de las escaleras de Retiro. Mi pollera ya se ha llevado por delante cuánta forma de basura se ha encontrado y ya me tiemblan las piernas por lo que creo que mi postura ya dejó de ser femenina. Salí hace rato de una pensión de la que sé me recuerdan perfectamente. Sentada como si fuera en una platea de cine, mirando más que nada los hombros, en este lugar es lo primero que miro. Se oyen muy pocas risas por acá. Todo cae sobre los hombros y allí se queda. Me gustaría más de una vez parecer esas noteras que con cara de estar interesadas preguntan por la historia de cada uno. No entiendo eso de preguntarles ¿de dónde vienen? ¿A dónde van? Cuánto más me gustaría preguntarle ¿Qué hizo antes de ayer? Ayer no, porque tendría el apuro del poco tiempo transcurrido o la sensación todavía muy cerca de la piel. El antes de ayer, con esa pequeña diferencia se hace mochila, se cargó en los hombros, y Dios, la historias que saldarían de allí. Mi historia tiene dos semanas, o sea varios antes de ayer. No es que me quedé si un peso, me quedé sin vida. Tengo que irme a algún lado pero me van a encontrar, hace poco que sé de estas cosas, pero las de la vida real son mucho peores. Soy curiosa y creo que me he metido en líos. Todo por unas fotos. Y ahora no pasan esas cosas de que te sacan los negativos y demás. Te sacan la máquina o el chip o te dan un navajazo. Las noches de enero son largas en Buenos Aires adentro de una pensión, no de las peores. Una tarde estaba sacando fotos en plaza de Mayo, pero una tarde cualquiera de esas de cuarenta grados, había gente entre ellos muchos turistas y yo saco fotos, ni siquiera sé si soy fotógrafa, no me pregunten ahora la diferencia porque estoy muerta de miedo y no estoy para explicar desde una escalera linda y sucia sentada en Retiro mientras intento pensar qué hago. El miedo está empezando a no soltarme y a pegarse en mis dientes. Sin querer, porque casi no los conozco, le saqué una foto con teleobjetivo a un ministro importante dándole un jugoso beso en la boca a una ministra. Bueno a una quién, me enteré después, no debía. Son digitales, ni siquiera las revelo, pero el señor que estaba parado al lado de mi banco, mientras yo veía una por una la vio. A la noche me llamaron a la pensión. Una voz pegajosa me dijo que quería la máquina entera. Que saliera cuatro horas, que la dejara en el mostrador del pequeño hotel, que la iban a pasar a buscar. Lo hice. Se la dejé al Encargado cómo si nada, tanto que él me preguntó el nombre de quién venía a buscarla. Le contesté “no importa José, por favor se la da a quien pregunte, no mas de uno va a preguntar por esa máquina”. Me fui más de cuatro horas. Volví y casi con un cabezazo le pregunté a José; “sí, sí pasaron” y me fui a encontrar mi cuarto exhausta por tanto nervio suelto sin razón. Terminé de lavarme los dientes y otra vez por teléfono la voz pegajosa. Se me paró el corazón. -¿Te querés hacer la viva? Te voy a cortar las manos, las piernas y los ojos. - ¡Pero si yo la dejé, dije casi a los gritos! Más problemas deberían hacerse por las fotos que saqué de los chiquitos bamboleándose entre el hambre, el mendigar y los que duermen afuera. Afuera vas a quedar vos, me contestó seco. Y colgó. Bajé las escaleras cómo pude con la mochila cruzándome el pecho De pasada le pregunté a José si habían pasado a buscar la máquina. Lo peor es que me dijo que sí. No estaba cerca pero corrí hasta Retiro. Y acá estoy sin saber que hacer. Quisiera preguntar si alguien me conoce, si pueden ayudarme, si se les ocurre algo, pero hay tantos policías de los que parecen y de los que no parecen que creo que todos me miran a mí. El miedo va trepando sobre mi cómo un vendaje negro hasta convertirme en momia. Tengo un palpito leve pero se me cruzó que la máquina se la guardó José. ¿Cuánto tiempo tengo para estar sentada en una escalera de Retiro? Los primeros que se van a acercar… seguro que son policía o señores ogros de voces pegajosas. Entonces no sé si empezar por el llanto o por el sueño. Mercedes Sáenz

viernes, 25 de junio de 2021

CUANDO TODO EXISTE

 CUANDO TODO EXISTE

 

Húmeda y negra la tierra espera por el pié cansado, 

se hunde apenas y el barro es suave entre los dedos.

La mirada arrastra tan lejos cómo empuja el viento y el agua es viva.

El cielo es remanso de la tierra brote.

Perfilan sombras indias los cerros

y todo crece en silencio, 

la savia y la sangre.

 

Sucede un día

como un absurdo bramido

que hace la tierra

y nada se oye.

Sucede un día

que pueden perderse

los ojos de antes,

el valor inútil

de necesitar.

Suceden las últimas palabras

imperceptibles como llovizna

en un vidrio lejos de la historia.

sucede un día 

que una mujer

pone en la boca

dibujos nacientes

y la voz murmura

el final 

de la ceguera interminable.

 

Allá en el sur, cuándo todo existe y no se conoce la última palabra

 

Mercedes Sáenz.

 

sábado, 12 de junio de 2021

CON GALERA

 


Tal vez tendría que empezar ... para vos de yo



CON GALERA


Pasé por su puerta, (es realidad no tiene puerta). La única ventana llega en su parte de abajo a unos cuarenta centímetros de la vereda. Hay un número arriba que dice 1926

Siempre creí que eso era una planta baja, pero él dice que es el piso ochenta y que desde ahí no se piensa bajar.


Esa ventana parecía sin él tan sola cómo una de esas calles que se ven sin vida antes de llegar a dónde acaban. Cuando él la abría, las cortinas sonreían limpias como las de las abuelas de puntillas y no hacían ruidos las maderas ni las bisagras cuando su pedazo de espacio dejaba que el mundo le entrara a visitarlo como si fuera de fiesta...

Nunca salía a hacer compras, no compraba el diario, pero siempre estaba enterado de todo. Varias vueltas manzanas di queriendo buscar otra entrada, pero todos los que vivían  por allí me habían visto nacer, y juraban que esa ventana era un pequeño depósito que quedó cerrado para siempre, Según los vecinos era parte de una casa que se vendió, con una historia confusa y cuestionable que nadie intentó averiguar ni siquiera para tirarla abajo.



Yo paso todas las mañanas 

No golpeo los vidrios, es cómo si supiera mi llegada.

Nadie parece verlo nunca ni a mí tampoco cuándo estoy ahí.


La única vez que intenté llegar (muy despacio,) haciendo el mínimo ruido, en puntas de pie, con esos saltitos de sortear pedacitos de agujeros del suelo, la ventana se abrió como si la hubiera movido un soplido de seda.


Le dejo lo que escribí la noche anterior y a la mañana siguiente me hace una devolución de lo que entregué. Varias veces le pregunté su nombre pero misterioso o terco juega conmigo a que su nombre es lo menos importante. Nunca supe porque me parecía inteligente.


Esta mañana, mientras me devolvía mis escritos con las correcciones atinadas,  cambiábamos palabras extrañas en su rutina. 

Se puso una galera. Extendió la mano con los papeles y vociferó una fea palabra. No sabe delante de mí aquietarse por la cara que le pongo. 

es uno de las tantas aristas que desconozco. 



¿Se acuerda la última vez que la vi? ¿En San Juan?- me dijo

- Sí, usted quería darme unos pocos de luna, pero no del valle de arcilla, quería sacarle un pedazo de piedra a esa masa de luz generosamente prestada.

- Le quiero pedir un favor-suavizó en la voz como si cambiara de tema

Contesté mi claro más amable.

- Quiero tomar el té, uno bueno.

- Traigo todo, no se mueva.

- Todo no- me aclaró- usamos de bandeja el borde de la ventana. Eso sí, por favor, los bollos los quiero con crema pastelera.

Obedecí feliz paseando mi rareza de caminar entre todos con cosas en las manos como si nadie me viera.


Los dos de pie, con la ventana asomándose en los cuerpos cómo por la borda de un barco, nos mirábamos más a los ojos, más que al té sobre la mesa de cemento sin patas.

-¿Por qué se puso galera?

- Para poder hacer una reverencia, una sola, y que quepan allí todos los pensamientos que voy a soltarle, es la pala más grande de sombrero que se me ocurrió. Además me queda bien para despedirme.

¿Y por qué?

-No preguntaste por qué el día en que empezaste a verme.

No vio mi cara cuándo me la tapé con todo el pelo. Era la primera vez que me tuteaba. El pelo es buen telón para la tristeza.

¿Y a dónde te vas ahora? Pregunté sin saber si iba a responderme

- A Córdoba, hay una escritora ahí que necesita un poco de ayuda, está dejando el tiempo que no tiene para ayudar a escritores que no pueden hacer llegar sus letras hacia otros lados. Pero ella sabe escribir, vos estás aprendiendo.

- ¿Y ella va a poder verte?

No creo, voy a tener que llegar a través de uno de sus alumnos, que seguro, seguro, ya sabe que estoy llegando.

¿Y yo me voy nomás?

- ¿De dónde? Si nada te impidió jamás estar en todas partes.

- Gracias por el té contesté con un nudo casi infantil

¿Por el té? -Vociferó dejando bien clarito que no había sido lo importante

Perdón. Es una linda palabra que a veces es sólo un mandato o un resorte.


Me di vuelta con lágrimas que seguro las sabía y me fui rápido a tratar de escribir esto, esto que para nadie era cierto.

A la mañana siguiente una bolsa de papel cartón llena de migas esperaba ocupando muy poco espacio que alguien la pasara a buscar.

Me olvidé de hacerte una pregunta…vos elegiste el 13 de junio  para llegar y el 11 de septiembre para irte a otro lado?

Y la ventana, verde y descascarada, con los postigos cerrados acunaba un gato placenteramente al sol.  



Mercedes Sáenz


martes, 25 de mayo de 2021

EL BARÓN Y LA MANZANA

 

EL BARON Y LA MANZANA


En la silla de su cuarto dejó prolijamente apoyada la pollera de ayer. Los zapatos de taco alto paralelos y en la misma línea un saco del mismo color, un cinturón y algunos colgantes discretos. Cambiar la camisa blanca era lo más fácil para estar siempre bien vestida cada mañana. Ser agente notificador de un juzgado a veces no era liviano, pero era lo que mejor creía saber hacer después de tantos años.

Hoy era sábado al mediodía, el sol caía vertical sobre su cabeza, su médula y sus sentidos. Quiso pararse y le temblaron las piernas. La mano intentó frenar cuándo el sol de todos lados intentó pasar por la rendija de los ojos. Volvió a sentarse en una reposera común no esas que parecen asientos de avión de primera. Supo en un ratito que se quedaba sola toda la tarde, no por fugas estrepitosas ni enojos, solamente edades (inclusive marido) en que las ideas se aceptan si vienen cómodas ese día. Ideas de esas a ella no le había llegado ninguna. Más bien iban a quedarse a almorzar un asado los seis que vivían en esa casa.

La mano tocó el Barón un poco más a la sombra y el frió no era un alivio.

Se levantó cómo pudo sin antes besar con los dedos la boca del Barón que esperaba en la sombra. Juntó los pedazos de carne sueltos y en cinco minutos preparó todo para que en más o menos dos horas y media un asado completo para seis estuviera listo. Le era complicado moverse, la presencia del Barón la confundía un poco, pero el rito del asado lo hacía de memoria. Rápido, lento, alto, bajo, en el medio de un potrero.

Armaba una torre de maderitas cruzadas, tiraba carbón en el medio y echaba dos pastillas de combustible sólido. En media hora el carbón era un solo rojo dispuesto a seguir muriendo y matando lo que le pusieran por arriba o por debajo.


Ser agente notificador de un juzgado no le era fácil, no le era fácil ya volver a casa. Y eso que por años tan tranquila confió en la técnica de la manzana. Cada vez que llegaba a un lugar embargable usaba su truco de llegar con la fruta en la mano. Desconcertaba un poco en el medio de las carpetas de abajo del brazo y dos señores que en general ponían cara de malos y usaban anteojos. En cuánto entraba decía que era diabática que debía comerla enseguida. Pedía una herramienta para poder pelarla y en la actitud de los gestos de los que habitaban la casa venía en esa voz (de olor tan rico) todo lo que ella quería averiguar fuera de lo que dijera el expediente. La primera oferta era hacérsela llegar pelada, al borde del filo sin desperdiciar nada. Ver si la cáscara no se quebraba. Si la miraban fijo mientras los colores pegados caían sin titubear en un tacho precario. Si algún espacio negro entre la madurez y la virtud se sacaba de punta. Hasta ayer.

La mano ya media cansada de moverse en el calor tanteó su Barón B y lo sacó del balde de hielo. Le dió un beso en la boca a la botella de champagne como si fuera un príncipe que la rescataría de algún conjuro.

Hasta ayer, cuándo un padre confuso y ofuscado con una leve señal de la cabeza le pidió a su hija de seis años que pelara la manzana. La chiquita la miró fijo, recorrió su estatura desde los tacos hasta el pelo, ignoró su mirada y simplemente empezó a sacar la cáscara con los dientes.

Sábado al mediodía y su cuerpo era un huésped sobre sus huesos.

Volvería por última vez el lunes a la oficina para dejar por escrito que en el último lugar visitado nada era embargable.

Se abrazó al Barón y tomó directamente el último beso, la botella fría le suavizó la cara.

El olor a carne asada flotaba en el aire como una gigantesca alfombra mágica mientras buscaba la segunda botella de champagne de Barón B, tal vez la llevara a algún lado. Era bueno no festejar sola hoy si el lunes iba a estar desempleada.

Mercedes Sáenz


jueves, 6 de mayo de 2021

ESTRELLA DE AZÚCAR

 

ESTRELLA DE AZÚCAR



Era de noche ya y la hora del cansancio de las manos. Terminaba su rutina, sacudía de los guantes de goma las últimas gotas para colgarlos a secar.

El delantal apretaba flojo en la cintura pero así quedaba hasta la hora de irse a la cama.

Una viudez no de esa noche ni la mitad de la noche que fue, ni de la que viene, -un auto sin querer se ocupó de su marido viniendo de frente- la habían encerrado casi sus treinta y nueve años en la cocina. 

Era común antes, en la siesta de Venancio, caminar descalza hasta la sombra del caldén y tomar juntos unos mates sin decir una palabra. Con ese mismo silencio, siempre el mismo silencio, él se levantaba y echaba su cuerpo bajo la propia sombra o en otra parte

Varias veces le había pedido que después de la noche la acompañara a compartir un café. Las dos tacitas blancas en la mesa, una carpetita de hilo fino, bordada por su madre hace años ya, una azucarera que brillaba cómo si nunca hubiera conocido otro color.

Ya dormían las cosas del otro lado, ni siquiera la canilla bocaneaba blandos monosílabos.

- Un café Venanzio, vos sólo mirame. Yo me cruzo de piernas y me levanto el pelo, hasta tengo un peine en el bolsillo. Quiero hablar cómo esas de televisión, que no toman mate, que juegan con la cucharita dos horas con la tacita en las faldas. Pero yo a vos te doy café en serio y te cuento mientras lo que dice la radio del clima igualito que va a haber mañana.

Hasta la noche de afuera la dejó sola.

- Otra vez no han podido llegar, los caminos se han puesto feos de nuevo-dijo y levantó la azucarera hasta la altura de los ojos, con un movimiento redondo la estrelló contra el piso mientras con los pies descalzos, sin escoba, barría los pedacitos de color blanco que lastimaban cómo el colmillo de un lobo luna.

Afuera la canilla bocaneaba llantos.


Mercedes Sáenz