domingo, 3 de febrero de 2008

LAS ESES DE LOS DOMINGOS




Imaginé la foto que hubieran querido mis ojos. Se dispersaron en armoniosas líneas cómo si las hubiera puesto con las manos de una experta pintora. Se movían al compás de una música que en alguna parte de mi memoria bailaban. En el medio de las letras que sumisas como rebaños sureños respondían a mis pensamientos y no había perro pastor que las ordenara. Sólo quería nombrarte porque es domingo a la tarde. Y tarde me di cuenta que ya no sos mi amigo, que no estas en ninguna parte de las usuales en las que solía encontrarte. Sólo en las eses del silencio. Esas que van haciendo callar todo cómo el silbido de un tren que se aleja, simplemente silenciando sonidos sutiles, suaves, solos. Cómo la sinfonía sola de los domingos.
Mercedes Sáenz

SI VIERA USTE…

La tierra extiende la sombra en sus pliegues con alguno de sus secretos y el agua hasta las últimas tardes. Octubre se quedó más en la orilla del río rendido ya de volver todos los años a conmover la primavera. Y el calor clausura de día todas las épocas del año.

Los últimos, los últimos hasta mañana, tambalean de luz en las copas de los únicos diez álamos que venían a ser estudiados por un hombre de ciudad.

Cómo juega coqueteando la luna espiando de abanico y perfil porque ya no quedan mujeres. La única yegua es de barro cuándo llega el sombrero negro de la noche.

El hombre de visita lo vió llegar al enorme indio sin necesidad de urgencia, a pasos de monte y espesor de montaña, con un solo brazo en su cuerpo y el otro que apenas pasaba el hombro. Y cuándo sonrió al acercarse, los pocos dientes cómo flecos blandos de haber mordido en las edades de su tierra el peregrinaje y el desamparo, la oblicua idea de España, la vertical argentina. Vió llegar en ese hombre rudo las semanas de marcha y los lapachos que no se movían. Los gritos de los cañones y las lenguas cortadas. Desbastados y a veces salvados por el olvido de no valer la pena.
El de traje de ciudad vio a ese otro montón de hombre ponerse alpargatas en el trayecto hasta saludarse. Y el único brazo que traía con un pulgar como un pichón aplastado por la puntería de una piedra, de color oscuro feo cómo una cueva y tropezones de piel atropellados.
-Disculpe, -señaló el indio con los ojos-, se tajéo alambrando. Se puso feo y por acá no pasa nadie. El barro no anduvo, tampoco el orin. Le tuve que sacar el pedazo. Y caminaron hasta el borde del río a ver los diez álamos.

Nueve verde nuevo de seis metros de alto. El hombre monte y piedra se acercó al más chiquito, le acarició el tronco y apoyó su cara.

- Si lo viera uste… queriendo alcanzar a los otros se disparaban pa`ariba y yo por más que empujara y le viniera más que al día… pero andaba enfermito… y se largó a llorar cómo un chico mirando al cielo.


© Mercedes Sáenz














Revista Literaria Remolinos

CALLES DE CUADROS

Sólo las once de la mañana y el sol aprieta en la cintura. No sé cuanto hace que pasó por mis zapatos, pero prefiero andar descalza. Las veredas están limpias, algunas quebradas por el espanto del agua cuando ya no es bendito el cielo, otras por el cansancio del tiempo.
Están abiertas las puertas, algunas con cortinas de colores, porque la mosca también es vecina de las parras, que se cosechan en abril y marzo.
La mano en mi frente impide que la luz se lleve mis pupilas hacia las montañas, se ocupa de no quede de espaldas al pueblo que sólo tiene dos calles.
Como en el cauce de un río, me bordean las casas. Blancas, bajas, con los brazos extendidos hacia mí, porque estoy perdida en un paraje que no conozco.
La primera que sale a la puerta, con sonrisa mendocina y tonada de provincia. Suave, de uva dulce, las chiquitas, las que no salen de la parra. Y los pies de vino patero, de planta ancha. La pollera es más grande que ella y la escoba, un tercer brazo que a esta hora la acompaña, a limpiar las veredas, a asomarse a las otras casas.
Me ofrece agua. Gira su pelo negro, se deshace su atado y le cae por la espalda. Y adentro, la cacerola que no oigo que cocina, pero ella sí sabe, porque los borbotones del agua hirviendo los conoce mejor que nadie. Por un segundo se queda quieta y con vergüenza, pensé en mi cámara. El cuadro en el que estaba, se movía y me hablaba. Sobre su piso de tierra, lisito, casi planchado.
Pero todo lo que veo parece haberse amado tanto…
Tomo su agua, fresca, de las acequias, la misma que divide en nada o en todo, su vida y la de todo el pueblo, a pesar de tener tan cerca la ruta.
Quisiera ser india, de cualquier lugar de esta tierra, aunque la Argentina tenga forma de pistola invertida. Apuntando al sur.
La de al lado, entra con un mocoso envuelto en nada, dándole lecha tibia, la que sale de su cuerpo, la que no se acaba. Con el otro brazo revuelve la cacerola que no entiendo y pregunta por mí.
Dios, si existís, quiero esa cara, ese perfil inclinado sobre algo. Se leen todos los sentidos y ella apenas se mueve para hamacar un poco a quién mama…
Como el sol entra sin permiso, las sombras se dibujan en el suelo y leo sus cuerpos que brillan más en el piso, porque acarician la tierra madre y están descalzas.
Yo también, pero no tengo, esos silencios largos en las miradas.
No hay foto que valga lo que ven mis ojos, cuando entra el compadre, de facón y rastra deshilachada. Palito de árbol en la boca, hacia un costado y me pregunta si necesito que me acompañe.
Nadie se pierde en un pueblo, que tiene sólo dos cuadras.
Yo me he perdido compadre, por haber vivido lejos, de dónde tengo el alma.
Si quisiera prestarme un rato, parte de su tarde, ver cómo cambian los cuadros, que en cada puerta se enmarcan, le cambio mi cansancio por su pausa necesaria.



MERCEDES SAENZ

martes, 29 de enero de 2008

MERCEDES SAENZ

EFÍMERAS

Quietas sobre el tallo, sosteniéndose del viento contra el río. Líneas del color del aire. El sol las delata, temeroso contraluz sobre su cuerpo. Tienen menos de un día sin saber nacidas para morir. Antes de hacerlo deben hacer el amor sin saber, otra vez en el aire volar sin detenerse nunca y morir antes del chasquido del índice y del pulgar del Amazonas. Quién diría y a quién le importa, pálido insecto que a uno de los reyes de América no le mueve el curso ni le quita el sueño.
Una vez, desde el poderoso fuego de la tierra, todo empezó por una vez. Antes que se hiciera un hombre sin saberse. Antes de su primera fiesta y de su penúltima derrota. Antes de que manos de colores parecieran sostener una caverna. Antes que el cibernético digital tridimensional diminuto se guardara en una uña.
Sin saberse, ya volaban las efímeras sobre el Amazonas.
Saberse el hombre ahora y ante el chasquido de qué índice y pulgar volará como pálido insecto sobre los reyes de América sin qué se mueva su curso ni le aquieten el sueño.
Saberse el hombre, saberse. No lo saben las efímeras.
Mercedes Sáenz

DECIR, DECIR

Era la boca de los olvidos, la de alguna vez besos. Era el vacío hueco que dejaba de ser sordo. Era quién hablaba con las manos y junto con los gestos deshacía palabras. Era la postergada insistencia del atropello. Era.
La última prohibición golpeaba y las últimas leguas se hacían vuelo. Era quién debía decir.
Caminó hacia la esquina de las dudas, el único lugar en que empezaba el silencio. Decir, decir, le golpeaba el pecho.
Preguntó en que banco del colegio se sentaba. Era lo mismo después de llegar afuera del patio liso cruzado por baldosas. Tan inmenso el espacio que protege, tan diminuto dónde sostener los pies.
Con la tarde viniéndose encima jugó con el llavero del apuro en las manos sin abrir. Decir, decir.
El salió con la camisa fuera del cinturón sosteniendo el pelo de la frente como si estuviera largo, los cordones sueltos y algo que jugaba con su boca.
Ese sol hacía más larga la figura de crecer y la adolescencia no terminaba en sus piernas largas continuando hasta el balanceo de la cintura. Los ojos de más alto se concentran, apresuran un salir de clases que esa edad no espera si es la madre que perturba.
Le vio los ojos con la pintura algo corrida por el llanto.
- Mamá. – Y le extendió los ojos.
- Quería decirte…
- No hablamos de la separación hoy con el psicólogo y papá. Hablamos de mí. Ya sé que te adopté a los tres días.
Decir, decir. Las llaves se cayeron en el suelo. Y un solo abrazo que a esa edad perturba.
Mercedes Sáenz

EL PUENTE

Un niño arrodillado pidiendo por su rezo. Las arrugas empezaron a correrle por los ojos, tocan el hombro, mueven la cabeza. Las piernas pie de álamos desnudos contra la tierra por dónde una vez tan altivos anduvieron los caballos pisando en dónde ahora no se levanta alguien hincado.
El puente arriba del río hondo, turbulento silencioso abajo.
Cerrar los ojos por no fiar. Tocar con el dedo la boca que se abría de frío para repetir la memoria que tenía en otro lado de una cruz.
Las canastas tejidas con carrizos como gaviones contra el agua no atajan avergonzarse de ser el miedo. Los pantalones pasan el muslo y esa forma de camisa que tapa su pecho flaco lleno de moretones. Un silbido se arremolina perverso para rodar un poco por encima de su sombrero y no hacer ruido al pisar las hojas. Ese viento destemplado le acaricia la cabeza. Abre despacio los ojos y una bravata de colores vuelve a entrar en ellos.
Afloja la bolsa de grasa de la cintura y los dedos la esparcen con suavidad en la base de las canastas del lado que toca el suelo. En fila india las ata con una misma soga-dueñita sola por un momento cuándo medio metro final quedó colgando- hasta que el niño se aferró a ella con las dos manos y se volvió más dueña todavía.
El puente está siempre abierto, es sólo un tajo en el aire de en medio de esa selva.
Se sienta encabezando eslabones de canastas. La punta de la soga por arriba de su hombro y tira fuerte avanzando por el puente sin levantar la cola hasta llegar al otro lado.
Dejó del otro lado un poco menos de miedo del que la humanidad dispone desde toda la eternidad.
Mercedes Sáenz