domingo, 19 de febrero de 2023

 POR DORIS


La primera vez lo vi de atrás. Su espalda, a rayas de madera por el banco que la sostenía. De los antebrazos caminos de estrías anchas terminaban en sus manos rugosas de venas oscuras latiendo con prisa la vida, la vida ya casi no pasaba por ahí aunque sus uñas impecables dijeran lo contrario.

Yo estaba parada en la loma del río buscando donde sentarme en el pasto. Bajo mi brazo una lona cualquiera, un repelente de mosquitos, alcohol en gel, (es casi cómo llevar llavero por estos días de pandemia desdibujados, existentes y ocultos) un agua mineral grande, cuaderno y birome y un equipo de mate. Todo un inventario

.

Tosió algo fuerte, un sacudón en su espalda, la mano en la boca no llegue a verla protegida por el ángulo que formó su codo.

Escupió algo de color inmundo, hizo dar vueltas mis ojos hacia adentro de mis huesos hasta encontrarme con una oscuridad absoluta de alivio.

Algo rodó hacia abajo más allá de un metro.

Y se quedó quieto, tan quieto, con la cabeza muerta sobre el pecho. Parecía que habían cerrado una puerta, o bajado un telón para siempre. Creo que era tanto su esfuerzo por desaparecer que era una ausencia.

Sólo unos respirones de su espalda a rayas entre agitada y lenta tartamudeaban que la vida estaba sentada ahí por alguna causa queriendo parecer muerto.

Miedo no era, pero con el mismo cuidado con que me acercaba a ver una herida de bebe me senté a su lado.

Se tensaron primero sus muslos que sus manos. Y el sombrero era su cara. Acomodé mi inventario al costado del banco y me puse a mirar el río cómo si nos hubiéramos invitado.


Largos segundos creo.


Hasta que lo ví, de puro color marfil, en un semicirculo perfecto, quietos como un cachorro dormido con su pancita rosada al sol. Treinta dos serían supongo, era lo que me habían enseñado de chica. No sé si los postizos de ahora tienen ese mismo número.

Me levanté sin que él se moviera. Levanté los dientes postizos con la misma naturalidad con que levanto la gomita que se me cae del pelo.

Creo que algo en mis movimientos no salió muy bien, volví a sentarme en el banco con una naturalidad fingida y creo que no hay nada que sea más notorio que una pésima actuación hecha con esas intenciones.

Llené la tapa del termo (esos con forma de vaso) con agua mineral, un poco, como para despegar el pasto o la tierra que intentaban acorralarse especialmente en las partes que parecían más suaves.

No levantó el sombrero. De la parte más baja de su cara unas lágrimas chiquitas no terminaban de caerse.

De mi inventario saqué el alcohol en gel y en una servilleta descartable limpié pausadamente lado por lado, diente por diente (tan lejos aquí de ser ojo por ojo, pues no nos habíamos mirado siquiera)

Imaginé su cara cuándo sintió el olor a alcohol pero creo que lo más difícil para él y para mí era cómo seguía el momento siguiente.

Terminé de enjuagarlos con agua fresca.

En la tapa del termo, tapados con una servilleta descartable pero tan blanca como las de misa, dejé mi ofrenda con miedo pues la apoyé sobre el nido de sus manos y el recipiente se inclinó un poco.

Algo volvió a su vida pero a mi me lo tapó el miedo.

En un solo movimiento casi de mago el recipiente quedó vacío.

Yo miraba para adelante con esa tonta actitud de creer que no había pasado nada y el aire era fresco y el río bailaba despejando de su piel las botellas que flotaban. El sol estaba por todas partes cómo un dios invisible y bueno, no eterno.

- ¿Quién eres? Dijo sin levantar el sombrero

- María, contesté sin acento español.

- Gracias María, dijo sin levantar el sombrero ¿por qué has hecho esto?

Ese momento era lo que más temía.

- Por Doris, por el diario de una buena vecina.

- ¿Te gusta leer? Y -¡Dios mío! Levantó el sombrero.

- Y escribir y miré sus ojos, eran muy lindos sus ojos.

- Yo soy corrector y de los buenos ¿te gustaría que alguna mañana lea algo que hayas escrito?

- Me encantaría, pero al menos ¿nos presentamos?

- No, tu eres María y nunca, pero nunca, sabrás quién es el dueño de mis dientes.

Bajo un oscuro sombrero sonó su alegría, pasó la mano con un gesto exagerado como si despejara toneladas de pelo. No era así su pelo.

-No sé que decir.

- Lo dudo, pero dime dime cuándo me hables.

- Te diré dime cuándo te hable, pero no me es tan fácil y además no escribo así.

- ¡Que sonseras niña!¡Sólo cuándo me hables!

Y volvió a reir su vida levantando su sombrero.

¿Niña? ¿Sabés la edad que tengo?

- Acentuando así no tienes nada de nada, me tratas de tu, te olvidas del che, del vos, ni asomes palabras que usan por ahí como ¡que buena onda! Y principalmente no me contestes ninguna pregunta que va a tener cierto valor en su respuesta diciendo “ bueno, nada..”

Yo hablo en mi español y te corrijo en criollo ¿estáis de acuerdo?

- Bueno, contesté, sin agregar más nada.


Mercedes Sáenz

domingo, 12 de febrero de 2023

 FACUNDO SÁENZ

 

Un día aparecieron sus ojos claros debajo de su flequillo, rubio y lacio.

Sostenía la mirada como un adulto.

Fue padre de su hijo y de otros

Montando a caballo en las sierras cordobesas.

En esa curva de su vida fue “el aquí estoy”

Bastaba sospechar su presencia y toda su persona necesaria aparecía.

No me importa si hay otro norte en sus ideas

No importa si tengo o no brújula para medirlas-

Defendió con uñas y dientes y una inteligencia muy particular su filosofía.

Importa que de su alma siempre quedó un pedacito en la mía, inalterable, sostenida, continua.

El menor de mis cachorros, escondía su corazón en un vozarrón tan fuerte, dispuesto, apasionado.  

Parecía que para él nada fuera imposible. Aún en su trabajo de productor de cine, conseguía el disparate más absurdo, a horas que ni siquiera se leían en el país.

Somos nueve hermanos y siempre se suele mirar al primero y al último con cierta  incógnita imprevista. Los que estamos en el entretiempo de esas fronteras, somos identidad sin principio ni final en esa historia.

Ellos lo son.

Nosotros, los otros, por más que brillen algunos con una luz que jamás ha de apagarse… somos el medio.

Querido hermano, último bastión de esta muralla que a veces desborda de amor entre hermanos y otras una zanahoria suele ser el conflicto entre nueve conejos.

El que nació último no nació mejor como la risa en el refrán. Se abrió camino a coraje en campos que en ese momento estaban muy lejos de casa.   

Se llevó su casa a cuestas para poder pelear varias vidas.

Por suerte dejó su inmenso corazón y cada tanto, muy de tanto en tanto, viene de visita con toda su humanidad.

Tanto tiene de eso.

Mercedes Sáenz

miércoles, 1 de febrero de 2023

  TABAS


 Su infancia fue toda en el campo pero desde chico la desobediencia fue lo que mejor hacía. Nunca se puso bombacha ni chambergo, ni botas ni alpargatas. Su caballo era un jeep viejo y su sol no era diana a las cinco. Sus ojos de aguilucho insertados disimuladamente en su cara reconocían cualquier cosa que sucediera en el campo antes que cualquier baqueano. La tradición no se rompe decía su tata y el castigo fue mandarlo a estudiar mucho más lejos que Buenos Aires. Y se llevó las tabas. Las figuritas se daban vuelta, caían de canto o desaparecían. Le burlaban el cara y ceca de los astrágalos de vaca. Estaban a prudente distancia una de la otra en una biblioteca lustrosa, algunas cubiertas con barniz, otras pintadas con cera o con aceites. Pero una estaba cómo la dejó la tierra. El hueso pelado contra el viento y el agua, resistiendo un tanto a las narices insistidoras que buscaban carne. Cada vez que la curiosidad de una mano se alargaba, aunque sólo el índice las rozara, cada quién que las tocara le hacía saltar su corazón cómo una hembra defendiendo sus crías de un lobo malo.

Cada mano extraña le era brutal, desgarraba su historia rompiendo cómo al arqueólogo la tierra con un trépano. Y no decía nada, esperando que algún día una mano sola del otro lado del potrero las tocara Años de camisa y corbata y el saco colgado en sillas de colegio inglés que también sabían hacer estudiar la tierra en un idioma que rápido dejó de ser extraño, pero le carraspeaba la garganta por ausencia de mate y bombilla.

 Mandó los bultos, los libros nuevos, los archivos de computadora, todo lo que pudiera llegar a su casa antes de que él lo hiciera. Volvió con atuendo citadino y antes de llegar a los pagos se vistió, casi de fiesta. Lustrosas las botas y la camisa más blanca. Rastra de plata buena, chaleco y bombachas de gaucho. Se anudó el pañuelo bien rojo al cuello para tapar cómo sangre seca el llanto. Entró al escritorio de la biblioteca brillosa y allí estaban. Las tabas y un dedo índice de mujer suave se paseaba por ellas. El amor de toda su vida, de toda su vida, la del otro lado del potrero. 

Apenas se dio vuelta le volvieron los ojos tan negros y el pelo a incrustarse derecho al corazón cómo cuchillo que acierta dónde. - Me aprendí la palabra Tomás. Dicen que ahora a las tabas les decís astrágalos. Te han pintado feo Tomás, te han pintado feo. ¿Dónde has visto que las tabas tengan pintura? En un giro lo abrazó hasta la espalda haciendo un solo pecho y le inclinó la cabeza en el hombro. La boca ya hablaba sobre la piel rozando el pañuelo. - 

Sacate esa ropa Tomás. Tu tata se murió ayer y a mi me da lo mismo cómo digas, cómo hagas. 

Mercedes Sáenz

sábado, 24 de diciembre de 2022

 A NUESTRA MADRE

Que pase pronto este momento fiero madrecita!



En el cielo de poetas encontraré las palabras?
No creo
Dar vuelta por sus ojos justo cuando no te mira
Solamente así se puede ver el color
Azul a mares y verde pasto nuevo y gris tibio de cenizas
Si esos ojos te miran desaparecen los colores
Son dos mundos mágicos que todo lo escuchan
Con inteligencia, paciencia y ternura.
Mujer de viento, rodete y aljibe
Mujer de heridas y raspones curados con un soplido
en un sur absolutamente solitario.
Mujer de la calle Arroyo y atrio de la parroquia del Socorro.
Fue lo mejor que pudiste pasarle a papá,
preguntó por vos cada día de su último cansancio.
Nunca pudimos doblarte madre, tu metro setenta se levantaba mil veces como una esfinge.
Tu resistencia es la valentía que no tiene nadie.
Me hubiera gustado escribir tu vida, pero mi mirada sola no alcanza y somos muchos hermanos.
Envolvería tus hojas escritas con un zócalo de azulejos azules, adentro con notas de Verdi y el viento de tu mar. El sol lo llevas puesto en la piel desde hace años.
Yo era chica, veníamos caminando y tenías puesto un vestido lindísimo, en el espejo de una vidriera me preguntaste ¿Algún día caminaré como Sofia Loren?
Tan niña también madre…
Y sierra Leona cuando tuviste que defendernos de revistas sonsas
Hay varias formas de mujer escondida y aparecen en cuanto te llamamos
Creo que ni los mosqueteros dieron tanto, pero vos sin juramento
Mujer a la que en las crisis más grandes no paraba de leer, y aún con tiempo para escribir en su pared, el soneto de Bernárdez…si para recobrar lo recobrado debí perder primero lo perdido… Bernárdez nunca supo que además de que todos lo sabíamos de memoria, se convirtió en las tablas de su ley.
Muchas veces la he visto caminar de lejos y siempre tenía la sensación de que alguien la seguía. A veces se daba vuelta con una sonrisa quieta. Estoy segura que le preguntaba a nuestro Dios si quería algo de agua. O le decía que ya la había ayudado bastante, que siguiera nomás.
En algunas de esas esquinas te pierdo madre, no sabía cómo, además de todo, tarareabas un tango o una ópera despacito. Creo que en fondo no sabía leer tu coraje. Cuando la mirada declina y se cansa y se aquieta el fuego, la admiración no permite ciertos razonamientos
Si hubiéramos sabido que hubiéramos podido hacerte más feliz, respirarte despacio, con el corazón en calma y el alma apretada de orgullo.
Creo que alguien te trajo de otro mundo y se olvidó de darnos la llave de tus secretos.
Me gustaría sacar las estacas de todas las sogas
Y a tus casi 94 años, sentarme horas con vos mirando el mar…
Gracias madre nuestra querida.
Mil veces Gracias
Mercedes Sáenz
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domingo, 25 de septiembre de 2022

 POEMA DE MIRARTE 

 El vino busca en la boca inclinada un beso de vidrio color ébano.
 no recuerda el verso 
confunde las lunas
los pies no alcanzan la rueca. 
la ira no es ya tormenta brutal queriendo verse cómo el hombre que –yo- sigo viendo.
un estilete blando marcó los hilos en el tapiz de su cara 
dibujó su tierra 
en dónde palidecen sus dioses oscuros 
en una blancura desmedida. 
Será su último día. 
No existirá mañana. 
Y yo lo miro… 
tiemblo, también en mi copa -creo que quiso mirar allí sus propios latidos- 
me pidió que no lo toque hasta que la muerte lo toque primero. 

 Mercedes Sáenz

viernes, 9 de septiembre de 2022

 

ES MEJOR UN NUEVE QUE UN DIEZ

 

Vas a aparecer con más fuerza en estos días, tal vez porque las fechas se anudan y se asocian.

No importa.

Lo fuiste sugiriendo de a poco o lo aprendí sola.

No intento jamás tener un diez en nada, ni en la vida, ni en el centímetro cúbico de mi historia, ni en la sangre.

Todo eso es un formato absurdo del que sólo reconozco lo que ha quedado en el corazón.

No hablo de hacer una torta que para mi es difícil, no hablo de metas que no tuve o no tengo. No hablo de la vida, en ella apruebo para los que miran, solamente con un cuatro si es que todavía existe ese número.

Cuanto más pasa el tiempo, más cerca estoy de entender tu historia. Porque de eso se trata ¿no? De entender. No de juzgar. No de comparar. No de exigir más de lo que ignoro profundamente.

De todas maneras, hay una ambigüedad absurda en estos pensamientos.

No hablaría de vos si no hubiera una amorosa diferencia entre el debe y el haber. No me gusta la matemática.

Tampoco es cero la diferencia entre una cosa y la otra.

Este escrito es para vos. No creo que sea congruente para los poquitos que leen por estos lados.

Es una manera de evocarte con todo el cariño del mundo. A las cuatro de la mañana después de una tormenta feroz afuera.

Dicen que te moriste el día del maestro. Yo creo que fue antes. Fue cuando la intensidad de cualquier cosa rodaba por las colinas sin poder detenerla.

Muy en el fondo, creo que querías un diez en esa materia.

Somos unos nueve padres. No sabemos mezclar el uno con el cero. Vos sabías.

Mercedes Sáenz

sábado, 27 de agosto de 2022

 

 

NOCHE

 

Maniquí desnudo entre escombros. Incendiaron la vidriera, te abandonaron en posición de ángel petrificado. No invento: esto que digo es una imitación de la naturaleza, una naturaleza muerta. Hablo de mí, naturalmente. Alejandra Pizarnik

 

 Oscuro cielo de estrellas a ponchadas tan grandes cómo las quiera. Una brisa, no suelo usar esa palabra, tanto más me gusta el viento suave. La brisa me parece un suspiro siempre aunque se sostenga unos segundos, el viento suave es un secreto, un susurro, un canto de río en el aire. Sucede que cerré los ojos y tiré la cabeza para atrás, tal vez algo cansada de escribir y me pinté una noche de olores y pasto dónde se apoyan las palmas de las manos para sentir que la tierra se ha quedado quieta por un segundo, aunque uno se sienta volando. Pero abrí los ojos. Y sucede también que estoy sentada en una silla. Frente a un bicho enchufado sin patas que va a hacer exactamente lo que le diga, sí sé decirlo, y a la mayor velocidad posible.Mi cuarto está a oscuras sólo con la luz cuadrada de la pantalla, estoy esperando que amanezca. En esos momentos mis recreos suelen ser recorrer espacios cibernéticos de otros sitios, todo en minutos de menos segundos, doy vueltas un rato por un Octavio que están escribiendo y que me encanta y vuelvo a cruzarme de piernas cómo una india y a seguir escribiendo. Cuándo no puedo hacerlo de día intento leer por las noches. Pero en el inventario de mis disparates tengo dos o tres libros que abro en cualquier hoja, ya leídos unas tantas veces. Uno de Onetti, el que primero alcance la mano, unas obras completas de Borges, un severo John Irving que me encanta pero debo de prestarle más atención si hay mucho cansancio en mi cuerpo. Pero a la que vuelvo loca es la amable Alejandra que quiera o no quiera necesito abrirla al menos un ratito. Y me levanté de la silla y derechito abrí, porque solito el cerebro lleva cuándo ya conoce el camino y además los libros tienen esa permanente amabilidad de abrirse dónde más se los ha marcado. “Se prohíbe mirar el césped”, leí una vez más, algo publicado en Sur en el 63, lo sé de memoria, y horas pueden hablarse de lo que esta mujer hizo con las palabras en su corta y atormentada vida, pero voy sólo a su título aunque el texto tiene tres renglones maravillosos. Sacar de contexto cualquier frase de Alejandra es un riesgo terrible porque dónde la pongas, la digas, la recuerdes, la recites o la escribas ,va a traspasar tantas cortezas desconocidas del cuerpo que lo último que vas a recordar es que cada tanto uno debe dormir algo.Suelo decir malas palabras cuándo un escrito se lleva toda mi emoción y toda mi adrenalina, es para contrarrestar un poco.Creo que en realidad estoy tan cansada que no puedo escribir, tampoco leer mucho y entonces me fui a pasear un poco por esos laberintos de la vigilia. Alejandra en general es la responsable de esos paseos, por sus palabras impetuosas y puras, violentas y sencillas, por ese adn propio que no le conozco a otra escritora. Me sucede con poco éxito en el papel pero una sola frase de ella me dispara un montón de historias. Me imaginé su frase “se prohíbe mirar el césped” pegada en enormes ventanales en las aulas de un colegio inglés, dónde el edificio es una isla en el medio de un verde sedoso, silencioso y parejo. Me acordé de un cartel en el bar de unos dignísimos gallegos frente a la facultad de medicina, que decía "prohibido estudiar" queriendo sólo que no les ocupen las mesas un millón de horas sin consumir nada. Esto tiene la palabra paseando por la vigilia. Volveré a mi noche de mil estrellas y veré dentro de un rato que hago con ellas.

Mercedes Sáenz