martes, 15 de abril de 2008

LOS ÚLTIMOS




LOS ÚLTIMOS






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Se fueron desmenuzando como de pan en la boca. Se atropellaron en los vértices de las comisuras. Clavadistas con frío a un mar enorme y caliente, los dejó caer. Eran los últimos.
Quiso mirarlos en el suelo pero no se veían. Tampoco tiene música el sonido callado de los grandes amores. No va a volver a encontrarlos.
Busca en las manos alguno que haya quedado, pequeño, de esos que en la palma de la mano, desde la boca empuja el viento. Pero no hay aliento siquiera.
En los ojos que guardan algunos, tal vez uno de no saber que fue despedida, alguno de los miles que tal vez estuviera repetido. Pero no hay copias.
Hay parecidos en los párrafos de libros de sus poetas. Quiso guardarlos cómo algunas palabras, pero no era lo mismo.
Intentó rescatar alguno de los últimos momentos pero sabía que eran los últimos besos.
Y con el alma sola sintió que no quedaba ninguno.
Mercedes Sáenz

viernes, 11 de abril de 2008

NADIE HASTA MAÑANA


NADIE HASTA MAÑANA



Su marido viajaba en aviones que jamás llegaban ni en fecha ni en horario.
La persona que vendría a hacerle compañía avisó que le era imposible llegar ese día, al día siguiente temprano tal vez, pero Cris a nadie le dijo que se quedaba sola con su ceguera.
Conocía su casa absolutamente de memoria, sabía que casi todo era blanco, que alguien durante muchas horas se ocupaba de dejar todo impecable y siempre las cosas en el mismo lugar antes de retirarse a la noche.
Se levantó esa mañana, tocó el aire cerca de su muslo y el vacío le extrañó. Tal vez esté afuera pensó con cariño, cuando duermo sale a veces porque sabe entrar solo, en cuánto oiga que me moví aparecerá.
Con los pies buscó las pantuflas blancas, se desenredó el camisón de atrás de sus piernas y se levantó a hacerse un té.
Con la mano entera eligió una taza y hundió sus dedos dentro para medir su profundidad. Era la misma taza, pero cualquiera puede confundirse. Esa frase más de una vez taladraba su cerebro. Se había quedado ciega porque un auto la atropelló y cualquiera puede confundirse. Y una vez también por no poner un plato arriba de la taza para calentar el agua en el microondas, junto con todo lo que le ponía a su té, en el primer sorbo escupió una cucaracha.
Había cosas que trataría de que no le pasaran de nuevo, aunque cualquiera pudiera equivocarse.
Apenas unos minutos y nadie tocó su muslo, ni estaba ese olor en el aire, ni el ruido de estar viniendo, imperceptible contra el piso, porque prolijamente le cortaban las uñas.
- As, -dijo en el medio del silencio. No importaba el zumbar del microondas ni algún ruido que llegara de afuera.
- As, -repitió suavemente con la voz trabada del miedo de advertir esa ausencia por primera vez desde esta vida.
No volvió a llamarlo.
Caminó hasta la cocina el trayecto de memoria arrastrando los pies sin levantarlos del suelo, así le habían enseñando a caminar cuándo los lugares eran nuevos y su perro no existía.
Los pies de Cris tropezaron y sintió que el corazón se disparó- seguramente para no volver- y su lengua no se movió. Los ojos se cerraron, era lo mismo tal vez, pero se cerraron llorando antes de saber.
Se inclinó hasta arrodillarse ignorando el camisón que entorpecía. Las manos desesperadas recorrieron pelo y contrapelo el cuerpo entero intentando reconocer algún signo vital o alguna excusa, algún motivo que diera razón a semejante quietud, que algo se moviera para que todavía no fuera la muerte. Ojalá esta vez se equivocara, pero esa es definitoria y tozuda cuándo decide llevarse el aire. No había heridas, en el perro.
Ahora se sentó en el piso y lloró no sabe cuánto.
No buscó ningún teléfono, ni siquiera los ya tenían el discado directo para socorrerla en sus previsibles urgencias.
Lloró no sabe cuánto mientras le hablaba bajito con la mano cóncava cerca de las orejas contándole el último de sus secretos.
¿Se imaginó sacerdotisa intuyendo un rito? Buscó una pala chiquita, sin punta filosa, esas de hacer canteros, y se sentó en el jardín. Extendió las piernas y marcó con las pantuflas el perímetro que creía necesario.
Sintió que la noche caía dos veces, aunque haya sido una sola. Cuándo estando de pié el pozo le llegó a las caderas, se aseguró que la tierra no se hubiera desparramando muy lejos. Lloró no sabe cuánto cuándo el perro quedó adentro sin saber nunca qué salpicó la pala a mitad de camino.
Amanecían los ruidos y cruzó por la cocina con el paso seguro de saber andar a ciegas mientras la tierra iba cayendo de su cuerpo. Con torpeza quiso detenerse en los empeines pero sólo consiguió aferrarse con fuerza en el pelo.
Se sacó el camisón antes de meterse en la cama a esperar que alguien llegara a hacerle un té. Ensucié todo-pensó- pero cualquiera puede equivocarse y siguió llorando nomás, tanto.


Mercedes Sáenz




lunes, 7 de abril de 2008

ESA VOZ SILENCIOSA


ESA VOZ SILENCIOSA

la del que no puede hablar, la que intentamos oir disfrazada de cualquier forma, la propia que a veces no sabe oir la de otro.



Quedó a un costado. La línea de su dibujo pareció no haber cambiado cuando llegó conteniendo algunos troncos apretados. Limitaba el espacio con algo de prepotencia. Los pedazos de quebracho colorado, sueltos en su interior, muertos antes de morir de nuevo queriendo escapar seguramente. Mis manos los atrapan, ¿los liberaban? para convertirlos en fuego.
Me miró en silencio largo rato y nunca entendí porque esa debilidad de láminas cruzadas de madera con alambre tenía por un segundo algo parecido a mi piedad. Lo llevé al fondo de las penitencias, al último cuarto dónde queda en suspenso cualquier destino de objetos que parecen inciertos. Ese lugar hace que el imprevisto de algún día les de la posibilidad de convertirlos en algo oportuno y útil.
Los débiles y la fuerza gravitan tanto en cualquier pedazo del día. Lo paré delante de mí esperando en el absurdo una respuesta de su parte.
Era un simple cajón de madera, tumba rodante de miserias, corral de basuras, esqueleto portador de alguna necesidad.
Pero yo lo veía de una belleza tan serena, lineal, sin haber elegido tener esa forma, pero así había llegado a mí.
Y yo tenía el fuego prendido, ese mismo fuego que no postergó la paciencia del hombre para aprender que se hace tibio o arrasador. El mismo que convertía en santos a los pensadores en una parte de la tierra. Hombres y mujeres de fuego devorados por los palos encendidos.
El fuego que cuando se tiene en el pecho gravita en cualquier parte del día. Y lo abracé. Lo barnicé de capas color tierra para que nunca muera por lo menos delante de mí.
Y me mira, vacío, sin comprender.
Mercedes Sáenz

viernes, 4 de abril de 2008

ELLA CREIA QUE HABIA SIDO


ELLA CREIA QUE HABIA SIDO




Pelo rubio rebelde mojaba su almohada. Tenía ojos amarillos, casi de gato y un sentido del equilibrio y de la estética no demasiado conocidos por nosotros entonces. Tan chica, lo veo ahora, le planteaba a marzo que no era mes para empezar el colegio. A los veinticinco días se quedaba libre sin posibilidad de apelación alguna.
- Quiero trabajar, me aburro con ésas. Son divertidas sólo cuando se ratean. Lo que mejor saben hacer es tomar un tren para irse al Tigre.
Se escondió en la cama durante el día y cuando apenas se iba la luz, se prendían los ojos buscando qué rumbo era mejor para no pensar en la idiotez de vivir con la obediencia de los pocos que tenían mochila.
A los catorce era bueno que no se alejara mucho, y en frente, tan sólo enfrente, un lugar, de ésos que la marca es mejor que toda la ropa junta. Mamá la dejó trabajar unas pocas horas a la tarde, suficientes para cambiarle la vida.
- Todo lo que hay en esta casa es un asco mamá. Yo quiero otra cosa. Si no entendes eso, también sos una tonta. Por eso se debe de haber ido papá. Queriendo no acordarse cómo, lo esperaba muchas veces, sola, sentada en el living que había sido un lugar difícil de ocupar debido a la cantidad de chicos que éramos y había que tratar de preservarlo.
Afiló las garras y atropelló a la vida. Le sacó cada parte con acuerdo mutuo de que le entregara todo lo que le correspondía. Brillaba sola. El fuego de una única vela en oscuridad cerrada. Y cómo los felinos cuándo han de cambiar sus hijos de madriguera, tomó a su madre y a sus miles de hermanos y los fue cambiando de nido.
Todo lo que me correspondía, le había dicho a la vida y un día le tiró abajo los huesos, con un dolor largo y negro que no podía ni atarse el pelo.
Ella creía que había sido.
Y la otra noche la vi.
Cómo un enorme sol en la oscuridad cerrada, como esos brillos que no pueden apagarse porque salen de su propia fuerza, de su capacidad de lucha y de atrás de los ojos de gato, la generosidad más grande para todo aquél que la necesitara.
Se llama María José y la vida devuelve, si le había correspondido.

Mercedes Sáenz

martes, 1 de abril de 2008

EL RESTO DEL OVILLO

EL RESTO DEL OVILLO




Hoy necesita respirar aire afuera, cuánto, cuánto. Caminar hasta dónde pueda.
Mañana es dos de abril. Es la que pusieron.
Mañana se sentará en la silla hamaca del cuarto cómo un antes cualquiera cuándo esperaba haciendo puntos con algún resto del ovillo. Moverá los pies un poco cómo para saber que no se ha detenido el tiempo. No se acuerda la fecha en que se fue, tampoco la que le dijeron que había muerto.
Debajo de la cama hay dos borceguíes atados por los cordones. Asoma inclinada la suela rota y el cuero que parece persistir inmutable. Quedaron de un entrenamiento intenso-había dicho el hijo- antes de embarcarse sin saber destino.
Mañana va a acordarse todavía cuándo le previno del reto posible por habérselos traído a casa.
Mañana se sentará en esa silla, mirará un punto fijo hasta que la luz desdibuje los botines y las lengüetas parezcan parte del piso. Hasta que acabe el día y curve su espalda, suba los pies hasta tocarse el pecho que duele y se abrace a las piernas, probablemente hecha un ovillo.
Mercedes Sáenz

domingo, 30 de marzo de 2008

TRES KILOS DE DULCE DE LECHE Y UN ALFAJOR




TRES KILOS DE DULCE DE LECHE Y UN ALFAJOR





Veía los imaginarios cuchillos llegar en el peor de los desvelos. Sucederse a la anticipación le sacaba el sueño. A ella se lo estaban por decir.
En el cuarto, esa ciudad que muchas veces se habita con la identidad fingida, dejó de ser el lugar en dónde se jugaba con los sueños. Abrazados de placer tantas veces porque sí, porque no había nada para contar.
A ella se lo estaban por decir y sólo se le ocurrían respuestas monosílabos cómo una montaña de canturreos de sapitos frente al agua.
- ¿Lo sabré entender? se preguntaba ¿me lo sabrá explicar? Insistía.
Tanto era el amor de ella que sintió que se le partía el pecho.
Él llegaba en general temprano. Temprano se sentó a esperarlo con las piernas cruzadas cómo siempre. Algo de india, algo de piernas que sobran porque no tocan el suelo.
Él era tan inteligente, esos cuerdos y lógicos, apasionado pero muy lúcido y ella en alguna parte también pero de otra tajada, su pasión era mezcla de impulso y atropello, sin brevedad, sus monosílabos eran cómo los sapitos frente al agua.
Y oyó la llave que abría ese cuadrado que más que transparente hoy consideraba siniestro. A ella se lo estaban por decir.
Lo miró sin saber cómo, en realidad ella ya no sabía quién era y los ojos de él estaban tan resueltos y cansados…y antes de que el apoyara la pipa en una mesa le dijo:
-¿Me querés decir que tenés tres kilos de dulce de leche y un solo alfajor para rellenar? Digo, parecido, no importa cuál porcentaje es parte de quién.
- Ponete los zapatos y vamos a tomar un café abajo ¿querés?
A ella se lo estaban por decir y lo siguió, descalza, mientras una mano que quedó en el aire intentó acompañar su espalda.

Mercedes Sáenz

jueves, 27 de marzo de 2008

RECUERDO UNA VEZ QUE ESTUVE



RECUERDO UNA VEZ QUE ESTUVE



Un extraño sueño del libro de las memorias me condujo cada vez más lejos.
Me encontré recostada contra un roble que tiene mil años de aplastados perfiles que reducen historias que tal vez no fueron. Creo recordar, no sé si lo imagino, que una vez estuve juntando feliz carozos de palta unos metros más abajo.
El roble se extendía al norte de ese sur disfrazado de porfiado y secreto.
El miedo (menos sensato) cómo un recipiente frágil me llevaba a una quietud de rezos y cobardía. Navegaba la imaginación o la memoria contramano en un total azul de otras palabras.
Quise quedarme recostada contra un roble que tiene mil años y lentamente recuperar la ternura en el terreno conocido dónde nada lastima.
Me recuerdo con la frente lisa de ideas despiadadas y con las manos húmedas de la buena lluvia. La boca no acababa en mi ni en esa otra oscura voz de la distancia.
Recuerdo que una vez estuve juntando carozos de palta a unos metros.
Más abajo, dónde otro amor era el norte y el sur no era frío.
Recostada en un roble que tiene mil años el amor que duele dura sólo unos segundos.

Mercedes Sáenz