jueves, 18 de diciembre de 2008

QUIÉN SOLO DE NOCHE



No se despidió de su mujer después de cenar Tomó un sombrero y se tapò hasta la frente cómo si eso le permitiera pensar un poco menos. No hacía frío pero se puso lo más parecido sobre los hombros cómo si fuera una capa. Miraba su sombra por las calles vacías. Cómo un fantasma empecinado en encontrar a quién poder asustar para sacarse su propio miedoUn pueblo dormía con las cosas casi todas en su mismo lugar. Sombras y lunas no competían con nadie. Algún par de enamorados que ya se sabía jugaba al escondite de no ser descubiertos. Las voces de los animales, que a esa hora tienen voces, se oían de tanto en tanto.Sólo cuatro mil habitantes. No es número tan chquito para decir que en su estadística tenía el cero por ciento de desocupación.Su intendente salía de noche vestido de cuento y espanto.Sólo su mujer lo sabía que algo de televisión veía, tejía un poco y casi sin darse cuenta se quedaba dormida.Cero desocupación en un pueblo. Robar desde su intendencia no se robaba y mirar las alcantarillas y el titilar de amarillo los semáforos todas las noches cansa un poco.Es que duermen en paz.El miedo del hombre fantasma es que la única fábrica de maní que le había dado trabajo a todo el pueblo una noche desapareciera.Es que sucede en un pueblo de Córdoba dónde parece otra Argentina.¿Será por qué los santos más grandes, más hermosos, con el cincel más esmerado, hermosamente vestidos a los costados del altar se llaman cómo los que donaron una bellísima capilla? Para la iglesia no existen. Parece que sí para un pueblo que puede dormir en paz.
Mercedes SÁENZ

jueves, 11 de diciembre de 2008

RINCON DE PIEDRA



RINCÓN DE PIEDRA








Viene el viento tocando el hombro, empujando apenas con el aliento que no alcanza ni a moverle el pelo. Susurra palabras de algún coreuta desprevenido en un teatro primero mientras oye instrumentos que no conoce.
El aire baja por la cabeza cómo un manto sutil que nadie sostiene pero acompaña el paso de apuro hasta llegar.
Bordea la costa del río dónde Buenos Aires se pierda en pleno día.
Baja hasta las piedras gigantes que alguien ordenó con esmero, y se sienta a mirar dibujos parecidos a los laberintos de un mandala. Tapitas de gaseosa y de cerveza levantados de la desidia y del suelo en terminables caminos de colores aferrados a la muda y milenaria resistencia de la piedra.
Septiembre empuja hacia el río, involuntario, inocente. Y el día, todavía pleno día, estalla placenteramente hasta los ojos.
Un fuego prendido tal vez desde la noche, para asegurarse un lugar.
La mano tantea el recorrido del dibujo haciendo memoria y no es el mismo de ayer, ni la curva hacia la izquierda ni los últimos destiñes.
Parecen sin dueño mutar los dibujos por las noches.
Alguien le pide un cigarrillo y no sabe cómo hacer para decirle al cuidador del fuego y del rincón de piedra que quiere quedarse. Y mira el paquete y alcanzan.
Es que septiembre empuja hacia el río y alcanza sólo con quedarse, sentada, feliz sobre alguna parte del rincón de piedra.

Mercedes Sáenz

lunes, 8 de diciembre de 2008

ERAN PERSONAS


ERAN PERSONAS





Mi abuelo tenía una biblioteca importante, hombre del mil ochocientos, sus libros eran más antiguos todavía. Jamás pude tocar ninguno. Las tapas de cuero, los lomos en letras doradas y varios en idiomas que con el tiempo supe al menos distinguir. Dos cuartos de bibliotecas y un solo santuario prohibido para niños más que obedientes pero con la posibilidad de que algún resquicio de chocolate o de tierra de la que simplemente vuela pudiera existir en las uñas. Había una escalera enorme para llegar a los estantes. Jamás pisamos un escalón. Dicen los hijos de mi abuelo que todo lo había leído. Yo los miraba sin decir una palabra, pensando que ahí adentro, en esos volúmenes había personas, que eran ellos, los que por expresa orden de mi abuelo no podían salir de su lugar, como palomas obedientes en una pajarera. Que tenían mil voces repletas de alas para salir a volar y no lo hacían.
Imaginaba que cuándo quedaban solos conversaban entre si, cómo un irónico cuarto de Babel, entendiéndose, diciéndose cosas que sus lectores no se habían percatado. Hablaban de sus autores, de sus inmensas genialidades en sus oscuras debilidades. Algunos compadreaban por ser ejemplares únicos. Otros habían viajado kilómetros en demorados tiempos de la época para caer en los ojos ávidos del entendedor y después a un prolijo estante cómo un sarcófago de pie. Después de morir mi abuelo se donó intacta a un lugar que la mereciera. Pareciera que la familia no era acreedora de semejante maravilla.
¿Dónde pongo este texto ahora? ¿Asesinatos de papel? ¿dictadura de no poder elegir ? La familia estaba llena de lectores y de escritores y nadie hizo nada. Los dejaron ir, tal vez fue una manera de liberarlos, castigarlos cómo a personas por una obediencia ciega y debida a una cierta rigidez. Horarios de biblioteca en que a los libros les permiten las visitas casi cómo a los presos. Deje su documento por acá por favor, no entre con bolsas, haga silencio por favor. Nunca supe si ese silencio era para que los libros pudieran abrir sus voces para que la democrática invasión de los asistentes no hablaran de las peluquerías o de los pelos que perdió el perro mientras tenían abierto ante sus ojos palabras con sentidos maravillosos.
Más grande ya las bibliotecas en casa eran lugares desmembrados, libres tal vez, por semejante dictadura. Había libros por todos lados, sin orden alguno. Mamá en esas centenarias formas de paciencia nos daba para leer de acuerdo a la edad lo que creía que era bueno, ella nunca estaba sin leer, pasara lo que pasara, tejía sin mirar en sus pocos ratos libre con un libro abierto en alguna posición extraña sobre sus faldas.
Mi primera biblioteca fue ambulante. En las pocas oportunidades de quedarme sola, mi plaza era el piso de un cuarto muy grande, me sentaba en el suelo, rodeada por algunos especialmente no muy grandes. Algunos ya los había leído, otros no. Pero los hacía conversar cómo en pequeñas piezas de teatro. Abría alguno en una página y le contestaba con la de otro. Me sentía en una isla en que los mares eran sólo personas, personas con palabras que tenían para contarme los secretos propios y los del infinito A veces hacía trampa, los hacía dialogar en textos que conocía casi de memoria.
Un día crecí y las bibliotecas públicas llegaron a tenerme hasta cuatro horas seguidas sólo por placer.
En la mañana leve de vigilia y susurros, algunos elegidos están conmigo.
Son personas que tienen la virtud de saberme decir justo lo que quiero escuchar y eso no lo encontré en ningún otro lugar del mundo.
Después leer, cómo adulta, fue otra cosa, autor por autor, análisis de las textos, doble lectura, opiniones, preferencias.
Ningún autor, hasta ahora, me ha contado algún secreto al oído. Parece que ellos también crecieron y se olvidaron de nuestra complicidad.
Todavía los espero disfrazados de duendes y de música.

Mercedes Sáenz

lunes, 1 de diciembre de 2008

UNOS MATES A LA TARDE


UNOS MATES A LA TARDE




La ayudaron a levantarse del piso, cómo a una herida que no sabe en que parte del cuerpo la tiene. La ayudaron a caminar sin que abriera la boca ni los ojos. Una vez adentro la acostaron en una cama, se dejó atender sin decir una palabra por una mujer que después confirmaría que era tan dulce cómo ancha y por una chica apenas pasada la adolescencia que parecía manejarse con mucha soltura y decisión. La lavaron cómo a un Cristo, pasando trapos limpios y tibios por sus heridas. Con una suavidad puntillosa, cirujana, sin presionar fuerte sobre las heridas.
Le pusieron una almohada en la espalda para levantarla levemente. Unas manos le sacaron la tierra pegada de los ojos y en la contractura de la cara se notó que intentaba abrirlos. Logró abrirlos ante unas caras que le parecieron llenas de amor.
Le acercaron algo tibio con gusto a casi nada por miedo a que su estómago no resistiera. Lo bebió despacio pasando suavemente por la garganta el primer alivio que caminaba por dentro.
Primero dijo “gracias” cómo pudo y después en un hilo de voz pidió mate.
Una de las mujeres se apuró en prepararlo y después de meter la bombilla de metal se acordó que en alguna parte tenía las de plástico descartable. La cambió por una de ellas pensando que la boca herida la recibiría con mayor facilidad.
Le pusieron otra almohada debajo del brazo y fue tomando uno a uno sin decir una palabra.
Se sucedieron así en el más absoluto silencio. No sabe cuántos mates se tomó. La largura de esta mujer despistaba y su color gris en tremenda largura.
Se advertía en la cara una sensación de paz y la creyeron dormida.
La dejaron sola en el cuarto sin ponerle nombre a su anonimato.
Ella había salido a tomar unos mates a otro lado, pero la violencia del conurbano abre más sucursales que los monopolios.
La dejaron dormir, era demasiado linda para soportar las preguntas sobre una violación masacre de la policía.
Cuándo despierte tal vez, cuando despierte. Cuándo la luna vuelva a hacerse paloma.

Mercedes Sáenz

jueves, 27 de noviembre de 2008

sobre FILOS DE LATA

RECIBI DEL AMIGO CARLOS EDUARDO ROJAS ARCINIEGAS, CASELO, DE COLOMBIA, UN COMENTARIO MÁS QUE AMIGO SOBRE "FILOS DE LATA".
AGRADEZCO EN EL ALMA, MÁS BIEN DESDE EL CORAZÓN, TODAS SUS PALABRAS.
EL TEXTO COMPLETO PUEDE LEERSE EN http://www.elmagodetucorazon.blogspot.com/

MUCHAS GRACIAS CARLOS Y UN FUERTE ABRAZO. Merci

lunes, 24 de noviembre de 2008

EL DESAMPARO


EL DESAMPARO



Aturde muda su fuerza de arrancar toda el alma. Es una línea quebrada, un silencio de músicos, tosco cómo un ebrio de agua. Una cuerda que estrangula hasta el desconcierto dónde no se puede definir el dolor. Perdura en una pregunta larga del deseo muerto.
Y dónde el niño de la panza hambre. Y dónde la madre sin su niño y qué del desaparecido y del de dos ruedas por pies. Y qué del que no puede, y qué del frío que es más, y qué de no cantar en abecedario. Y qué del verde que se quema. Y del agua que no es lluvia. Y qué de mi cuándo encuentro el desamparo cubriendo el mundo un domingo con mal tiempo.
No se dice el desamparo. El de uno es nada, ni ay se dice.

Mercedes Sáenz

martes, 18 de noviembre de 2008

UNA NOCHE A CAMPO ABIERTO


UNA NOCHE A CAMPO ABIERTO










Maniquí desnudo entre escombros. Incendiaron la vidriera, te abandonaron en posición de ángel petrificado. No invento: esto que digo es una imitación de la naturaleza, una naturaleza muerta. Hablo de mí, naturalmente. Alejandra Pizarnik






Oscuro cielo de estrellas a ponchadas tan grandes cómo las quiera. Una brisa, no suelo usar esa palabra, tanto más me gusta el viento suave. La brisa me parece un suspiro siempre aunque se sostenga unos segundos, el viento suave es un secreto, un susurro, un canto de río en el aire. Sucede que cerré los ojos y tiré la cabeza para atrás, tal vez algo cansada de escribir y me pinté una noche de olores y pasto dónde se apoyan las palmas de las manos para sentir que la tierra se ha quedado quieta por un segundo, aunque uno se sienta volando.
Pero abrí los ojos.Y sucede también que estoy sentada en una silla. Frente a un bicho enchufado sin patas que va a hacer exactamente lo que le diga, sí sé decirlo, y a la mayor velocidad posible.Mi cuarto está a oscuras sólo con la luz cuadrada de la pantalla, estoy esperando que amanezca.
En esos momentos mis recreos suelen ser recorrer espacios cibernéticos de otros sitios, todo en minutos de menos segundos, doy vueltas un rato por un Octavio que están escribiendo y que me encanta y vuelvo a cruzarme de piernas cómo una india y a seguir escribiendo.Cuándo no puedo hacerlo de día intento leer por las noches.Pero en el inventario de mis disparates tengo dos o tres libros que abro en cualquier hoja, ya leídos unas tantas veces. Uno de Onetti, el que primero alcance la mano, unas calles de Aldao que ya casi lo sé de memoria y un severo John Irving que me encanta pero debo de prestarle más atención si hay mucho cansancio en mi cuerpo.
Pero a la que vuelvo loca es la amable Alejandra que quiera o no quiera necesito abrirla al menos un ratito. Y me levanté de la silla y derechito abrí, porque solito el cerebro lleva cuándo ya conoce el camino y además los libros tienen esa permanente amabilidad de abrirse dónde más se los ha marcado.
“Se prohíbe mirar el césped”, leí una vez más, algo publicado en Sur en el 63, lo sé de memoria, y horas pueden hablarse de lo que esta mujer hizo con las palabras en su corta y atormentada vida, pero voy sólo a su título aunque el texto tiene tres renglones maravillosos.
Sacar de contexto cualquier frase de Alejandra es un riesgo terrible porque dónde la pongas, la digas, la recuerdes, la recites o la escribas ,va a traspasar tantas cortezas desconocidas del cuerpo que lo último que vas a recordar es que cada tanto uno debe dormir algo.Suelo decir malas palabras cuándo un escrito se lleva toda mi emoción y toda mi adrenalina, es para contrarrestar un poco.Creo que en realidad estoy tan cansada que no puedo escribir, tampoco leer mucho y entonces me fui a pasear un poco por esos laberintos de la vigilia. Alejandra en general es la responsable de esos paseos, por sus palabras impetuosas y puras, violentas y sencillas, por ese adn propio que no le conozco a otra escritora. Me sucede con poco éxito en el papel pero una sola frase de ella me dispara un montón de historias.
Me imaginé su frase “se prohíbe mirar el césped” pegada en enormes ventanales en las aulas de un colegio inglés, dónde el edificio es una isla en el medio de un verde sedoso, silencioso y parejo.Me acordé de un cartel en el bar de unos dignísimos gallegos frente a la facultad de medicina, que decía "prohibido estudiar" queriendo sólo que no les ocupen las mesas un millón de horas sin consumir nada.Esto tiene la palabra paseando por la vigilia. Volveré a mi noche de mil estrellas y veré dentro de un rato que hago con ellas.


Mercedes Sáenz