domingo, 8 de junio de 2008

CALLE ABAJO


CALLE ABAJO





Tan bien han dejado escrito mis amores muertos los textos que hoy hablarían por mí. Tantas veces he tenido que trabajarlos por ser escritores famosos que su idioma, certeros o no, ya dejaban preparadas nuestras cabezas para suponer y entender que lo que decían era perfecto. En caso de que no lo fuera, nos enseñaban de una manera tan subliminal que las cosas se decían así.
Así sucedió contigo, cuándo quise tomar de mi memoria algunos hechos o algunas palabras para decirte que de mi vida te estabas yendo, no las encontraba. Seguramente porque escribían algo de su realidad con una mezcla de ficción o porque estaban preparadas para distintos destinatarios. Principalmente porque su habilidad no era la mía Y en entre esos destinatarios no estaba yo, o vos al menos.
Me era difícil porque siempre tenías palabras que me dejaban con pocas ganas de hablar, contestarte era difícil porque manejas el castellano oportuno cómo nadie y las discusiones me aburren cómo pocas cosas en la vida.
Te había dicho una vez que no había nada más fácil que deshacerte de mi, sabía que cuándo se acabara esa mezcla de seducciones y caramelos y yo me sintiera cómo la silla en que apoyas el suéter cuándo volves de trabajar, calladita y sin el menor sonido, caminaría calle abajo, calle que me llevaría lejos de cualquiera de los lugares por los que vos pasabas.
Empecé a sacar tus cosas de a poco, cómo cambio tanto las cosas de lugar, los adornos, las fotos, las medias, tú te creías que era parte de un desorden cotidiano que más que enojarte te hacía gracia.
La casa no era mía ni tuya, un alquiler cualquiera decía que allí vivíamos.
¿Dejar la casa ordenada y salir? ¿Una carta explicando concienzudamente que lo nuestro terminó y que siempre en un lugar del corazón íbamos a hacer amigos? ¿Que podías contar conmigo para siempre, en virtud de lo que fuimos?
No éramos de ésos. Éramos de los que siempre sin decir una palabra decíamos la verdad, con el cuerpo, con los gestos, con el corazón puesto sobre la mesa del desayuno.
Yo pintaba bastante bien, además de escribir algunas cosas que a vos te parecían medio zonzas y estuve pensando cual sería la mejor manera de que te dieras por enterado que me había ido. En realidad creo que me lo dijiste muchas veces pero esta vez era yo la que no quería oír.
Es así de sencillo si no me estaría haciendo estas preguntas.
Estuve semanas pintando un cuadro que cada vez que lo terminaba y antes que volvieras le ponía un lienzo bastante manchado de pintura encima, Sabía que nunca ibas a mirarlo sin que yo te dijera.
Una tarde que llovía bastante y con augurios de no querer parar, temprano te avisé por teléfono a la oficina que el cuadro estaba listo y que yo tenía algo que hacer, que no iba a estar en casa.
En cincuenta por cincuenta sobre un atril había dibujada una flecha gorda, corta, amarillo mayonesa que simplemente decía siga la flecha, apuntando a la puerta de salida.
Me saqué los zapatos y empecé caminar calle abajo sobre un barro que es famoso por lo arcilloso, con exceso de agua las huellas quedan marcadas protegidas por las inmensas copas de los árboles. Esa calle de barro termina sobre un río bastante importante.
La canoa celeste – esas de colores fuertes- que especialmente se ven de noche, no estaba. La soga seguía prendida al árbol cómo un lamento mudo de impotencia.
Empecé a caminar despacio descalza sabiendo que mis huellas quedaban por un solo segundo en el trenzado de raíces hundidas en el agua - mientras sentía que la sangre de mis pies se mezcalba con las cosas que se llevaba la corriente. Es sábido que la magia el Delta desaparece cuándo la noche empieza a tragárselo a uno entre incisivos y colmillos cómo dinosaurios que a la mañana se convierten en ángeles.
Yyo no sabía durar hasta esa hora.


Mercedes Sáenz

miércoles, 4 de junio de 2008

ENCONTRARTE

ENCONTRARTE


Amores en el alma necesito, caen los otros cómo las torpezas de un descuido.
Estás ahora aquí con toda tu inmensidad.
Amor de palabras de saber lo que escribo. Saber que puedo tocarte con solo una pupila
Saber que tiembla mi cuerpo después de dibujar letras sobre mi y asegurarte que no tengo ninguna herida. Estás aquí con toda tu inmensidad.
Me siento cómo una india que espera el sol y sonrío.
Cuándo nadie mira, me besa, y su boca
perdura.
Y no sos vos, vos dolías.


Mercedes Sáenz

domingo, 1 de junio de 2008

HISTORIA DE DOS SILLAS

HISTORIA DE DOS SILLAS



Cómo ya no se hablaban, ni si se mandaban cartas, ni se contaban los quince minutos más zonzos del día con cierta complicidad y hasta con algo de poesía, cada uno decidió mandarle al otro, sin ponerse de acuerdo, cómo último mensaje, una silla vacía. La foto de la silla en dónde se sentaba cada uno cuándo se escribían a través de la computadora. Eran una de las cosas que del otro no conocían.
No habría de esta manera adioses de teleteatros, ni dimes ni diretes, ni esas cosas tan amorosas o tan trágicas que uno puede imaginar con los escritos ya que no tiene los cuatro sentidos que faltarían pegados a uno.
La voz que alguna vez habían dicho secretamente algo al oído que lo llevaban hasta la almohada y lo apretaban contra ella para que durara el mayor tiempo posible.
El olor que tantas pocas veces se habían repartido. Alguna comida en que más se degustaba el color de los ojos, las miradas que no saben dónde ponerse porque eran tan nuevitas y no sabían si de la misma manera alguna otra vez, tendrían esos colores. Y el sabor dulce que sabe repetirse. Las manos que se tocaban con un poco de vergüenza, un bajar sin tropiezos por las mejillas, tal vez sin tocar la boca porque había por otro lado gente dispersa y desconocida y el miedo de que existiera un beso de aquellos, de los que para siempre se dice de aquellos.
No volvieron a verse.
Siguieron escribiéndose a veces con voracidad y con sed, otras veces con cosas tan tontas para el que no las ve como el color de una montaña, o la manera de tomar un café, o lo tonto que estaba el perro que ladraba aunque no sonara el timbre.
Pero la vida apura y arrincona de distinta manera y nadie escapa a esa muerte que se decreta sola sin saber por qué.
En esta manera de escribir se vive de la palabra y como ninguno de los dos chateaba a veces los modos no pueden corregirse y emerge cómo un mounstro de filosas espadas lo que quiso decirse, lo que no se enteró, lo que volvió a esconderse adentro de la galera del mago y nunca más volvió a aparecer. Sólo un soplido de humo cómo una última expiación y es tan larga la galaxia cibernética que seguramente fue a parar a la salida de una pipa o al resoplido de un caballo al terminar una carrera en cualquier punto del planeta.
Las sillas quedaron solitas en una hoja blanca que ni siquiera es de papel, cada una encerrada en una computadora. Nunca se conocieron. Dicen por ahí que tenían tantas cosas para contarse. Los verdaderos secretos de cuántas veces giraban las ruedas de una de ellas. Cuántas veces él debía atender varios escritos al mismo tiempo, cuantas veces utilizar el diccionario.
Cuántas veces ella cambiaba de posición porque no apoyaba las piernas en el suelo. Cuántas veces iban a enterarse que siguen escribiendo y se leerán por ahí, por esos inmensos espacios no tan grandes cómo los que ahora los separan.
Quién diría de algo de dos simples sillas. La vida tal vez…o lo que alguno de ellos guardará para siempre en la ternura de su memoria.
Mercedes Sáenz


jueves, 29 de mayo de 2008

VERSO DE SÓLO UN DIA

VERSO DE SÓLO UN DIA




¿ te hablaron
y dolieron?
seguro,
con razón
o
sin ella.
tantas veces
también
habrás hecho heridas.
No puedo
sacarlas del alma
las siento
caminar
como un caracol
con su casa puesta
por los laberintos de mis oídos.
cuánto
he hecho no lo sé
qué me hicieron tampoco
pero vivo de las palabras
y
con ellas
me han hecho
pedazos.
Alguien que quiero
se ha muerto
o yo había muerto primero
y no lo sabía.

guardaré
silencio de luna
me haré de marfil,
de humo,
para poder
decir sin que me oigas.

te quise y te quiero con el alma.
alma que ahora
bebe
sombras.
Mercedes Sáenz

SENTARSE A NEGOCIAR

SENTARSE A NEGOCIAR


Hay un puente de piedra no muy grande que cruza una zanja profunda dónde el agua hace años que no crece. Se mantiene así como una alfombra de espejos retacitos producto de últimos arreglos municipales. Le digo puente pueblo porque está en las afueras del conurbano y es distinto a cualquier otra parte. Hay un sauce y poco puede agregarse cuándo hay un sauce debajo de un puente de piedra y sus ramas llegan hasta el suelo.
Descendí un poco la barranca y unos versos que ya andaban por mi cabeza empezaron a ordenarse mientras mordisqueaba distraídamente una manzana.
Las ramas verdes se movieron y apareció con su ropa de tierra y sueño, con sus veinte años o más y el pelo separado en versículos de los tirones que le había dado más de uno de los que creen que enseñan cómo enderezarse en la vida. Las piernas medias desnudas ofreciendo una inocencia generosa a los tajos que ya ni siquiera se sienten.
Tanto mío lo siento a este pedazo de puente pueblo que nunca me di cuenta que no tenía miedo. Seguí masticando mientras mi lengua nunca tan tonta separaba en mi boca la cáscara de la manzana, no sé para qué, creo que para no hablar, porque me la tragaba igual.
Se sentó a unos metros, pocos, el sol le pegó en los ojos negros sin hacerlo pestañear siquiera y prendió un cigarrillo de marihuana.
- ¿Cómo te llamas?, pregunté hablando con la boca llena (no tenés edad hija diría mi madre).
- ¿Le importa?
- No particularmente. Quiero que vengas conmigo a un lugar. Es a dos cuadras. Te presento a alguien, si no te interesa, vos solito hacés tu chau. Mañana voy a volver cómo casi todos los días de sol y haré de cuenta que no te he visto.
- ¿Si no, qué? ¿Cree que puede hacerme algo por este fasito de mierda?
- Sabés que no y particularmente no me interesa.
- ¿Usted es media rara Doña? Muchas veces la vi. desde abajo el árbol y anda sola colgada de no sé que cosas mirando para arriba y escribiendo. ¿A dónde quiere llevarme?
- Vamos. Me paré y me siguió callado sin saber porque. Su cuerpo no parecía demostrar la menor intriga. De sus ojos no puedo decir nada porque mientras caminábamos no podía mirarlos. Fumaba en las dos cuadras tranquilamente su cigarrillo de marihuana.
Llegamos a la Iglesia de San José. Antes de verle la cara de resistencia o de asombro me apuré a decir: No lo apagues, por favor no lo apagues.
Golpee la puerta que conozco y apareció Juan, el cura párroco.
- Juan quiero que hables con él, si me precisas para algo me llamás. Le colgué a Juan un beso medio manzano y me fui pegando la vuelta. Llegué a ver que entraron los dos.
Volví masticando manzana a mi puente pueblo. Me senté de nuevo en la barranca pensando como sería sentarse a negociar con Juan que hace ya dos años que es el amante de una amiga mía y que ambos fuman marihuana.
Es más fácil discutir cualquier cosa bajo techo y con un plato de buena comida
Mercedes Sáenz.

VERSO QUE SE LEE SOLO

VERSO QUE SE LEE SOLO



No te pongas vertical
severo y triste
de pie,
como un soldado vigilando que escribí.
Hacé de amigo y
sostenete un rato en palabras sueltas
para después
acostarte al lado mío y hacerte amigo.
Los poemas también se acuestan como una sábana
bordada y de fiesta
y se los acaricia.
hoy te necesito poema acostado
para que en mi oído repitas
que necesito una tregua,
para que me traduzcas que es atemporal
para que tire un llavero que creí mágico de sueños
y pasaré mi mano por tus letras cómo un ciego
y mi alma sola fabricará otros sueños que esperan por mi.


Mercedes Sáenz

domingo, 25 de mayo de 2008

LA NARANJA ROTA



LA NARANJA ROTA




La casa histórica no asoma detrás de la reja. Árboles centenarios se han ocupado de dejarla ver apenas cómo un bosquejo, un poco para hacerse saber que existe. Un poco para que en este siglo nadie la vea entera. Los márgenes sociales son tan grandes que aún a los cuidadores les da cierta picazón en la nuca pertenecer aunque sea por trabajo a semejante belleza, a esa quietud gigantesca, que por más que se adivine de afuera, parece que cómo una diosa se hubiera construido sola. No importa quienes la terminaron, es tal la soberbia de su arquitectura que su ostentación obliga a los más osados a una reverencia inconfesa.
Delante de la reja hileras de azahares en la calle que fueron naranjas, ahora colgando algunas porque no han caído todas.
De los dos niños que hay en la vereda, el más chico no sabe enmudecer por gigantes esculturales. Si hay puertas y algunas ventanas abiertas aunque sea a lo lejos, simplemente hay alguien que vive. Golpea las manos, repetidas veces.
Una señora cilíndrica viene caminando por un jardín impecable con dos perros revoloteando por su vestido. No ladran, la cola se mueve lenta. Adiestramiento puro del perro que aprendió a atacar sin ladrido previo cuándo se le da la orden.
- ¿Qué queres pibe? Es el grito que poco claro se oye, pero es lo que siempre se dice.
- Le junto naranjas doña, se las dejo en la puerta, para el dulce y usté me deja una cosita para comer, a mi hermano y a mí, lo que quiera.
La mujer levanta la mano en un gesto indefinido cómo espantando una mosca. En el gesto puede entenderse lo que cada uno quiera leer y vuelve a meterse adentro. Un perro quiso acercarse un poco más hasta los niños, pero algo deben haberle dicho porque se frenó contrariado y desapareció en la espesura.
Los árboles no son chiquitos y uno de los niños abraza el tronco casi cómo su vientre y el otro que parece un poco más grande tal vez sólo por la remera que utilizará de bolsa viajera cargada de naranjas hasta la puerta. Por docena, pero enteritas, para el dulce de la señora de la casa vieja. No las de suelo, que la grieta es una vieja mueca victoria de haber caído por su propia voluntad.
Trepan contentos con esa plasticidad única y propia hasta las parte más altas imaginado alcanzar un desayuno que aplaque el frío.
Se ha caído el niño. Se ha roto la pierna al lado de las naranjas rotas.
No abre ventanas el llanto sostenido sobre las veredas húmedas. Parece que los perros tampoco pueden acercarse. La única respuesta es un cuchillo amargo y negro del frío que parece no importar ahora.

Mercedes Sáenz