sábado, 19 de julio de 2008

ACTITUIR

ACTITUIR





Es casi como el verbo ser. Tan finito, amable y desconfiado como ningún otro verbo, a pesar de no serlo. En caso de conjugarlo, se diría tal vez “yo actituyo”, ¿un acto mío que es tuyo? La actitud manda. Determina. Encaja en el contexto de cualquier hecho que tomemos, emocional o real.
De allí, surgen nuestros primeros y más precarios resortes del concepto justicia, igualdad, sentido común, sentido individual y colectivo con respecto al prójimo.
Nuestra actitud al juzgar la de los otros, se ve determinada por todo el equipaje completo de lo que creemos de la otra persona. Sirve para ponernos a prueba y no sólo para ser sometidos a ellas.
El tema puntual, para mí, es que no incluye, todo lo que hombre dice. A la actitud la disfrazamos, con adornos ficticios y la demoramos. Intentando leer los cuerpos de otros hombres y mujeres y no somos especialistas en esa lectura. Y cuando hay que ir al llano y entender que una sola cosa está pasando. El hombre perdió siglos de solidaridad y no hace el menor intento por hacerse más bueno. En líneas generales al menos. Están las excepciones, pero no alcanza. No por eso nos hemos vuelto más buenos.
Hay una realidad que azota, aún peor que el último tsunami. Y a veces no nos gusta el tono con que alguien dice desde la trivialidad más grande hasta en el silencio más pequeño que se muere de hambre.
O la soberbia no permite la actitud de ciertos cometarios y entonces con dedo juez condenamos al otro al exilio del silencio. ¿Quién nos permite, semejante osadía.?
Tal vez hay que replantearse el Presente del Modo Indicativo del verbo actituir. Cambiemos la actitud en lo que a cada uno nos toca. Sin huir.

MERCEDES SAENZ

viernes, 18 de julio de 2008

un renglón

A un año de su muerte, pequeñísimo mi homenaje al negro Fontanarrosa. Cualquier cosa que pueda decir él ya la dijo cuándo habló con tanta certeza, genialidad y particularidad del perfil del ser humano y de toda la sociedad que conoció. También habló de si mismo por eso es imposible que le dedique nada más que estas palabras. Todo el cariño, todo el recuerdo. Mercedes Sáenz

miércoles, 16 de julio de 2008

NOSÉ


NOSÉ


La casa no se apoyaba sobre la costa. Se extendían por delante varios metros de un club inmenso de estructuras bastante bajas.Tuvo que hacer otro piso para asomarse como visera hacia el río. Pero era de líneas llanas y espacios grandes, y en cuanto rincón pudiera mostrarse hacia el horizonte se mezclaba el agua con el cielo.El jardín se estiraba mirando hacia el agua inmensa con plantas seleccionadas en especil, pero sólo para entendidos, porque no había canteros de exposición o de muestras de jardinería. Crecían libres, como corresponde con las distancias calculadas para no molestarse. Para ojos que no vieran que los verdes era todos distintos: parecía simplemente un lugar cuidado pero sin bordados de plumetí.Las puertas de acceso al interior de la casa eran corredizas, desde el techo al piso, hechas de un vidrio grueso y fuerte. La arquitectura de su dueña las concibió cómo si fueran livianas y ágiles, y así resultaban en la vida diaria. Quien vivía allí −ahora recuerdo que no quiere que ponga su nombre−, ha de ser un poco de planta entre esos verdes, porque sólo deja que diga su nombre si ya sabés mucho de ella.Solía salir descalza a mirar —ella nunca decía a controlar- cómo estaban creciendo sus especies.Se asomó una mañana y algo se movió en las ramas que, gentiles, llegaban hasta el pasto en una reverencia a la vida y a quién les permitía estar tan tranquilas. Fue un movimiento corto, de ruido seco, pesado por el espacio que dejó hundido en el suelo y, como si hubiera sido catapultado, el único gato de la casa pegó un salto hacia el árbol más cercano, con la punta de su pata sangrando, o faltando. No tan alto- sabemos de su sobrada inteligencia-, pues necesitaba auxilio de los inmediatos.El gato fue asistido con la atención que corresponde, contra todo bicho que pudiera haber sido el responsable, para que no quedara rabia, ni leptospirosis ni alguna otra cosa desconocida para cualquiera que no hubiera cruzado las escaleras de la Facultad de veterinaria. Era un gato que no entraba a la casa, pero a partir de ese día se volvió gato paloma. Sólo andaba por los árboles y bajaba a comer y a tomar agua en una terraza del primer piso. Cuándo había gente se paseaba con la misma panza de las palomas entre las patas de las sillas, rengueando, levantando algo el lomo a ver si encontraba una mano que alguna vez le hiciera de contrapelo.Ella, la que yo sé como se llama, una mañana lo vio, no al gato. Caminando con pesada pereza, como si los años del mundo no lo hubieran tocado. No era todo verde, manchas overas bien distribuidas sobre su lomo, con garras curvas, una cola espesa tan grande cómo su cuerpo y esas bocas cocodrilas que parecen muchas −que mejor es no conocerles la sonrisa.Todos los teléfonos de la Argentina sonaron en algún lugar pidiendo ayuda e información para que se llevaran un lagarto overo de un metro cuarenta de largo. Le sacó una foto a través del vidrio y comparó el tamaño con una mesa que tenía afuera.Era el documento de identidad de Nosé, para cuando los especialistas venían a ver qué solución darle. Ofrecieron dardos de silencios largos, tiros definitivos; los amigos, redes para llevarlo a lugares dónde pueda vivir en paz. Pero nadie sabía los horarios de Nosé. Podía estar días sin aparecer o pasearse dos veces en el mismo día caminando por una pasarela de modelos.La arquitecta que no quiere decir cómo se llama aprendió durante toda su vida el equilibrio visual, el de los espacios. La circulación y la armonía.Se sentó una tarde del lado de adentro, en que el sol tanteaba coquetear con suavidad entre los colores, con una copa de vino, mirando a través de esos vidrios gigantes esperando que apareciera Nosé.Pero no apareció. Tomó con prolijidad una buena birome y un papel y empezó a escribir un decálogo de convivencia.Los horarios en que se repartirían el jardín porque cuándo había mucha gente y mucho ruido Nosé no aparecía. Entonces acordó por escrito que antes de salir sola pondría una música muy fuerte. Que nunca se mirarían a los ojos, porque si bien la arquitecta tenía ojos amarillos, los de Nosé eran mucho más amarillos y con unos párpados que parecían que hasta el mal de ojos te cortaban.No supo cómo poner que no le perdonaba que se hubiera comido un pedazo del gato, pero en cierta manera lo debe de haber hecho, porque en el último artículo lo bautizó José, cómo se llamaban algunos miembros de su familia.Pegó el papel en la parte más baja de la puerta ventana, de manera que pudiera leerse desde afuera y volvió al sillón y a su copa de vino, a mirar el sol coqueteando con la tarde.



© Mercedes Sáenz


Si alguien leyó la versión que puse ayer, ésta es la que vale. Un querido amigo le dió una leída y así lo dejó mucho mejor. Gracias amigo! El que sabe sabe...

jueves, 10 de julio de 2008

AL FILO DE VARIOS BORDES

DE LA GRATITUD, DE LA EMOCIÓN, DEL ESFUERZO, DE LOS ALTOS DEL TEMOR, DE LOS QUE ESTUVIERON DE UNA Y OTRA MANERA. LO QUE QUIERO ES DEJAR ESCRITO ES LAS GRACIAS PORQUE ESTÁ UN LIBRO. ASI LO QUIERO DECIR. UN ABRAZO, QUE PARA MI ES UN SÍMBOLO DE AFECTO MUY FUERTE ENTRE DOS PARTES, MERCEDES SÁENZ

sábado, 5 de julio de 2008

NO LE DIGAS A ELLA

NO LE DIGAS A ELLA




que en alguna parte
su cuerpo era
aire tibio



una fruta que rodaba
hasta los pies
sin que nadie la buscara
y podía morderse
hasta el carozo
si ella quería no hacerse piedra.




No le digas
que eligió decir palabras

ya no es libre
ya no es aire

ni manzana.

Mercedes Sáenz

sábado, 28 de junio de 2008

CARTA PEQUEÑA

ES PARA DEVOLVER ABRAZOS QUE QUEDARON EN EL AIRE POR AUSENCIA. ES PARA AGRADECER LAS ENORMES MUSTRAS DE CARIÑO POR LOS LUGARES POR DONDE HE PASADO. ES PARA AGRADECERLE A LOS QUE NO PUEDO COMUNICARME POR NO TENER SU CORREO PRIVADO. ES PARA AGRADECERLE A LA VIDA, A LO QUE YO CREO MI DIOS. ES PORQUE TENGO UN SÓLO NOMBRE Y SOY UNA SOLA PERSONA.
UN ABRAZO VERDADERO EN UNA CARTA CHIQUITA. COMO ES MÁS CERCA DEL CORAZÓN, FIRMO CON UN DIMINUTIVO QUE TENGO DESDE LA NIÑEZ.
MERCI SÁENZ

EL CERO EN EL TIEMPO

EL CERO EN EL TIEMPO




Estaba leyendo Tierra de nadie y un Mauricio en el capítulo once inclinó mi cabeza. Seguir hubiera querido pero el cansancio era muy fuerte. Las ruedas se movían por mí y un espesor parecido al sueño hizo de manta y ovillo dejando mis botas fuera del asiento de esos ómnibus que desde afuera se detestan. Piden que se cierren las cortinas seguramente para no tener noción del tiempo.
Adentro de ellos hay algo de malacrianza disimulada y uno no sabe si es uno o hay doscientos millones iguales a uno viajando hacia alguna parte.
A no sé que rato de salir se detuvo, casi no se oía ruido ni siquiera cuando frenó la marcha.
Los gritos en el silencio cobraban fuerza a medida que mi cerebro empezaba a ubicarme en situación y tiempo, venían de abajo, de gente que todavía no había subido a esos especies de tiburones blancos o pintados de colores que se deslizan por las rutas con una elegancia casi agresiva por su suavidad y tamaño.
- Yo no puedo hacer nada, hable con la pasajera. ¡No tengo nada que ver y va a despertar a todo el mundo!
Esos de atrás del vidrio del lado de adentro si éramos la mitad del mundo ya estábamos despiertos.
Prendieron sólo una luz muy cerca de mi asiento.
Subió un hombre muy fuerte, no de tantos años, el trabajo en el campo se había ocupado seguramente de cambiar su fisonomía. La cara roja, con aspecto de alemán o polaco, un temblor en los ojos y en los labios hicieron que lentamente mezcla de miedo y frío me enderezara en el asiento. Por eso creo que hablé primero.
- Buenas noches (no sé para quién, pero salió solo)
- Señora ¿usted tiene el asiento número uno verdad?
- Sí- contesté con una cara que no pude verme pero seguro que parecía la última porción de pizza fría.
- Yo soy -dijo el polaco un nombre que no entendí. Necesito por favor ese asiento. Fui ya veintitrés veces a Buenos Aires, al Garraham por mi chico. Chico de unos diez y ocho o veinte años que asomaba su enorme estatura por las escaleras del ómnibus ese acompañado por alguien de la empresa con cara de no querer participar en nada.
El polaco siguió hablando confuso castellano con desesperado acento y lo único que entendí era que su hijo venía peleando desde que nació con un tumor inoperable y maligno dentro de su cabeza. Que necesitaba ese lugar porque era el único que contemplaba una fila de dos asientos frente a los vidrios anchos del primer piso y un tercero, solo, que separado por el pasillo también quedaba de frente a esos vidrios enormes de la parte más alta de ómnibus. No habló de claustrofobia ni de sensación de ahogo pero tal vez parte de mi ignorancia fue lo que supuso.
¿Me lo puede cambiar señora? Siempre saco los tres juntos con mucha anticipación, no sé que pasó esta vez- en un confuso pero más tranquilo castellano.
- Por supuesto, contesté sin saber que asiento me iba a tocar en suerte. Empecé a desatar mi cuerpo, a levantar la bolsa que uno nunca quiere soltar por si se queda dormida y obediente casi me instalé en el asiento de atrás de ellos. La otra persona que iba a ocupar esa fila de tres era la madre, que por deducción y por cara de pánico, no era otra cosa.











Quedé del lado del pasillo en exacta diagonal al hijo de los polacos.
Me sacaron la ventana, no ligué ni siquiera ventanilla, pero no es tan malo si el que se sienta al lado de uno duerme toda la noche.
El ómnibus arrancó con un destino que al menos yo conocía.
Se apagaron las luces y quedó prendida esa que parece más un intento tozudo que otra cosa, pero los pies parecen tener ojos en los escalones porque no tropiezan.
Hablaron en polaco o en alemán, tomaron mate comiendo algo con sonrisas de agradecimientos hacia mí, con mi negativa de aceptar alguno. Tomo siempre con cualquiera pero tengo que tener ganas.
Calma en el mundo parecía, cómo si todos hubiéramos dejado la vida afuera. Cómo los ceros de antes de que avancen los segundos. Tenía la sensación de estar sostenida más en un tiempo inmóvil que en el aire. Como los ceros antes de que avancen los segundos.
Los padres polacos y amables ya estiraron sus cuerpos hasta dónde el placer les permitió dormirse.
Creí que también yo iba a poder hacerlo. Acomodé mi estatura que no es muy exigente cuándo hay que hacerse caracol y cerré los ojos.
Girar para cualquier costado es algo tan natural en esos submarinos de aire y ruedas que cómo la pasajera del asiento no sé ni que número, lo hice.
La manta me tapaba casi toda la cara, algo del pelo se había ocupado de que no se vieran mis ojos. Y lo vi. Clarito que lo vi.
Diez y ocho o veinte, no lo sabré nunca, sacó todo lo que tenía sobre sus faldas, celulares, un jueguito de esos de usar los pulgares todo el tiempo y una revista algo doblada en dos. Puso la mano en el bolsillo de atrás y sacó un redondo y enorme opaco fajo de dólares. ¿Por qué será que aún con poca luz uno cree reconocerlos? Los miró sin desarmarlo. Sin saber si eran verdaderos o de alguna clase de juego los volvió a guardar. Se agachó un poco hacia el costado que había entre la pared de ese supositorio gigante y su asiento y de algún lado sacó una pistola y la apoyó sobre sus faldas. No entiendo de calibres pero la tanteó con las manos y los ojos. La acarició despacio, abrió su cargador y creo que sacó siete balas, pero no puedo asegurarlo. Sí puedo asegurar a esta altura que las que había volvió a guardarlas y que mi corazón de latir tan fuerte solo había saltado derritiéndose por algún agujero hasta el asfalto.
No me moví pero creo que ya no me quedaba con que respirar.
Se levantó sin mirar para abajo. Su camisa celeste pasó cerca de mi cabeza y en esos absurdos momentos, sin aire y sin corazón, no pude dejar de sentir esos perfumes que se le ponen a la ropa cuándo el planchado queda impecable.
Yo no me moví. Lento y ágil con una sola manija como cómplice bajó las escaleras y en vez de doblar para el único sentido permitido que es el lugar del baño, desapareció hacia la cabina de los conductores.
No sabía que hacer, menos supe si estaba pensando en alguna reacción posible.
El ómnibus bajó la velocidad sin hacer todo ese despliegue de árboles de navidad prendidos en plena noche buena. Sólo se detuvo.
Algunos movimientos percibí mientras mi cuerpo de estatua quería convertirse precisamente en eso y con un hombre de la empresa por delante, ese diez y ocho o vente se paró frente a mi y levantó apenas la manta que tapaba hasta mi cabeza y que movió también mi flequillo.
- Usted, agarre su bolsa de mano, la manta y esa almohadita que nos dan, campera, lo que tenga y baje.
Las puertas ya estaban haciendo ese suspiro neumático para darme en este caso la despedida.
Bajé con todo enroscado en los brazos cómo pude y las puertas se cerraron antes de que yo pudiera poner los dos pies en el asfalto.
El ómnibus arrancó con esa elegancia silenciosa y ese desplazarse tan sereno que parece que siempre nos van a llevar cómodamente hasta alguna parte.
El frío podía separarme las costillas y no se veía luz por ninguna parte. Solo la de la luna que amé profundamente. No tenía batería en el celular pero el reloj común de mi mano decía que faltaba más o menos una hora para que empiece a amanecer.
Con todo lo que podía ponerme me senté sobre esas almohaditas en el suelo al costado de la ruta en posición de india, tratando de que la bendita lana argentina me cubriera casi como el amante más tibio que había tenido. Con eso hubiera sido suficiente, era tanto el frío que en este momento ese recuerdo era la hoguera de Juana de Arco.
Ni una luz que no sea la de la luna. Las del ómnibus las vi. por última vez cuándo en una curva salieron de la ruta y se perdieron detrás de los árboles.
Sentí cómo si me hubieran descolgado del tiempo. Me pusieron en el cero del principio de algún conteo en el medio de la nada.
Media muerta de frío, totalmente muerta de miedo, en un cuaderno que llevo siempre me puse a escribir esto. Seguramente la tecnología de alguna manera ya se estaba ocupando de mí empezando desde algún cero.

Mercedes Sáenz