miércoles, 20 de agosto de 2008

NINGUNA PALABRA

NINGUNA PALABRA



No me esperes en ninguna palabra. Están vivos los alacranes que arrancaron mis pestañas y el brillo desesperado en mis pupilas. La incertidumbre, cómo la copa que ha de servirse para el que no llega, Yo soy el instante en que la certeza ya no puede voltearse Ya no me dibujo letras de agonía en una noche que se hace cada vez más lejos.
No me esperes en ninguna palabra. Tu nombre ha sido primero el de los dioses, después un sonido, un inmenso grito en una playa solitaria contra el viento. Sin eco.
Yo puedo hablarte sobre la luna que en su mes de ronda corta la palabra cuándo se hace pedacitos. Y el silencio cubre todo en una leve llovizna sobre el brillo de acero de mi figura que casi me hace sentir bella. No me esperes en ninguna palabra.
Este amor fue hecho en principio de palabras, antes, muchos antes de dibujarnos los cuerpos, con el índice y las lenguas. El silencio es todo ahora.

Mercedes Sáenz

martes, 12 de agosto de 2008

DESPUÉS DE RECIÉN BAÑADO




DESPUÉS DE RECIEN BAÑADO



Se inclina ladeando la espalda hacia un costado, la posición de manejar empieza a pesar porque se han estirado las horas y la memoria conoce esa ruta provincial entre Concordia y Paraná. El cuerpo respira con una rara sensación, ya no se distingue a si mismo cómo ser vivo, hay un letargo que le sale al cruce cada vez que el trabajo en las producciones de cine por el medio del país lo deja casi anestesiado.
La ventana abierta va recortando de soslayo pequeños cuadros del campo abierto. Faltaban más de cincuenta kilómetros, distancia pequeña para lo que está acostumbrado a recorrer.
Un cambio en la velocidad esperada y el auto se convirtió en un suspiro sin fuerza, en una flecha cuándo se cae del arco sin haberla disparado. En ese modelo de auto las posibilidades podían ser tantas cómo las soluciones, infinitas.
Lo sacó del camino y cuando se bajó, el campo parecía un lugar al que le habían saqueado toda su belleza, no llegó a ver ni siquiera una casa. Miró vacío el asiento del acompañante y oblicua y redonda la botella de agua estaba en el mismo lugar del piso.
Se animó a bajar con sus dos mitades, la furia y el cansancio. No pensó en la impotencia, salía vencedor en general en el mano a mano de los tropiezos en la ruta.
Levantó el capó, se sacó la remera y la enroscó como guante. El instinto recorrió primero todos los lugares calientes, los fríos, los tibios. Probó todo lo que sabía sin tocar la caja de herramientas. “La mágica” le decía porque las cajas de los productores de cine tienen cosas inimaginables.
Rodó por el suelo y en la piel de la espalda sintió como si le clavaran una peregrinación de maderas y hachas trabajando al mismo tiempo. Tampoco vio nada. Intentó incorporarse sin esforzar las rodillas y percibió algo parecido al espanto, ese que dura unos pocos segundos, ese que parece que la vida de uno la tomara otro.
Cerró el capó pegando contra la chapa. Asustada y confusa la fuerza bruta nunca es casual y respiro un poco. Contuvo el aliento y el cansancio bajó despacio hasta las curtidas pantorrillas. Movió la cabeza sin severidad, resignada, obedeciendo a la idea de quedarse a dormir en el auto hasta mañana.
Se apoyó en la puerta abierta y cerró los ojos casi con vergüenza por la luz, la tierra era media redonda y se desplegaba suave en un viento de colores violetas y rosados.
Estaba por sentarse cuándo vio la boina verde, la camisa a rayas de manga corta, un pantalón impecable y las manos en los bolsillos. No sabía si el olor a fresco venía del campo.
La imagen persuasiva de mugre y cansancio esbozó una sonrisa que se adelantó a un cabezazo amable de saludo y de alivio.
- Ni idea que tiene -dijo Facundo y no puedo pedirte nada hermano, con esa facha parece que te vas de fiesta y la luz también esta por irse.
- Soy Eusebio- dijo y se sacó la boina verde. ¿No tiene señal en el celular?
- No. Y se acercó a darle la mano. Primer atajo contra cualquier cosa fea.
- Acá nomás, dijo Eusebio, tengo un cuarto vació, Mi hijo está estudiando medicina en Santa Fé y no viene hasta el fin de semana. Le hizo una señal con la cabeza y eso fue todo.
Facundo caminó atrás de Eusebio dócil cómo el agua poca y miraba como el gaucho no se ensuciaba ni las alpargatas. Las mitades de Facundo caminaban juntas hasta llegar a la casa que antes de decirle nada la mujer de Eusebio le puso un mate en la mano.
- Este es el cuarto, péguese un baño, en un ratito nomás comemos.
Facundo manoteó la bolsa que había bajado del auto muerto, sacó algo de ropa, dejó afuera una máquina de fotos de esas que parecen tortas de cumpleaños de quince, pero negra.
Por un rato murió el cansancio que se llevó el agua y en la cena se conversó poco de cine y poco de los primeros años de Facundo muy chico viviendo sólo en un campo de Córdoba.
- Gracias por todo Doña-aunque se llamara Marta- se ve que la sabe, estaba todo muy bueno, mañana en cuánto usted se despierte me levanta nomás. Y se durmió cómo si tuviera que despertarse después del fin del mundo.
Hace rato que la luz estaba en el cuarto de Facundo cuándo abrió los ojos. El reloj disparaba el tiempo esta vez como flechas de arcos arqueados. El pecho se agitó, se vistió rápido y abrió la puerta. No había nadie.
- Buenos días -dijo largo cómo para recibir respuesta. Contestó un silencio lindo porque a esa hora no hay nada en el campo que no ande cantando algo, los árboles, los perros, los ruidos más lejos que no se adivinan del todo.
Sobre la mesa un mate preparado y una pava que sin tocarla se sabía caliente. Se tomó dos, medio de apurada, medio de cortesía.
Hizo a tranco largo el camino inverso de las casuarinas y la bolsa colgando y la máquina de fotos y un buzo que colgaba de alguna parte hasta que llegó a la ruta.
Eusebio apoyado en el auto como un gato montés parpadeaba manchas de tierra y grasa de todos los tamaños. El auto estaba prendido y regulando y la botella de agua de adentro apoyada en el asiento un poco más vacía.
- Amigo, no sé cómo agradecerle, dígame usted cuánto.
- Nada – dijo sonriendo y señaló con los ojos la máquina de fotos- En la próxima me la saca cuándo estoy recién bañado.
Y eso fue todo después de un abrazo largo.

Mercedes Sáenz



lunes, 11 de agosto de 2008

HUESPED QUE NO AVISA, EN UN CATALÁN GENEROSO DE PÉRE BESSO



PÉRE BESSO



No quisiera presentar en este pequeño lugar a Pére Besso cómo el famoso filólogo nacido en Valencia, ni sus importantísimas cátedras, ni sus frondrosísima producción literaria ni el tremendo valor de su poesía.
Datos todos ellos que Artesanias Argentinas tan claramente dejó expuestos. He leído tantos buenos poemas de su autoría, tantas traducciones al catalán de autores que merecen
más que mi respeto y mi cariño que ésta mañana me ha sorprendido. No creía posible que su tiempo y su generosidad pudieran hacerlo sobrevolar lo que escribo, eso que les llamo poemas acostados porque todavía mis escritos no se levantan muchos centímetros del suelo.
Pues a este poema que hoy les presentó, en dónde su traducción al catalán fue una absoluta sorpresa para mí, hace que al menos mi corazón y mi alma junto con el poema se sientan volando muy alto de placer y de agradecimiento. Cuándo le escribí para decirle gracias contestó: ¿el poema no era tuyo y se llamaba “huésped que no avisa”? Muchas gracias, Pére. Suena bellísimo.
HOSTE QUE NO AVISA
Llostrejaràs de nou,
sense cap paraula.
transparent
com una llàmina d’aire que pot peglar-se.
com un absurd inútil sense forma.
Impietosa cap a mi
em mires
amb un versicle en un ull
que la meua fe desconeix.
i et mire, tristesa,
com un cartró mullat,
una muntanya invisible
que no modifica
cap escena.
És un prec tal volta
que giravoltes la cadira,
ja sóc testimoni de mi
inventant nom a les fissures.
Ell m’ha perdut
però en cada trencadura
ell resta,
on els ossos cremen
perquè ha mossegat el dolor
tot allò moll
sense detindre’s, sense distingir.
Si no te’n vas, almenys no em mires,
aqueixa cadira és meua.
HUÉSPED QUE NO AVISA
Amanecerás de nuevo,sin ninguna palabra.transparente cómo una lámina de aire que puede doblarse.cómo un absurdo inútil sin forma.Impiadosa hacia mí me miras con un versículo en un ojo que mi fe desconoce y te miro, tristeza,cómo un mojado cartón,una montaña invisibleque no modifica ninguna escena.Es un ruego tal vezque des vuelta la silla,ya soy testigo de mí inventando nombre a las fisuras. Él me ha perdido pero en cada quebradura él sigue ahí,dónde los huesos queman porque ha mordido el dolor todo lo blando sin detenerse, sin distinguir.Si no te vas, no me mires al menos,la silla esa es mía.
Mercedes Sáenz

viernes, 8 de agosto de 2008

UNA BONSAI

UNA BONSAI




Botas bajas se puso. Pantalón apretado sí porque ya era una rutina diaria. No se pintó nada en la cara por miedo a que sus gestos o su mirada dijeran otra cosa. Tapó la mitad de su cuerpo con un poncho liviano color maíz. Respiró algo más profundo y tocó el timbre en un consultorio que no tenía secretaria.
La puerta respondió suave al empujarla después de un breve sonido. La sala de espera era chiquita con un cuadro abstracto que más de una vez en los minutos previos a su consulta le habían servido de licuadora. Metía en él un montón de palabras que después generosas salían para hacer historias. Una silla de caño negra y una mesa impersonal con un bonsai verdadero que nunca entendió que hacía allí.
El médico psiquiatra abrió la puerta antes de que se sentara y con un gesto de amabilidad repetido la invitó a pasar.
- ¿Cómo estamos hoy Lucía?
Le dio un beso que también era parte del rito porque nunca tuvo ganas de saludar a su médico de esa manera. No contestó. Una vez adentro ella preguntó:
- ¿Me puedo sentar en el suelo?
- Por supuesto Lucía, como siempre. No me contestaste cómo estamos.
- De eso quería hablarle. ¿Por qué siempre me pregunta en plural? ¿es algo de complicidad? ¿Es alguna técnica aprendida para que no me sienta sola con los problemas que traigo? Usted supuestamente me ayuda, pero no es mi amigo.
-No estoy acá para ser su amigo. Soy su médico, su orientador, quién puede ayudarla a decidir que es lo bueno y que es lo malo.
-De eso le quería hablar.´
-¿De qué?
- Lo bueno y lo malo, no coincidimos. Usted se apega a las reglas de todo el mundo y yo algunas de ellas no las quiero.
- Tengo cuarenta cincuenta. -continuó Lucía-
- ¿Qué cuarenta cincuenta?
- ¿Ve lo que le digo? Usted habla en plural cuándo me saluda y ni siquiera entiende, y eso que sabe la edad exacta que tengo. Me es lo mismo cuarenta y no sé que, que cincuenta y no sé que. El cuerpo dirá cosas en momentos distintos, pero más variaciones y modificaciones que las que tiene mi cabeza no va a tener. Estoy pensando que tal vez su saludo en plural tenga algún sentido, yo no sé nada de usted, pero imagino, usted en cambio sabe de mi lo que le hicieron estudiar. Pero sobre mi no imagina, sólo proyecta la línea recta de lo que es mi cura.
-¿Esto es por qué íbamos a empezar con el litio? – interrumpió el psiquiatra.
- ¿Íbamos? La receta estaba sólo a mi nombre.
Lucia bajó la cabeza, metió las manos debajo del poncho con las piernas cruzadas y la voz le salió llorosa. Una pirámide color maíz dónde apenas asomaban dos líneas de muslos, dos caminos que parecían no juntarse en ninguna parte.
- No lo entiendo- dijo Lucía- Esa sala de espera tan chiquita que parece una caja vacía de bombones que alguien se guarda para darle otro uso, un cuadro sólo que ni lindo ni feo no para de decir cosas cuándo hay tiempo de mirarlo. Una sola silla de caño negro. Un bonsai verdadero que ni luz tiene. Por más que sea un arte, no me gusta verlo, lo cortan despacito, con todas las técnicas que aunque no lo crea conozco bastante. Usted hace lo necesario para verlo así, cómo usted quiere. Pregúntele a la semilla si hubiera querido crecer así. Traté de imaginar algunas posibilidades, sala chiquita para que el que viene se sienta protegido, cuadro abstracto de colores pasteles para que nadie se sienta identificado, una sola silla para que el paciente piense que es único y ese bonsai vivo, que es cómo decir, con paciencia y esmero se puede ser un ser vivo con la misma forma de los otros, pero dependiente y preso. No sé que árbol es, pero ya no me importa. No quiero ser eso. Quiero quedarme así. Hoy no voy a pagarle la consulta, porque sólo me vine a despedir.
Se levantó despacio y se dirigió a la puerta, temblando, porque se abría con el portero eléctrico desde el consultorio, tocó la manija y un ruido conocido le permitió abrirla.
Mientras pasaba por el marco de la puerta, la voz desde adentro dijo:
- No es verdadero, es una réplica perfecta. Y se cerró la puerta
Las botas bajas se dirigían al ascensor mientras las manos salían de abajo del poncho color maíz para secar lágrimas que iban a caer no se sabe hasta cuándo.

Mercedes Sáenz



miércoles, 6 de agosto de 2008

LÁGRIMAS NEGRAS

LÁGRIMAS NEGRAS



No llores por mí, le dijo. Siempre intentó que no lo hicieran. El llanto mejor, sólo es cuando emociona, también decía, que el recién nacido lo hacía por no saber comunicarse cómo después lo hacen los adultos. El llanto de inmensa necesidad.
Corresponsal de guerra era y el peor viaje estaba por venir. Poca valija para poner los pies como sin zapatos. Vueltas por el mundo sin paz. Quedar siempre como un ombligo dividiendo la mitad del cuerpo entre un llanto de anestesia y ese macabro muestrario de las lágrimas. La protegían de los ruidos pero le llegaban solos cuando sus sábanas se convertían en dos láminas de acero sabiendo que estaba viva. Por la mañana, después de frutas y colores en el desayuno caminaba hacia pedazos de muerte.
La torera, le decían. Quebraba la cintura, doblaba las piernas, hasta quedar tan invisible como arena en la arena, cuerpo a tierra casi cómo los soldados de guerras ajenas. Y los toros, eso parecían las imágenes, aunque fuera uno que parecieran muchos, cómo un 7 de julio en Pamplona. Tal vez no lastimaban su cuerpo o no se daba cuenta, pero en el cristal de la máquina por dónde miraba todo se hacía trizas.
Sonsas maneras de morir, a veces solapadas porque a veces el instinto también se asusta y ni siquiera se da vuelta. Pero la torera volvía siempre, sólo que con lágrimas negras.
Sonsa manera de seguir viviendo cuando volvió como tantas veces explicando la muerte detalladamente y a él no lo encontró.
No llores por mí, le había dicho una vez, no hay llanto tuyo que lo valga.
Sonsa manera de sobrevivir, ahora.

Mercedes Sáenz

viernes, 1 de agosto de 2008

HUÉSPED QUE NO AVISA


HUÉSPED QUE NO AVISA





Amanecerás de nuevo,
sin ninguna palabra.
transparente
cómo una lámina de aire que puede doblarse.
cómo un absurdo inútil sin forma.
Impiadosa hacia mí
me miras
con un versículo en un ojo
que mi fe desconoce.
y te miro, tristeza,
cómo un mojado cartón,
una montaña invisible
que no modifica
ninguna escena.
Es un ruego tal vez
que des vuelta la silla,
ya soy testigo de mí
inventando nombre a la fisuras.
Él me ha perdido
pero en cada quebradura
él sigue ahí,
dónde los huesos queman
porque ha mordido el dolor
todo lo blando
sin detenerse, sin distinguir.
Si no te vas, no me mires al menos,
la silla esa es mía.

Mercedes Sáenz


martes, 29 de julio de 2008

LA ÚLTIMA TARDE

LA ÚLTIMA TARDE






Se cruzó de piernas cómo suele hacerlo. Un ruido imperceptible desvió sus ojos, el cigarrillo cómo un insecto pesado voló del cenicero. Lo tomó con las brazas mirando hacia él. Ese lo apagó para siempre.
Se levantó de escribir y salió a despedir y una leve tarde la que se iba húmeda en pasto.
No gravitaban los colores en esos círculos que parecen jugar silbando en el cielo con un resto de luz, no decían nada.
Bueno, hoy nada.
Hoy, las letras se deslizaban por el camino del desconcierto, enfilaban para algún lado para no detenerse en el humo de la pipa con las volutas que suelen hacer poemas sin que nadie les diga.
No sabía cómo, con qué argumentos sostener la última tarde que pensaba escribirle.
Que no se haga silencio por favor, es lo único que pedía mirando al cielo y al piso, frotándose las manos. Buscando algún movimiento que lo detenga un rato, más.
Lo que está debajo de la piel si no se escribe se vuelve grito.
Nunca había conocido una mujer con tanta luz blanca.
Después de haber estado cuatro años en el Uruguay volvió a la Argentina. Con otra cara y otro nombre y con esa esa mujer que en unos minutos saldría del baño vestida de blanco impecable y con una toalla en la cabeza, que sin saberlo ella le había llenado cada hueco del infierno que él había dejado en los campos de detención de los pedazos de hombres que estaban en las cuevas de la dictadura.
Años juntos con la mujer de luz fueron de amor y de lucha-típica y doméstica- en dónde hubo secretos, códigos, felices claves en los ojos incapaces de leerse desde afuera.
Nunca se animó a decírselo a la mujer de luz blanca. Parecía esos hombres que porque sí se sientan en algún banco de plaza a conversar con un anciano.

La única condición que puso para entregarse era que jamás la mujer de luz blanca supiera nada. Entonces decidió no escribirle.
Golpeó la puerta del baño y ella se asomó con una bata impecable y otra toalla blanca también en la cabeza que asomó por la puerta a medio abrir.
- ¿Que? dijo suavemente-
- Sacate la toalla del pelo.
-¿Por?
- Me gusta verte el pelo mojado.
-Ya salgo.
- No, un segundo, ahora, estaba por escribir algo y antes quería verte el pelo.
-Bueno, sonrió y un pelo enredado y húmedo largó sonrió con ella.
- No te apures, ya tengo la imagen que quiero. Ella cerró la puerta con una risa franca que apenas se oyó.
Se dirigió a la puerta de la salida, sintió su trasero húmedo junto a una escuálida sensación de emociones. Ofrenda de consuelo tal vez.
Afuera en un auto lo esperaban tres sobrevivientes de algún pozo negro, de esos en dónde él mismo había cortado la muerte en pedacitos, en dónde más de una vez le pidieron al menos un minuto de respiro antes de que expirar sea la última palabra. La justicia esta vez iba a ser decidida por los que no la tuvieron.
El auto arrancó despacio y silencioso y ya ni siquiera pudo apoyar la cara contra el vidrio, el golpazo aplastó su nariz contra un plástico que empezaba a entibiarse por las primeras gotas de sangre.
Cuándo ella saliera del baño terminaría la última tarde. Nunca sabría la mujer de luz blanca que se entregó a la gente que él tuvo en cautiverio , mientras el pelo empezaba a humedecerse desapareciendo lo último que los ojos le escribieron, inocentemente se sentó al sol que empezó a secarlo en silencio.


Mercedes Sáenz