jueves, 22 de mayo de 2008

DE LA PUERTA


DE LA PUERTA


Le costó caminar por los adoquines. El taco alto se le hacía oblicuo y la pierna se le inclinaba aún más hasta obligarla a detenerse. Tenía miedo que el bebe que llevaba en los brazos se le pudiera caer. Cruzó con paso ligero, usando los ojos cómo una defensa para cualquier cosa del mundo que pudiera detenerla. Parecía una azafata vestida de azul y llevaba el niño con esa misma actitud de uñas recién pintadas y manos limpias con la que las de abordo entregan cualquier pedido, una pastilla que detiene el ataque de un corazón a los saltos o calman con un vaso indiferente la sed de algún niño malcriado.
Llegó a la puerta de un hospital bastante prolijo. Arrimó dos sillas y en lo que consideró la sala de espera, cobijó su cuerpo en las mantas y lo dejó dormido cómo estaba.
Cuándo se retiró con el mismo paso apresurado sintió que nadie había notado su presencia. Es el entrenamiento que dá el hacer las cosas cómo elegante deber, sin poner nada de uno. Sintió también que a ese bebe no le había visto los ojos y nunca tal vez lo haría.
Su aerolínea en su último regreso salió puntual como siempre hacia la otra punta del mundo. Y en el primer silencio de su asiento de descanso pensó que encontró un bebe abandonado en la puerta dónde se alojaba por última vez en la Argentina.
No le contó a nadie. Cómo tampoco lo había hecho cuándo abandono su propio hijo para trabajar de azafata.
La llamaron para servir un refresco y no pudieron despertarla. Nadie supo porque desde sus ojos abiertos bajaban caminos negros y líneas ocres, húmedas, hasta lo blanco de su pañuelo.

Mercedes Sáenz

lunes, 19 de mayo de 2008

DIOSES ATEOS

DIOSES ATEOS






Una belleza extraña parece el callejón en su pasillo de plata vieja con una luz en transición y silencioso. Un barco en marea brava en que el movimiento se detiene.
Asoma una cabeza pequeña y apunta la boca junto a la nariz tocando todo cómo si fuera una mariposa feliz y libre volando con inocencia.
Todo su cuerpo parece dócil y la punta de sus patas calientes contra el suelo frío se apoya pisando un suspiro de algodón en el viento.
Todo ese universo de gato se acerca al vidrio de mi ventana y sus ojos tienen un color violáceo de mermelada de moras.
Siglos de mitológicos secretos adjudicados tal vez porque nada se sabe. No me gustan los gatos y estoy eligiendo palabras que me gustan al oído. ¿Cómo un riesgo en el miedo? Es cómo adular en el ruego a un dios en el que no creo.
Esos seres -placeres solitarios- que sólo claudican a seducción por conveniencia, que se mueven con la sincronización de una galaxia que vemos.
Son todos ateos. No pueden ser un error de Dios.



Mercedes Sáenz

domingo, 18 de mayo de 2008

DECLARACIÓN DE AMOR


DECLARACIÓN DE AMOR




Me gusta escribir ahí porque hay un patio con el suelo agachado pintado de colores y algunas plantas.
Las buenas puertas siempre dan la bienvenida, su madera hace una reverencia en su giro vertical y uno pasa al otro lado, en dónde se derriban las estrategias que plantean vacíos, la indiferencia deja de ser un enemigo muerto, se pulveriza la maldad sólo por el tiempo de un café postergando la injusticia o la muerte sin entender de otros. Las voces imaginadas o no leídas son una confesión privada entre los pensamientos de siempre y los de recreo por un rato. Se llega a una enorme librería y sin ninguna puerta se entra a un barcito.
Apoyé mi cuaderno en una mesa muy chica, se abrieron sus dos alas y por encima de mi algunas cabezas giraron como si todos estuviéramos sumergidos a la misma altura y ocurriera un ruido nuevo. Un café ya sabido vino hacia mí.
- ¿Quién es Mariana Serra? Preguntó uno de alrededor de ventiocho con un celular en la mano y toda una descripción encima que ahora no puedo hacer por qué preguntaba por mi. Cómo un examen insólito en una encuesta callejera dije que yo.
- Es para vos, dijo ese veintiocho que si alguna vez lo había visto no me acuerdo. Me pasó el celular y su cabeza se inclinó sobre un diario prestado como si fuera algo muy normal pasar llamadas a personas desconocidas.
Una voz que no conozco me dijo que me extrañaba, algo de un amor inmenso sin conocerme y en tres palabras que ojalá me acordara que lo hacía feliz.
Cuándo le devolví el celular a veintiocho levantó la vista del diario.
- ¿Qué fue eso? pregunté
- No tengo idea, lo único qué me dijo es que mi cuenta de veintitrés pesos estaba paga y una vez que comprobé que era cierto pregunté por vos. Ninguna llamada iba a salir más que eso porque no iba a dejarte hablar.
- ¿Puedo mirar el número del que me llamó?
- Ya lo hice, dice desconocido.
Llegó mi café y me senté. Mi cuaderno esperaba abierto como un abrazo de incógnitas. Volvieron todos los ruidos a sus lugares y mi corazón no estaba en su sitio.
Las buenas librerías, pensé, con sus patios agachados pintados de colores, algunas plantas y pájaros y algún gato y las lluvias y los soles y las voces que a veces se imaginan saliendo de algunos libros que no se conocen.
Mercedes Sáenz


miércoles, 14 de mayo de 2008

IMPORTADOS DEL PARALELO

IMPORTADOS DEL PARALELO




Éramos hermanos al sur, saltando los cerros, espalda en la tierra buscando en los cielos estrellas cabrito. Ser en ese momento siete sostenía la infancia y la ignorancia de no saber qué ausente estaba la necesidad. Papel escarcha para aprender el abecedario.
Parecía que todo estaba lejos y lo bueno era importado del paralelo. Se hizo una frontera de miedo en nuestro rey y en nuestra reina y los sentidos ya no eran cinco, sumaron la razón y la fe.
Nos importaron a Buenos Aires. A un tablero redondo de ajedrez dónde se movían los trebejos con reglas citadinas. Alfiles negros los árboles, esquinas en las torres y más de ocho peones fuera del tablero. Caballos sin pelos mojados de cansancio.
El rey se fue, la reina nunca. Mate, no el que da la vuelta.

Mercedes Sáenz

lunes, 12 de mayo de 2008

HACÉ DE CUENTA


HACE DE CUENTA

A Coquito, cuento de cuándo eras chico.

A medianoche del domingo, silencio absoluto, sólo respiración fuerte. Entró en puntas de pié y se tropezó con ellos. Prendieron la luz con un susto grande de aquéllos. El pasamontañas que se había puesto quedó torcido, le tapaba uno de los ojos y cuándo dijo “nadie se mueva” parecía que el que hablaba era el cachete.
La pistola que llevaba rodó a los pies de la cama, sin caer. Y en un intento por recuperarla la levantó con la mano izquierda y él no era zurdo.
- No se muevan- atinó a decir. Los que estaban acostados no pensaban hacerlo. Y agregó: -Esto es un asalto. Y pegó un salto medio de circo atropellado.
Desde la cama un acostado le dijo:
-¿No es un poco tarde para un asalto? Si trabajó todo el día, ya no es hora y si recién empieza es un desconsiderado.
- Vengo a sacar algo por la fuerza y usted me dice que pida permiso ¿Cómo es eso? Y se sentó, pistola en la mano zurdo que no era sobre la cama.
- Bueno, dijo el acostado con tono de reflexión como si del cuello asomara la parte blanca que tienen los sacerdotes alrededor del cuello. – Es todo un tema social, no se puede asaltar a cualquiera que no esté preparado un domingo. Es el día del descanso y del suicidio. Entre esas dos brechas imagine cuántos matices oscilatorios habrá en la gente que usted piensa amedrentar.
-Ni lo había pensado- aclaró el de escafandra de lana y acomodó las piernas como para tomar el té en una terraza de verano.- ¿Cree que sería mejor un lunes? La gente se gastó toda la plata el fin de semana y encima se van a trabajar. Nunca encuentro nada, me tropiezo con todo. Una cosa es robar y otra dejar todo desordenado ¿sabe lo que es llegar después del tráfico y encontrarse que alguien cómo yo se llevó todo y encima todo dado vuelta? No sé. Es complicado elegir el día. Los viernes me da lástima porque los chicos se quedan sin nada, ¿vio que piden plata todo el fin de semana? Lo sábados salen ellos o hacen un simulacro de gastos ante los otros amigos. Pero también es su única salida. No sé. Debería de haber un día en que dejen algo en el piso de la puerta de entrada uno lo agarra y chau. Nos evitaríamos todos estos tropiezos. Claro que el Senado eso no lo va a aprobar. Bueno, no sé, depende quién lo presente, de eso ellos saben.
-¿Y qué pasa con los otros días de la semana? preguntó la acostada.
- Tengo que ayudar a los chicos con los deberes. Mi mujer trabaja todo el día.
- Y sí- agregó la acostada- alguien tiene que hacerlo. ¿Y más tarde, cuándo los chicos se van a dormir?
- En verano puede ser, ¿pero vio el frío que hace ahora? Es muy difícil andar con equipos de abrigo pesado por los techos. Si me enfermo no puedo trabajar.
- Estamos cansados- dijo la acostada refregándose los ojos-¿por qué no haces de cuenta que ya te llevaste todo y te vas? Mañana nos vamos de viaje y lo único que tenemos es para el auto que nos lleva al aeropuerto. El resto está en cheques de viajero y los tiene la agencia que contratamos. Salí de nuevo por la ventana sino tengo que bajar a abrirte y hace mucho frío. Se dio media vuelta, en posición de sueño anticipando el sol del Caribe y apagó la luz.
La pistola se replegó sumisa de las faldas y fue a parar a una mochila negra. Daba lo mismo el lugar porque no tenía balas.
Antes de salir por la ventana tomó una aspirina de la mesa de luz que la tragó sin agua.
Preguntó al salir: ¿Ni un café se iban a tomar en Ezeiza?
Pero nadie contestó.
Mercedes Sáenz



miércoles, 7 de mayo de 2008

COLT 45

COLT 45




Lo habían traído de la policía y lo llevaba a todos lados. A veces con cierta dificultad para pasarlo entre personas o para dejarlo por horas en una plaza. Si se usaba el auto estaba. Cuando terminaba el día solo quedaba en un rincón oscuro de la casa.
Al despertarse la mañana, empujaba las piernas de cualquier chico menor de doce para apurar la puerta. Se paraba en dos patas y sobre las huellas ya marcadas, agregaba surcos de otra vez, para ser el primero en llevar el diario La boca inmensa de ese entonces mojaba el papel con saliva y en una dispensa que ya tenía otorgada apretaba los colmillos fuerte. Se aseguraba una primera caricia, a veces la única en horas.
Durante el día acompañaba a un señor que escribía en las plazas y en los bares llevando en una correa corta un entrenamiento tan feroz que no había posibilidad de desobediencia. De noche volvía a una casa tumulto, llena de chicos de todas las edades. Se escondía en una cueva inventada, ochaba de la oscuridad, el único pedacito que no se pisaba. En la noche plegaba su cola, se hacía redondo y guardaba la elegancia de su raza hasta el día siguiente.
Ese año en un sorteo no elegido el turno de mi colegio fue a la tarde. Papá que era el señor que escribía me llamó.
- Chiquita, venga. Quiero que todas las mañanas si no me llevé el perro lo baje a la entrada larga de autos. Éstas órdenes que ahora le muestro, se las hace hacer todos los días.
Y yo repetía antes que mis deberes de papel y tinta una rutina de todos colores. Un ovejero alemán desplegaba su eficiencia de bombero y lazarillo, de número suplente de un circo, de cadete sin gorra. Tanto aprendí, tanto amé. Algunos capítulos de televisión lo tomaron prestado. No desobedecía jamás. Ésa orden yo tampoco.
Papá un día dijo:
- Quiero probar algo- le dijo a mi madre. Intentá sacarle lo que pongo entre sus patas delanteras, cuando está en posición de echado. Perfecta posición de “down” y las orejas atentas.
- Cuide “por”, muchachito le dijo mi padre al perro y apoyó en el piso, en el medio de su patas delanteras un 38 corto que siempre llevaba en el bolsillo. Las patas del perro dibujaron para siempre un camino en mi memoria. Cualquier palabra de las aprendidas si se les agregaba “por” debían ser obedecidas.
Mamá estiró la mano y como un radar antiaéreo violó el espacio que en la consigna de esa tiranía estaba permitido. El perro levantó los labios, una hilera de soldados blancos y sonidos de trueno salían de su boca. El brazo de mamá tembló.
El perro soltó un aullido temeroso que terminó en llanto. Mamá era la que le daba de comer todos los días y yo nunca supe si el revólver estaba cargado. Suponía que sí., lo había visto revisarlo algunas veces antes de salir y cuándo volvía la ponía en lugar alto.
Probar y comprobar qué. Yo tenía diez años. La voz dijo:
- Está bien, muchachito, está bien. Y se guardó el revólver en el bolsillo de atrás.
Todos habíamos obedecido. El perro se llamaba Colt.45.
Mercedes Sáenz

lunes, 5 de mayo de 2008

REVUELTO GRAMAJO

REVUELTO GRAMAJO




Recuerdo que lo estaba esperando. Muchas veces lo había perdido por no conocerlo y la hora del encuentro no hizo otra cosa que hacernos jugar a las falsas escondidas. Hacía tantos años que no lo veía que con una vieja foto que tardó bastante en mandarme pensé que sería suficiente.
Quedamos en encontrarnos en pleno centro de Buenos Aires, en uno de esos lugares tumultuosos, grandes y limpios en dónde dos son sólo dos más o menos en las vidrieras.
Yo entraba por una puerta del bar que hacía de puerto, él salía por la otra. Yo caminaba hasta la esquina y el cruzaba de vereda porque había otro bar parecido.
Nos habíamos escritos bastante por mail adivinando tal vez algún pedacito del misterio del otro y una de las cosas que nos caracterizaba era la puntualidad. El era escritor en serio, yo intentaba serlo. Pensé que citarlo en el corazón de Buenos Aires que era más de la mitad de su corazón, ablandaría un poco la distancia tan grande que la polìtica se había ocupado de poner entre nosotros. Pero la distancia hace estragos, envuelve en mortajas los recuerdos que quieren sostenerse, desdibuja la mejor sonrisa que puede uno guardarse y los pensamientos ya no se saben después de tanto tiempo si han sido la fuerza de uno o uno los ha sostenido para no perder la fuerza en el destierro.
Los dos veníamos de un destierro, el mío un poco más chico porque había estado casi toda la vida sin él, él porque se lo llevaron entero sin dejar siquiera que se le cayera una zapatilla y jamás lo dejaron volver. Hasta hoy, en que no sólo debía de encontrarse conmigo sino con toda la historia que ansiosamente lo estaba esperando. Yo era sólo un eslabón en esa cadena que tanto tiempo lo tuvo prisionero del cuello y de los genitales viviendo en Barcelona. Tuve que usar la palabra genitales porque además de ser bastante impaciente tuvo siempre un valor a prueba de balas. De balas de las de pólvora no de las literales.
Llegamos a encontrarnos en uno de los pasillos. Lo vi primero. Me paré con el corazón un poco más abierto, con el pecho más ancho, abriendo las manos abrazando ese mundo que parecía pertenecernos y sin decir nada, con unos ojos tiernamente dulces, me diò un beso en la mejilla. Dejó sobre la mesa las pocas cosas que traía en las manos y con un tono que no se oye por carta dijo:
- Hola hija, tengo que conocerte de nuevo. Tomó mis manos, las dos juntas, las besó suavemente por un ratito largo. Me alcanzó después de tantos años ese tiempo.
- Yo voy a empezar por un revuelto gramajo, a ti ¿Qué te gustaría comer?
No sè lo que pedi. Quedó todo sobre mi plato.
Me alcanzó con mirarlo, oirlo, respirarlo, saber que estaba igual que la última vez que lo había visto cuando corrigió mis primeros escritos. Antes que Barcelona se lo tragara en pedazos.
Mercedes Sáenz