Cómo ya no se hablaban, ni si se mandaban cartas, ni se contaban los quince minutos más zonzos del día con cierta complicidad y hasta con algo de poesía, cada uno decidió mandarle al otro, sin ponerse de acuerdo, cómo último mensaje, una silla vacía. La foto de la silla en dónde se sentaba cada uno cuándo se escribían a través de la computadora. Eran una de las cosas que del otro no conocían.
No habría de esta manera adioses de teleteatros, ni dimes ni diretes, ni esas cosas tan amorosas o tan trágicas que uno puede imaginar con los escritos ya que no tiene los cuatro sentidos que faltarían pegados a uno.
La voz que alguna vez habían dicho secretamente algo al oído que lo llevaban hasta la almohada y lo apretaban contra ella para que durara el mayor tiempo posible.
El olor que tantas pocas veces se habían repartido. Alguna comida en que más se degustaba el color de los ojos, las miradas que no saben dónde ponerse porque eran tan nuevitas y no sabían si de la misma manera alguna otra vez, tendrían esos colores. Y el sabor dulce que sabe repetirse. Las manos que se tocaban con un poco de vergüenza, un bajar sin tropiezos por las mejillas, tal vez sin tocar la boca porque había por otro lado gente dispersa y desconocida y el miedo de que existiera un beso de aquellos, de los que para siempre se dice de aquellos.
No volvieron a verse.
Siguieron escribiéndose a veces con voracidad y con sed, otras veces con cosas tan tontas para el que no las ve como el color de una montaña, o la manera de tomar un café, o lo tonto que estaba el perro que ladraba aunque no sonara el timbre.
Pero la vida apura y arrincona de distinta manera y nadie escapa a esa muerte que se decreta sola sin saber por qué.
En esta manera de escribir se vive de la palabra y como ninguno de los dos chateaba a veces los modos no pueden corregirse y emerge cómo un mounstro de filosas espadas lo que quiso decirse, lo que no se enteró, lo que volvió a esconderse adentro de la galera del mago y nunca más volvió a aparecer. Sólo un soplido de humo cómo una última expiación y es tan larga la galaxia cibernética que seguramente fue a parar a la salida de una pipa o al resoplido de un caballo al terminar una carrera en cualquier punto del planeta.
Las sillas quedaron solitas en una hoja blanca que ni siquiera es de papel, cada una encerrada en una computadora. Nunca se conocieron. Dicen por ahí que tenían tantas cosas para contarse. Los verdaderos secretos de cuántas veces giraban las ruedas de una de ellas. Cuántas veces él debía atender varios escritos al mismo tiempo, cuantas veces utilizar el diccionario.
Cuántas veces ella cambiaba de posición porque no apoyaba las piernas en el suelo. Cuántas veces iban a enterarse que siguen escribiendo y se leerán por ahí, por esos inmensos espacios no tan grandes cómo los que ahora los separan.
Quién diría de algo de dos simples sillas. La vida tal vez…o lo que alguno de ellos guardará para siempre en la ternura de su memoria.
Mercedes Sáenz