VERSO QUE SE LEE SOLO
No te pongas vertical
severo y triste
de pie,
como un soldado vigilando que escribí.
Hacé de amigo y
sostenete un rato en palabras sueltas
para después
acostarte al lado mío y hacerte amigo.
Los poemas también se acuestan como una sábana
bordada y de fiesta
y se los acaricia.
hoy te necesito poema acostado
para que en mi oído repitas
que necesito una tregua,
para que me traduzcas que es atemporal
para que tire un llavero que creí mágico de sueños
y pasaré mi mano por tus letras cómo un ciego
y mi alma sola fabricará otros sueños que esperan por mi.
Mercedes Sáenz
Vuelan suaves, desde el fondo silban una transparencia leve. Imagen de Marcela Baubeau de Secondigne
jueves, 29 de mayo de 2008
domingo, 25 de mayo de 2008
LA NARANJA ROTA

LA NARANJA ROTA
La casa histórica no asoma detrás de la reja. Árboles centenarios se han ocupado de dejarla ver apenas cómo un bosquejo, un poco para hacerse saber que existe. Un poco para que en este siglo nadie la vea entera. Los márgenes sociales son tan grandes que aún a los cuidadores les da cierta picazón en la nuca pertenecer aunque sea por trabajo a semejante belleza, a esa quietud gigantesca, que por más que se adivine de afuera, parece que cómo una diosa se hubiera construido sola. No importa quienes la terminaron, es tal la soberbia de su arquitectura que su ostentación obliga a los más osados a una reverencia inconfesa.
Delante de la reja hileras de azahares en la calle que fueron naranjas, ahora colgando algunas porque no han caído todas.
De los dos niños que hay en la vereda, el más chico no sabe enmudecer por gigantes esculturales. Si hay puertas y algunas ventanas abiertas aunque sea a lo lejos, simplemente hay alguien que vive. Golpea las manos, repetidas veces.
Una señora cilíndrica viene caminando por un jardín impecable con dos perros revoloteando por su vestido. No ladran, la cola se mueve lenta. Adiestramiento puro del perro que aprendió a atacar sin ladrido previo cuándo se le da la orden.
- ¿Qué queres pibe? Es el grito que poco claro se oye, pero es lo que siempre se dice.
- Le junto naranjas doña, se las dejo en la puerta, para el dulce y usté me deja una cosita para comer, a mi hermano y a mí, lo que quiera.
La mujer levanta la mano en un gesto indefinido cómo espantando una mosca. En el gesto puede entenderse lo que cada uno quiera leer y vuelve a meterse adentro. Un perro quiso acercarse un poco más hasta los niños, pero algo deben haberle dicho porque se frenó contrariado y desapareció en la espesura.
Los árboles no son chiquitos y uno de los niños abraza el tronco casi cómo su vientre y el otro que parece un poco más grande tal vez sólo por la remera que utilizará de bolsa viajera cargada de naranjas hasta la puerta. Por docena, pero enteritas, para el dulce de la señora de la casa vieja. No las de suelo, que la grieta es una vieja mueca victoria de haber caído por su propia voluntad.
Trepan contentos con esa plasticidad única y propia hasta las parte más altas imaginado alcanzar un desayuno que aplaque el frío.
Se ha caído el niño. Se ha roto la pierna al lado de las naranjas rotas.
No abre ventanas el llanto sostenido sobre las veredas húmedas. Parece que los perros tampoco pueden acercarse. La única respuesta es un cuchillo amargo y negro del frío que parece no importar ahora.
Mercedes Sáenz
jueves, 22 de mayo de 2008
DE LA PUERTA

DE LA PUERTA
Le costó caminar por los adoquines. El taco alto se le hacía oblicuo y la pierna se le inclinaba aún más hasta obligarla a detenerse. Tenía miedo que el bebe que llevaba en los brazos se le pudiera caer. Cruzó con paso ligero, usando los ojos cómo una defensa para cualquier cosa del mundo que pudiera detenerla. Parecía una azafata vestida de azul y llevaba el niño con esa misma actitud de uñas recién pintadas y manos limpias con la que las de abordo entregan cualquier pedido, una pastilla que detiene el ataque de un corazón a los saltos o calman con un vaso indiferente la sed de algún niño malcriado.
Llegó a la puerta de un hospital bastante prolijo. Arrimó dos sillas y en lo que consideró la sala de espera, cobijó su cuerpo en las mantas y lo dejó dormido cómo estaba.
Cuándo se retiró con el mismo paso apresurado sintió que nadie había notado su presencia. Es el entrenamiento que dá el hacer las cosas cómo elegante deber, sin poner nada de uno. Sintió también que a ese bebe no le había visto los ojos y nunca tal vez lo haría.
Su aerolínea en su último regreso salió puntual como siempre hacia la otra punta del mundo. Y en el primer silencio de su asiento de descanso pensó que encontró un bebe abandonado en la puerta dónde se alojaba por última vez en la Argentina.
No le contó a nadie. Cómo tampoco lo había hecho cuándo abandono su propio hijo para trabajar de azafata.
La llamaron para servir un refresco y no pudieron despertarla. Nadie supo porque desde sus ojos abiertos bajaban caminos negros y líneas ocres, húmedas, hasta lo blanco de su pañuelo.
Mercedes Sáenz
Le costó caminar por los adoquines. El taco alto se le hacía oblicuo y la pierna se le inclinaba aún más hasta obligarla a detenerse. Tenía miedo que el bebe que llevaba en los brazos se le pudiera caer. Cruzó con paso ligero, usando los ojos cómo una defensa para cualquier cosa del mundo que pudiera detenerla. Parecía una azafata vestida de azul y llevaba el niño con esa misma actitud de uñas recién pintadas y manos limpias con la que las de abordo entregan cualquier pedido, una pastilla que detiene el ataque de un corazón a los saltos o calman con un vaso indiferente la sed de algún niño malcriado.
Llegó a la puerta de un hospital bastante prolijo. Arrimó dos sillas y en lo que consideró la sala de espera, cobijó su cuerpo en las mantas y lo dejó dormido cómo estaba.
Cuándo se retiró con el mismo paso apresurado sintió que nadie había notado su presencia. Es el entrenamiento que dá el hacer las cosas cómo elegante deber, sin poner nada de uno. Sintió también que a ese bebe no le había visto los ojos y nunca tal vez lo haría.
Su aerolínea en su último regreso salió puntual como siempre hacia la otra punta del mundo. Y en el primer silencio de su asiento de descanso pensó que encontró un bebe abandonado en la puerta dónde se alojaba por última vez en la Argentina.
No le contó a nadie. Cómo tampoco lo había hecho cuándo abandono su propio hijo para trabajar de azafata.
La llamaron para servir un refresco y no pudieron despertarla. Nadie supo porque desde sus ojos abiertos bajaban caminos negros y líneas ocres, húmedas, hasta lo blanco de su pañuelo.
Mercedes Sáenz
lunes, 19 de mayo de 2008
DIOSES ATEOS
DIOSES ATEOS
Una belleza extraña parece el callejón en su pasillo de plata vieja con una luz en transición y silencioso. Un barco en marea brava en que el movimiento se detiene.
Asoma una cabeza pequeña y apunta la boca junto a la nariz tocando todo cómo si fuera una mariposa feliz y libre volando con inocencia.
Todo su cuerpo parece dócil y la punta de sus patas calientes contra el suelo frío se apoya pisando un suspiro de algodón en el viento.
Todo ese universo de gato se acerca al vidrio de mi ventana y sus ojos tienen un color violáceo de mermelada de moras.
Siglos de mitológicos secretos adjudicados tal vez porque nada se sabe. No me gustan los gatos y estoy eligiendo palabras que me gustan al oído. ¿Cómo un riesgo en el miedo? Es cómo adular en el ruego a un dios en el que no creo.
Esos seres -placeres solitarios- que sólo claudican a seducción por conveniencia, que se mueven con la sincronización de una galaxia que vemos.
Son todos ateos. No pueden ser un error de Dios.
Mercedes Sáenz
Una belleza extraña parece el callejón en su pasillo de plata vieja con una luz en transición y silencioso. Un barco en marea brava en que el movimiento se detiene.
Asoma una cabeza pequeña y apunta la boca junto a la nariz tocando todo cómo si fuera una mariposa feliz y libre volando con inocencia.
Todo su cuerpo parece dócil y la punta de sus patas calientes contra el suelo frío se apoya pisando un suspiro de algodón en el viento.
Todo ese universo de gato se acerca al vidrio de mi ventana y sus ojos tienen un color violáceo de mermelada de moras.
Siglos de mitológicos secretos adjudicados tal vez porque nada se sabe. No me gustan los gatos y estoy eligiendo palabras que me gustan al oído. ¿Cómo un riesgo en el miedo? Es cómo adular en el ruego a un dios en el que no creo.
Esos seres -placeres solitarios- que sólo claudican a seducción por conveniencia, que se mueven con la sincronización de una galaxia que vemos.
Son todos ateos. No pueden ser un error de Dios.
Mercedes Sáenz
domingo, 18 de mayo de 2008
DECLARACIÓN DE AMOR
DECLARACIÓN DE AMOR
Me gusta escribir ahí porque hay un patio con el suelo agachado pintado de colores y algunas plantas.
Las buenas puertas siempre dan la bienvenida, su madera hace una reverencia en su giro vertical y uno pasa al otro lado, en dónde se derriban las estrategias que plantean vacíos, la indiferencia deja de ser un enemigo muerto, se pulveriza la maldad sólo por el tiempo de un café postergando la injusticia o la muerte sin entender de otros. Las voces imaginadas o no leídas son una confesión privada entre los pensamientos de siempre y los de recreo por un rato. Se llega a una enorme librería y sin ninguna puerta se entra a un barcito.
Apoyé mi cuaderno en una mesa muy chica, se abrieron sus dos alas y por encima de mi algunas cabezas giraron como si todos estuviéramos sumergidos a la misma altura y ocurriera un ruido nuevo. Un café ya sabido vino hacia mí.
- ¿Quién es Mariana Serra? Preguntó uno de alrededor de ventiocho con un celular en la mano y toda una descripción encima que ahora no puedo hacer por qué preguntaba por mi. Cómo un examen insólito en una encuesta callejera dije que yo.
- Es para vos, dijo ese veintiocho que si alguna vez lo había visto no me acuerdo. Me pasó el celular y su cabeza se inclinó sobre un diario prestado como si fuera algo muy normal pasar llamadas a personas desconocidas.
Una voz que no conozco me dijo que me extrañaba, algo de un amor inmenso sin conocerme y en tres palabras que ojalá me acordara que lo hacía feliz.
Cuándo le devolví el celular a veintiocho levantó la vista del diario.
- ¿Qué fue eso? pregunté
- No tengo idea, lo único qué me dijo es que mi cuenta de veintitrés pesos estaba paga y una vez que comprobé que era cierto pregunté por vos. Ninguna llamada iba a salir más que eso porque no iba a dejarte hablar.
- ¿Puedo mirar el número del que me llamó?
- Ya lo hice, dice desconocido.
Llegó mi café y me senté. Mi cuaderno esperaba abierto como un abrazo de incógnitas. Volvieron todos los ruidos a sus lugares y mi corazón no estaba en su sitio.
Las buenas librerías, pensé, con sus patios agachados pintados de colores, algunas plantas y pájaros y algún gato y las lluvias y los soles y las voces que a veces se imaginan saliendo de algunos libros que no se conocen.
Mercedes Sáenz
Me gusta escribir ahí porque hay un patio con el suelo agachado pintado de colores y algunas plantas.
Las buenas puertas siempre dan la bienvenida, su madera hace una reverencia en su giro vertical y uno pasa al otro lado, en dónde se derriban las estrategias que plantean vacíos, la indiferencia deja de ser un enemigo muerto, se pulveriza la maldad sólo por el tiempo de un café postergando la injusticia o la muerte sin entender de otros. Las voces imaginadas o no leídas son una confesión privada entre los pensamientos de siempre y los de recreo por un rato. Se llega a una enorme librería y sin ninguna puerta se entra a un barcito.
Apoyé mi cuaderno en una mesa muy chica, se abrieron sus dos alas y por encima de mi algunas cabezas giraron como si todos estuviéramos sumergidos a la misma altura y ocurriera un ruido nuevo. Un café ya sabido vino hacia mí.
- ¿Quién es Mariana Serra? Preguntó uno de alrededor de ventiocho con un celular en la mano y toda una descripción encima que ahora no puedo hacer por qué preguntaba por mi. Cómo un examen insólito en una encuesta callejera dije que yo.
- Es para vos, dijo ese veintiocho que si alguna vez lo había visto no me acuerdo. Me pasó el celular y su cabeza se inclinó sobre un diario prestado como si fuera algo muy normal pasar llamadas a personas desconocidas.
Una voz que no conozco me dijo que me extrañaba, algo de un amor inmenso sin conocerme y en tres palabras que ojalá me acordara que lo hacía feliz.
Cuándo le devolví el celular a veintiocho levantó la vista del diario.
- ¿Qué fue eso? pregunté
- No tengo idea, lo único qué me dijo es que mi cuenta de veintitrés pesos estaba paga y una vez que comprobé que era cierto pregunté por vos. Ninguna llamada iba a salir más que eso porque no iba a dejarte hablar.
- ¿Puedo mirar el número del que me llamó?
- Ya lo hice, dice desconocido.
Llegó mi café y me senté. Mi cuaderno esperaba abierto como un abrazo de incógnitas. Volvieron todos los ruidos a sus lugares y mi corazón no estaba en su sitio.
Las buenas librerías, pensé, con sus patios agachados pintados de colores, algunas plantas y pájaros y algún gato y las lluvias y los soles y las voces que a veces se imaginan saliendo de algunos libros que no se conocen.
Mercedes Sáenz
miércoles, 14 de mayo de 2008
IMPORTADOS DEL PARALELO
IMPORTADOS DEL PARALELO
Éramos hermanos al sur, saltando los cerros, espalda en la tierra buscando en los cielos estrellas cabrito. Ser en ese momento siete sostenía la infancia y la ignorancia de no saber qué ausente estaba la necesidad. Papel escarcha para aprender el abecedario.
Parecía que todo estaba lejos y lo bueno era importado del paralelo. Se hizo una frontera de miedo en nuestro rey y en nuestra reina y los sentidos ya no eran cinco, sumaron la razón y la fe.
Nos importaron a Buenos Aires. A un tablero redondo de ajedrez dónde se movían los trebejos con reglas citadinas. Alfiles negros los árboles, esquinas en las torres y más de ocho peones fuera del tablero. Caballos sin pelos mojados de cansancio.
El rey se fue, la reina nunca. Mate, no el que da la vuelta.
Mercedes Sáenz
Éramos hermanos al sur, saltando los cerros, espalda en la tierra buscando en los cielos estrellas cabrito. Ser en ese momento siete sostenía la infancia y la ignorancia de no saber qué ausente estaba la necesidad. Papel escarcha para aprender el abecedario.
Parecía que todo estaba lejos y lo bueno era importado del paralelo. Se hizo una frontera de miedo en nuestro rey y en nuestra reina y los sentidos ya no eran cinco, sumaron la razón y la fe.
Nos importaron a Buenos Aires. A un tablero redondo de ajedrez dónde se movían los trebejos con reglas citadinas. Alfiles negros los árboles, esquinas en las torres y más de ocho peones fuera del tablero. Caballos sin pelos mojados de cansancio.
El rey se fue, la reina nunca. Mate, no el que da la vuelta.
Mercedes Sáenz
lunes, 12 de mayo de 2008
HACÉ DE CUENTA
HACE DE CUENTA
A Coquito, cuento de cuándo eras chico.
A medianoche del domingo, silencio absoluto, sólo respiración fuerte. Entró en puntas de pié y se tropezó con ellos. Prendieron la luz con un susto grande de aquéllos. El pasamontañas que se había puesto quedó torcido, le tapaba uno de los ojos y cuándo dijo “nadie se mueva” parecía que el que hablaba era el cachete.
La pistola que llevaba rodó a los pies de la cama, sin caer. Y en un intento por recuperarla la levantó con la mano izquierda y él no era zurdo.
- No se muevan- atinó a decir. Los que estaban acostados no pensaban hacerlo. Y agregó: -Esto es un asalto. Y pegó un salto medio de circo atropellado.
Desde la cama un acostado le dijo:
-¿No es un poco tarde para un asalto? Si trabajó todo el día, ya no es hora y si recién empieza es un desconsiderado.
- Vengo a sacar algo por la fuerza y usted me dice que pida permiso ¿Cómo es eso? Y se sentó, pistola en la mano zurdo que no era sobre la cama.
- Bueno, dijo el acostado con tono de reflexión como si del cuello asomara la parte blanca que tienen los sacerdotes alrededor del cuello. – Es todo un tema social, no se puede asaltar a cualquiera que no esté preparado un domingo. Es el día del descanso y del suicidio. Entre esas dos brechas imagine cuántos matices oscilatorios habrá en la gente que usted piensa amedrentar.
-Ni lo había pensado- aclaró el de escafandra de lana y acomodó las piernas como para tomar el té en una terraza de verano.- ¿Cree que sería mejor un lunes? La gente se gastó toda la plata el fin de semana y encima se van a trabajar. Nunca encuentro nada, me tropiezo con todo. Una cosa es robar y otra dejar todo desordenado ¿sabe lo que es llegar después del tráfico y encontrarse que alguien cómo yo se llevó todo y encima todo dado vuelta? No sé. Es complicado elegir el día. Los viernes me da lástima porque los chicos se quedan sin nada, ¿vio que piden plata todo el fin de semana? Lo sábados salen ellos o hacen un simulacro de gastos ante los otros amigos. Pero también es su única salida. No sé. Debería de haber un día en que dejen algo en el piso de la puerta de entrada uno lo agarra y chau. Nos evitaríamos todos estos tropiezos. Claro que el Senado eso no lo va a aprobar. Bueno, no sé, depende quién lo presente, de eso ellos saben.
-¿Y qué pasa con los otros días de la semana? preguntó la acostada.
- Tengo que ayudar a los chicos con los deberes. Mi mujer trabaja todo el día.
- Y sí- agregó la acostada- alguien tiene que hacerlo. ¿Y más tarde, cuándo los chicos se van a dormir?
- En verano puede ser, ¿pero vio el frío que hace ahora? Es muy difícil andar con equipos de abrigo pesado por los techos. Si me enfermo no puedo trabajar.
- Estamos cansados- dijo la acostada refregándose los ojos-¿por qué no haces de cuenta que ya te llevaste todo y te vas? Mañana nos vamos de viaje y lo único que tenemos es para el auto que nos lleva al aeropuerto. El resto está en cheques de viajero y los tiene la agencia que contratamos. Salí de nuevo por la ventana sino tengo que bajar a abrirte y hace mucho frío. Se dio media vuelta, en posición de sueño anticipando el sol del Caribe y apagó la luz.
La pistola se replegó sumisa de las faldas y fue a parar a una mochila negra. Daba lo mismo el lugar porque no tenía balas.
Antes de salir por la ventana tomó una aspirina de la mesa de luz que la tragó sin agua.
Preguntó al salir: ¿Ni un café se iban a tomar en Ezeiza?
Pero nadie contestó.
Mercedes Sáenz
A Coquito, cuento de cuándo eras chico.
A medianoche del domingo, silencio absoluto, sólo respiración fuerte. Entró en puntas de pié y se tropezó con ellos. Prendieron la luz con un susto grande de aquéllos. El pasamontañas que se había puesto quedó torcido, le tapaba uno de los ojos y cuándo dijo “nadie se mueva” parecía que el que hablaba era el cachete.
La pistola que llevaba rodó a los pies de la cama, sin caer. Y en un intento por recuperarla la levantó con la mano izquierda y él no era zurdo.
- No se muevan- atinó a decir. Los que estaban acostados no pensaban hacerlo. Y agregó: -Esto es un asalto. Y pegó un salto medio de circo atropellado.
Desde la cama un acostado le dijo:
-¿No es un poco tarde para un asalto? Si trabajó todo el día, ya no es hora y si recién empieza es un desconsiderado.
- Vengo a sacar algo por la fuerza y usted me dice que pida permiso ¿Cómo es eso? Y se sentó, pistola en la mano zurdo que no era sobre la cama.
- Bueno, dijo el acostado con tono de reflexión como si del cuello asomara la parte blanca que tienen los sacerdotes alrededor del cuello. – Es todo un tema social, no se puede asaltar a cualquiera que no esté preparado un domingo. Es el día del descanso y del suicidio. Entre esas dos brechas imagine cuántos matices oscilatorios habrá en la gente que usted piensa amedrentar.
-Ni lo había pensado- aclaró el de escafandra de lana y acomodó las piernas como para tomar el té en una terraza de verano.- ¿Cree que sería mejor un lunes? La gente se gastó toda la plata el fin de semana y encima se van a trabajar. Nunca encuentro nada, me tropiezo con todo. Una cosa es robar y otra dejar todo desordenado ¿sabe lo que es llegar después del tráfico y encontrarse que alguien cómo yo se llevó todo y encima todo dado vuelta? No sé. Es complicado elegir el día. Los viernes me da lástima porque los chicos se quedan sin nada, ¿vio que piden plata todo el fin de semana? Lo sábados salen ellos o hacen un simulacro de gastos ante los otros amigos. Pero también es su única salida. No sé. Debería de haber un día en que dejen algo en el piso de la puerta de entrada uno lo agarra y chau. Nos evitaríamos todos estos tropiezos. Claro que el Senado eso no lo va a aprobar. Bueno, no sé, depende quién lo presente, de eso ellos saben.
-¿Y qué pasa con los otros días de la semana? preguntó la acostada.
- Tengo que ayudar a los chicos con los deberes. Mi mujer trabaja todo el día.
- Y sí- agregó la acostada- alguien tiene que hacerlo. ¿Y más tarde, cuándo los chicos se van a dormir?
- En verano puede ser, ¿pero vio el frío que hace ahora? Es muy difícil andar con equipos de abrigo pesado por los techos. Si me enfermo no puedo trabajar.
- Estamos cansados- dijo la acostada refregándose los ojos-¿por qué no haces de cuenta que ya te llevaste todo y te vas? Mañana nos vamos de viaje y lo único que tenemos es para el auto que nos lleva al aeropuerto. El resto está en cheques de viajero y los tiene la agencia que contratamos. Salí de nuevo por la ventana sino tengo que bajar a abrirte y hace mucho frío. Se dio media vuelta, en posición de sueño anticipando el sol del Caribe y apagó la luz.
La pistola se replegó sumisa de las faldas y fue a parar a una mochila negra. Daba lo mismo el lugar porque no tenía balas.
Antes de salir por la ventana tomó una aspirina de la mesa de luz que la tragó sin agua.
Preguntó al salir: ¿Ni un café se iban a tomar en Ezeiza?
Pero nadie contestó.
Mercedes Sáenz
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