miércoles, 16 de julio de 2008

NOSÉ


NOSÉ


La casa no se apoyaba sobre la costa. Se extendían por delante varios metros de un club inmenso de estructuras bastante bajas.Tuvo que hacer otro piso para asomarse como visera hacia el río. Pero era de líneas llanas y espacios grandes, y en cuanto rincón pudiera mostrarse hacia el horizonte se mezclaba el agua con el cielo.El jardín se estiraba mirando hacia el agua inmensa con plantas seleccionadas en especil, pero sólo para entendidos, porque no había canteros de exposición o de muestras de jardinería. Crecían libres, como corresponde con las distancias calculadas para no molestarse. Para ojos que no vieran que los verdes era todos distintos: parecía simplemente un lugar cuidado pero sin bordados de plumetí.Las puertas de acceso al interior de la casa eran corredizas, desde el techo al piso, hechas de un vidrio grueso y fuerte. La arquitectura de su dueña las concibió cómo si fueran livianas y ágiles, y así resultaban en la vida diaria. Quien vivía allí −ahora recuerdo que no quiere que ponga su nombre−, ha de ser un poco de planta entre esos verdes, porque sólo deja que diga su nombre si ya sabés mucho de ella.Solía salir descalza a mirar —ella nunca decía a controlar- cómo estaban creciendo sus especies.Se asomó una mañana y algo se movió en las ramas que, gentiles, llegaban hasta el pasto en una reverencia a la vida y a quién les permitía estar tan tranquilas. Fue un movimiento corto, de ruido seco, pesado por el espacio que dejó hundido en el suelo y, como si hubiera sido catapultado, el único gato de la casa pegó un salto hacia el árbol más cercano, con la punta de su pata sangrando, o faltando. No tan alto- sabemos de su sobrada inteligencia-, pues necesitaba auxilio de los inmediatos.El gato fue asistido con la atención que corresponde, contra todo bicho que pudiera haber sido el responsable, para que no quedara rabia, ni leptospirosis ni alguna otra cosa desconocida para cualquiera que no hubiera cruzado las escaleras de la Facultad de veterinaria. Era un gato que no entraba a la casa, pero a partir de ese día se volvió gato paloma. Sólo andaba por los árboles y bajaba a comer y a tomar agua en una terraza del primer piso. Cuándo había gente se paseaba con la misma panza de las palomas entre las patas de las sillas, rengueando, levantando algo el lomo a ver si encontraba una mano que alguna vez le hiciera de contrapelo.Ella, la que yo sé como se llama, una mañana lo vio, no al gato. Caminando con pesada pereza, como si los años del mundo no lo hubieran tocado. No era todo verde, manchas overas bien distribuidas sobre su lomo, con garras curvas, una cola espesa tan grande cómo su cuerpo y esas bocas cocodrilas que parecen muchas −que mejor es no conocerles la sonrisa.Todos los teléfonos de la Argentina sonaron en algún lugar pidiendo ayuda e información para que se llevaran un lagarto overo de un metro cuarenta de largo. Le sacó una foto a través del vidrio y comparó el tamaño con una mesa que tenía afuera.Era el documento de identidad de Nosé, para cuando los especialistas venían a ver qué solución darle. Ofrecieron dardos de silencios largos, tiros definitivos; los amigos, redes para llevarlo a lugares dónde pueda vivir en paz. Pero nadie sabía los horarios de Nosé. Podía estar días sin aparecer o pasearse dos veces en el mismo día caminando por una pasarela de modelos.La arquitecta que no quiere decir cómo se llama aprendió durante toda su vida el equilibrio visual, el de los espacios. La circulación y la armonía.Se sentó una tarde del lado de adentro, en que el sol tanteaba coquetear con suavidad entre los colores, con una copa de vino, mirando a través de esos vidrios gigantes esperando que apareciera Nosé.Pero no apareció. Tomó con prolijidad una buena birome y un papel y empezó a escribir un decálogo de convivencia.Los horarios en que se repartirían el jardín porque cuándo había mucha gente y mucho ruido Nosé no aparecía. Entonces acordó por escrito que antes de salir sola pondría una música muy fuerte. Que nunca se mirarían a los ojos, porque si bien la arquitecta tenía ojos amarillos, los de Nosé eran mucho más amarillos y con unos párpados que parecían que hasta el mal de ojos te cortaban.No supo cómo poner que no le perdonaba que se hubiera comido un pedazo del gato, pero en cierta manera lo debe de haber hecho, porque en el último artículo lo bautizó José, cómo se llamaban algunos miembros de su familia.Pegó el papel en la parte más baja de la puerta ventana, de manera que pudiera leerse desde afuera y volvió al sillón y a su copa de vino, a mirar el sol coqueteando con la tarde.



© Mercedes Sáenz


Si alguien leyó la versión que puse ayer, ésta es la que vale. Un querido amigo le dió una leída y así lo dejó mucho mejor. Gracias amigo! El que sabe sabe...

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No he leido el primero, pero éste es muy bueno. La historia lleva de la mano.

Un abrazo

Nada sé dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
mercedes saenz dijo...

El comentario suprimido era un texto muy bueno dentro del blog del propietario. Sin conocerlo y extendido tal cual estaba, no le vi sentido dejarlo en el mìo. De haber querido que lo lea no hubiera tenido ningún problema, pero no de esa forma. Mercedes Sáenz